lunes, 25 de junio de 2012

EMMA Capítulo XII


CAPÍTULO XII



EL señor Knightley cenó con ellos... lo cual más bien contrarió al señor Woodhouse, quien prefería no tener invitados el pri­mer día de la estancia de Isabella. Pero el buen sentido de Emma lo había decidido así; y además de la consideración que se debía a los dos hermanos, tenía especial interés en invitarle debido a la reciente disputa que había habido entre el señor Knightley y ella.

Confiaba en que podrían volver a ser buenos amigos. Le parecía que ya era hora de hacer las paces. Pero la verdad es que no iban a hacer las paces. Desde luego ella tenía razón, y él jamás recono­cería que no la había tenido. O sea que era indudable que ninguno de los dos cedería; pero era la ocasión de aparentar que habían olvi­dado su disputa; y cuando él entró en la estancia, Emma, que es­taba con uno de los pequeños, pensó que aquella era una buena oportunidad que podía contribuir a reanudar su amistad; la niñita era la menor de los hermanos y tenía unos ocho meses; era su pri­mera visita a Hartfield, y parecía muy satisfecha de sentirse mecida por los brazos de su tía. Y efectivamente la oportunidad fue favora­ble; pues aunque él empezó poniendo cara muy seria y haciendo preguntas bruscas, no tardó en hablar de los pequeños en el tono ordinario. Emma se dio cuenta de que volvían a ser amigos; al principio ello le produjo una gran satis­facción, y luego le inspiró una cierta insolencia, y no pudo por me­nos de decirle mientras él admiraba a la niña:

-Es un consuelo que por lo menos estemos de acuerdo respecto a nuestros sobrinos y sobrinas. Porque a veces sobre las personas mayores tenemos opiniones muy distintas; pero respecto a estos ni­ños observo que siempre estamos de acuerdo.

-Si al juzgar a las personas mayores, en vez de dejarse arras­trar por su imaginación y sus caprichos se dejara guiar por los sen­timientos naturales, como hace usted cuando se trata de estos niños, siempre podríamos estar de acuerdo.



-Desde luego, nuestras diferencias siempre se deben a que yo estoy equivocada, ¿no es así?

-Sí -dijo él, sonriendo- y hay una buena razón para ello: cuando usted nació yo tenía ya dieciséis años.

-Cierto, es una diferencia de edad -replicó Emma-, y no dudo de que en aquella época tenía usted mucho más criterio que yo; pero, ¿no cree que los veintiún años que han transcurrido desde entonces pueden haber contribuido a igualar bastante nuestras inte­ligencias?

-Sí... bastante.

-A pesar de todo, no lo suficiente como para concederme la po­sibilidad de que sea yo la que tenga razón si disentimos en algo.

-Aún le llevo la ventaja de tener dieciséis años más de expe­riencia y de no ser una linda muchacha y una niña mimada. Vamos, mi querida Emma, seamos amigos y no hablemos más del asunto. Y tú, Emmita, dile a tu tía que no te dé el mal ejemplo de remover antiguos agravios, y que si antes tenía razón ahora no la tiene.

-Es verdad -exclamó-, es la pura verdad. Emmita, tienes que llegar a ser una mujer mejor que tu tía. Sé muchísimo más lista, y no seas ni la mitad de vanidosa que ella. Ahora, señor Knightley, permítame dos palabras más y termino. Creo que los dos teníamos las mejores intenciones, y debo decirle que aún no se ha demostrado que ninguno de mis argumentos sea falso. Sólo quiero saber si el señor Martin no ha sufrido una decepción demasiado grande.

-No podía sufrirla mayor -fue la breve y rotunda respuesta.

-¡Ah! De veras que lo siento mucho... ¡Vaya, démonos las manos!


Apenas habían acabado de estrecharse las manos, y con gran cordialidad, cuando hizo su aparición John Knightley y los «¿Qué tal, George?», «Hola, John, ¿qué tal?», se sucedieron en el tono más característicamente inglés, ocultando bajo una impasibilidad que lo parecía todo menos indiferencia, el gran afecto que les unía, y que de ser necesario hubiera llevado a cualquiera de los dos a ha­cer cualquier sacrificio por el otro.

La velada era apacible e invitaba a la conversación, y el señor Woodhouse renunció totalmente a los naipes con objeto de poder charlar a sus anchas con su querida Isabella, y en la pequeña reu­nión no tardaron en formarse dos grupos: de una parte él y su hija; de otra los dos señores Knightley; en ambos grupos se hablaba de cosas totalmente distintas, y muy raras veces se mezclaban las conversaciones... y Emma tan pronto se unía a unos como a otros.

Los dos hermanos hablaban de sus asuntos y ocupaciones, pero sobre todo de los del mayor, quien era con mucho el más comuni­cativo de ambos y que siempre había sido el más hablador. Como magistrado solía tener alguna cuestión de leyes que consultar a John, o por lo menos alguna anécdota curiosa que referir; y como hacendado y administrador de la heredad familiar de Donwell, le gustaba hablar de lo que se sembraría al año siguiente en cada campo y dar una serie de noticias locales que no podían dejar de in­teresar a un hombre que como su hermano había vivido allí la mayor parte de su vida y que sentía un gran apego por aquellos lugares. El proyecto de construcción de una acequia, el cambio de una cerca, la tala de un árbol y el destino que iba a darse a cada acre de tierra -trigo, nabos o grano de primavera- era discutido por John con tanto apasionamiento como lo permitía la frialdad de su carácter; y si la previsión de su hermano dejaba alguna cuestión por la que preguntar, sus preguntas llegaban incluso a tomar un aire de cierto interés.

Mientras ellos se hallaban así gratamente ocupados, el señor Woodhouse se complacía abandonándose con su hija a felices año­ranzas y aprensivas muestras de afecto.

-Mi pobre Isabella -dijo cogiéndole cariñosamente la mano e interrumpiendo por breves momentos la labor que hacía para alguno de sus cinco hijos-; ¡cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste aquí! ¡Y qué largo se me ha hecho! ¡Y qué cansada debes de estar después de este viaje! Tienes que acostarte pronto, querida... pero antes de irte a la cama te reco­miendo que tomes un poco de avenate. Los dos tomaremos un buen bol de avenate, ¿eh? Querida Emma, supongo que todos tomaremos un poco de avenate.

Emma no podía suponer tal cosa porque sabía que los hermanos Knightley eran tan reacios a aquella bebida como ella misma... y sólo se pidieron dos boles. Después de pronunciar unas frases más en elogio del avenate, extrañándose de que no todo el mundo lo tomara cada noche, dijo en un tono gravemente reflexivo:

-Querida, no creo que hicierais bien en ir a pasar el otoño a South End en vez de venir aquí. Nunca he tenido mucha con­fianza en el aire de mar.

-Pues el señor Wingfield nos lo recomendó con mucha insis­tencia, papá... de lo contrario no hubiéramos ido. Nos lo recomen­dó para todos los niños, pero sobre todo para Bella, que siempre tiene la garganta tan delicada... aire de mar y baños.

-No sé, querida, pero Perry tiene muchas dudas de que el mar pueda hacerle algún bien; y en cuanto a mí, hace tiempo que estoy totalmente convencido, aunque tal vez nunca te lo había dicho antes de ahora, de que el mar casi nunca beneficia a nadie. Estoy seguro de que en una ocasión a mí casi me mató.

-Vamos, vamos -exclamó Emma, dándose cuenta de que aquél era un tema peligroso-. Por favor, no hables del mar. Siento tanta envidia que me pongo de mal humor; ¡yo que nunca lo he visto! De modo que queda prohibido hablar de South End, ¿de acuerdo, papá? Querida Isabella, veo que aún no has pre­guntado por el señor Perry; y él nunca se olvida de ti.

-¡Oh, sí! ¡El bueno del señor Perry! ¿Cómo está, papá?

-Pues bastante bien; pero no bien del todo. El pobre Perry sufre de la bilis y no tiene tiempo para cuidarse... me dice que no tiene tiempo para cuidarse... lo cual es muy triste... pero siem­pre le están llamando de toda la comarca. Supongo que no hay nadie más de su profesión por estos alrededores. Pero además es que no hay nadie tan inteligente como él.

-Y la señora Perry y sus niños, ¿cómo están? Los niños deben de estar ya muy crecidos... Siento un gran afecto por el señor Perry. Espero que pronto venga a visitarnos. Le gustará ver a mis pequeños.

-Creo que vendrá mañana porque tengo que hacerle dos o tres consultas de cierta importancia. Y cuando venga, querida, sería me­jor que diera un vistazo a la garganta de Bella.

-¡Oh, papá! Está tan mejorada de la garganta que ya casi no me preocupa. No sé si han sido los baños o si la mejoría tiene que atribuirse a una excelente cataplasma que nos recomendó el señor Wingfield y que hemos estado poniéndole una serie de veces desde el mes de agosto.

-Querida, no es muy probable que hayan sido los baños los que le hayan sentado bien... y si yo hubiese sabido que lo que necesitabais era una cataplasma hubiera hablado con...

-Me parece que os habéis olvidado de la señora y la señorita Bates -dijo Emma-; no os he oído preguntar por ellas ni una sola vez.



-¡Oh, sí, las Bates, pobres! Estoy totalmente avergonzada de misma... pero las mencionabas en la mayoría de tus cartas. Su­pongo que están bien, ¿no? ¡Pobre señora Bates, con lo buena que es! Mañana iré a visitarla y me llevaré a los niños... ¡Están siempre tan contentas de ver a mis niños! ¡Y la señorita Bates también es tan buena persona! Lo que se dice gente buena de veras... ¿Cómo están, papá?

-Pues en conjunto bastante bien, querida. Pero la pobre se­ñora Bates hace poco más o menos un mes tuvo un resfriado muy maligno.

-¡Cuánto lo siento! Yo nunca había visto tantos resfriados como en este otoño. El señor Wingfield me decía que él nunca había visto tantos ni tan fuertes... excepto cuando hay una epi­demia de gripe.

-Sí, querida, desde luego ha habido muchos; pero no tantos como piensas. Perry dice que este año ha habido muchos res­friados, pero no tan fuertes como él los ha visto muchas veces en el mes de noviembre. Perry no considera que en conjunto ésta haya sido una temporada de las peores.

. -No, no creo que el señor Wingfield considere esta temporada de las peores, pero...

-¡Ay, pobre hija mía! La verdad es que en Londres todas las temporadas son malas. Nadie está sano en Londres ni nadie puede estarlo. ¡Es horrible que te veas obligada a vivir allí! ¡Tan lejos! ¡Y en una atmósfera tan malsana!

-No, la verdad es que donde vivimos no hay una atmósfera malsana en absoluto. Nuestro barrio queda mucho más alto que la mayoría de los demás. Papá, no puedes decir que es igual vivir donde vivimos nosotros que en cualquier otra parte de Londres. La parte de Brunswick Square es muy distinta de casi todo el resto. Allí el aire es mucho más puro. Reconozco que me cos­taría acostumbrarme a vivir en cualquier otro barrio de la ciudad; no me gustaría que mis hijos vivieran en ningún otro... ¡pero aquí es un lugar tan oreado! El señor Wingfield opina que para aire puro no hay nada mejor que los alrededores de Brunswick Square.

-¡Ay, sí, querida, pero no es como Hartfield! Tú dirás lo que quieras, pero cuando hace una semana que estáis en Hartfield todos parecéis otros; tú no pareces la misma. Ahora, por ejemplo, yo no diría que ninguno de vosotros tenéis muy buen aspecto.

-Cómo siento oírte decir eso, papá; pero te aseguro que, ex­ceptuando aquellas jaquecas nerviosas y las palpitaciones que tengo en todas partes, me encuentro perfectamente bien; y si los niños estaban un poco pálidos antes de acostarse era sólo porque estaban más cansados que de costumbre, debido al viaje y a las emociones de llegar a Hartfield. Confío en que mañana les verás con mejor aspecto; porque te aseguro que el señor Wingfield me ha dicho que nunca nos había mandado al campo con mejor salud. Por lo menos espero que no tengas la impresión de que mi marido pa­rece enfermo -dijo volviendo la mirada con afectuosa ansiedad hacia el señor Knightley.

-Pues así así, querida; contigo no voy a hacer cumplidos. En mi opinión, el señor John Knightley está lejos de tener un as­pecto saludable.

-¿Qué ocurre? ¿Hablabais de mí? -preguntó el señor John Knightley al oír pronunciar su nombre.

-Querido, siento decirte que mi padre no te encuentra un as­pecto saludable... pero espero que sólo sea porque estás un poco cansado. A pesar de todo ya sabes que te dije que me hubiera gustado que el señor Wingfield te visitara antes de salir de Lon­dres.

-Querida Isabella -exclamó él con impaciencia-, te ruego que no te preocupes por mi aspecto. Confórmate con mimar y medi­cinar a los niños y a ti misma y déjame tener el aspecto que quiera.

-No he entendido bien lo que estabas contando a tu hermano -exclamó Emma -sobre tu amigo el señor Graham, que que­ría tomar un mayordomo escocés para que cuidara de sus nuevas propiedades. ¿Crees que dará resultado? ¿No son demasiado fuer­tes los viejos prejuicios?

Y así siguió hablando durante tanto rato y con tan buena for­tuna que cuando volvió a verse obligada a prestar atención de nuevo a su padre y a su hermana, lo más grave que oyó fue que Isabella se interesaba amablemente por Jane Fairfax... y aunque Jane Fairfax no era precisamente una de sus favoritas, en aquellos momentos sintió un gran alivio al escuchar elogios suyos.

-¡Oh, Jane Fairfax! ¡Es tan cariñosa y tan amable! -dijo la señora John Knightley-. ¡Hace tanto tiempo que no la he visto...! Excepto unas cuantas veces que nos hemos encontrado por casua­lidad en Londres y hemos hablado sólo unos momentos... ¡Qué contentas deben de estar su anciana abuela y su tía, que son tan buenas personas, cuando viene a visitarlas! Siempre que pienso en ella, lo siento tanto por Emma, que no pueda pasar más tiempo en Highbury... Pero ahora que su hija se ha casado, supongo que el coronel y la señora Campbell no consentirán en separarse de ella. ¡Hubiera sido una compañera tan agradable para Emma... ! El señor Woodhouse estuvo de acuerdo con todo esto, pero añadió:

-Sin embargo, nuestra joven amiga, Harriet Smith, también es otra muchacha excelente. Te gustará, Harriet. Emma no podía tener mejor compañera que Harriet.

-No sabes-lo que me alegra oír esto... sólo que Jane Fairfax es tan fina, tan distinguida... Y además tiene exactamente la misma edad que Emma.

La cuestión fue discutida con toda cordialidad, y al cabo de un rato se pasó a otro de similar importancia que también se debatió en medio de la mayor armonía; pero la velada no concluyó sin que un nuevo incidente volviera a turbar un poco aquella calma. Llegó el avenate proporcionando nueva materia de conversación... grandes elogios y muchos comentarios... la irrefutable afirmación de que era saludable para toda clase de personas, y lo que se dice severas filípicas contra las numerosas casas en las que no se podía tomar un avenate medianamente tolerable... pero, por des­gracia, entre los lamentables casos que su hija citó como ejemplos para corroborar lo que decía el señor Woodhouse, el más reciente y por lo tanto el más importante había ocurrido en su propio hogar, en South End, en donde una muchacha que habían con­tratado para la temporada nunca había sido capaz de comprender lo que ella quería decir cuando hablaba de un bol de buen ave­nate que no fuera espeso, sino más bien claro, aunque tampoco demasiado claro. Ni una sola vez de las que había querido to­mar avenate y se lo había pedido había sido capaz de hacerle algo que pudiera beberse. Éste era un principio peligroso.

-¡Ay! -dijo el señor Woodhouse meneando la cabeza y con­templando a su hija con una mirada de afectuosa preocupación.

La exclamación para Emma quería decir: «¡Ay! No tienen fin las tristes consecuencias de vuestra estancia en South End; pero de eso no se puede hablar.» Y durante unos minutos Emma con­fió en que no iba a hablar de ello y que sus silenciosas cavila­ciones bastarían para devolverle al placer de saborear su avenate claro, como debía ser. Pero al cabo de unos minutos añadió:

-Siempre lamentaré que este otoño hayáis ido al mar en vez de venir aquí.

-Pero ¿por qué tienes que lamentarlo, papá? Te aseguro que a los niños les fue muy beneficioso.

-Además, si teníais que ir al mar hubiera sido mejor no ir a South End. South End es un lugar poco saludable. Perry quedó muy sorprendido al saber que habíais elegido South End.

-Ya sé que hay mucha gente que opina así, pero la verdad, papá, es que se equivocan del todo... Allí nos hemos encontrado perfectamente bien de salud, y el limo no nos molestó lo más mí­nimo; y el señor Wingfield dice que es un gran error suponer que es un lugar malsano; y estoy segura de que puede confiarse en su criterio, porque él sabe perfectamente de qué se compone el aire, y su propio hermano ha estado allí con su familia varias veces.

-Sí, querida, pero si queríais tomar baños podíais haber ido a Cromer; Perry hace tiempo que pasó una semana en Cromer y considera el lugar como el mejor de todos para los baños de mar. Tiene una playa grande y hermosa, y dice que allí el aire es muy puro. Y por lo que he oído decir, allí podríais alojaros bastante lejos del mar, a un cuarto de milla de distancia... y con todas las comodidades. Deberíais consultarlo con Perry.

-Pero, papá querido, piensa que eso está mucho más lejos; tendríamos que hacer un viaje larguísimo... Cien millas por lo menos, en vez de cuarenta.

-¡Ay, querida! Como dice Perry, cuando se trata de la salud, no debe tenerse en cuenta nada más; y si hay que viajar, tanto da recorrer cuarenta millas como cien... Es mejor no moverse de casa, es mejor quedarse en Londres que recorrer cuarenta millas para ir a buscar un aire que es peor que el de la ciudad. Eso fue exactamente lo que dijo Perry. A su entender vuestra decisión no podía ser más equivocada.

Los esfuerzos de Emma por hacer callar a su padre fueron en vano; y cuando las cosas llegaban a este punto a Emma ya no le extrañaba que su cuñado interviniera.

-El señor Perry dijo en un tono de voz que revelaba una profunda contrariedad- haría mejor en guardarse sus opiniones para quien se las pidiera. ¿Él qué tiene que ver con eso y por qué se mete en lo que hago? ¿Por qué tiene que opinar sobre si llevo mi familia a un pueblo de la costa o a otro? Espero que se me permitirá dar mi opinión igual que al señor Perry... No necesito ni sus consejos ni sus medicinas. -Hizo una pausa, Y calmándose rápidamente agregó con sarcástica sequedad-: Si el señor Perry puede decirme cómo trasladar a la esposa y a cinco hijos a una distancia de ciento treinta millas sin más gas­tos ni molestias que a una distancia de cuarenta, estaré de acuer­do con él en que es preferible ir a Cromer en vez de a South End.

-Sí, sí, eso es verdad -exclamó su hermano, interviniendo apresuradamente en la conversación-, es la pura verdad. Eso es algo muy importante. Pero, John, sobre lo que te decía acerca de mi proyecto de desviar el camino de Langham, de hacerlo pasar un poco más hacia la derecha para que no atraviese los prados de la finca, yo no veo que haya ninguna dificultad. Si tuviera que representar molestias para los habitantes de Highbury no seguiría adelante, pero si te acuerdas bien del trazado que tiene el camino... Pero el único modo de demostrártelo es consultar nuestros planos. Supongo que te veré mañana por la mañana en la Abadía, ¿no?, y entonces podremos volverlos a estudiar y me darás tu opinión.

El señor Woodhouse se sentía un poco turbado por los duros comentarios que se habían hecho sobre su amigo Perry, a quien en realidad, aunque inconscientemente, había atribuido muchas de sus propias ideas y de sus propias expresiones; pero los apacigua­dores cuidados de sus hijas consiguieron que poco a poco se fuera desvaneciendo su inquietud, y la inmediata intervención de uno de los dos hermanos y las mejores disposiciones del otro evitaron que se renovase la violencia de aquella situación.

Continuará... 




miércoles, 20 de junio de 2012

EMMA Capítulo XI


CAPÍTULO XI



AHORA la iniciativa debía dejarse en manos del señor Elton. Ya no estaba en manos de Emma encauzar su felicidad o hacer que apresurara los acontecimientos. La llegada de la familia de su hermana eran tan inminente que, primero en la imaginación y luego en la realidad, se convirtió en el objeto primordial de su interés; y durante los diez días de su estancia en Hartfield no era de es­perar -ella misma no lo esperaba- que pudiese ayudar a los dos enamorados más que de un modo ocasional y fortuito. Sin embargo, si ellos querían, los progresos podían ser rápidos; y de todos mo­dos, tanto si querían como si no, debían progresar en sus relaciones. Y Emma ahora no lamentaba no tener tiempo para dedicarles. Hay personas que cuanto más se hace por ellos menos hacen ellos por sí mismos.

Como la ausencia de Surry del señor y la señora John Knightley había sido más larga que de costumbre, lógicamente despertaban un interés mayor que el habitual. Hasta aquel año todas las vacaciones largas que se habían tomado desde su boda las habían dividido en­tre Hartfield y Donwell Abbey; pero todas las fiestas de aquel otoño se habían dedicado a baños de mar para los niños, y por lo tanto habían pasado muchos meses desde la última vez en que habían hecho una visita regular a sus parientes de Surry, y habían visto al señor Woodhouse, quien era absolutamente incapaz de dejarse lle­var a Londres, ni siquiera por la pobre Isabella; y quien por lo tanto se encontraba ahora nerviosísimo y lleno de una inquieta feli­cidad pensando en una visita que iba a ser demasiado corta.

Pensaba mucho en los peligros que el viaje podía encerrar para su hija y no poco en la fatiga que iba a producir a sus propios ca­ballos y a su cochero, que irían a recoger a parte de los viajeros aproximadamente a mitad del camino; pero sus temores eran injus­tificados; se recorrieron sin ningún incidente las dieciséis millas, y el señor y la señora John Knightley, sus, cinco hijos y un número adecuado de niñeras llegaron a Hartfield sanos y salvos. El alboroto y la alegría de su llegada, la presencia de tantas personas a quienes hablar, dar la bienvenida, animar y acomodar en la casa, produje­ron tal barahúnda y confusión que los nervios del señor Woodhouse no hubieran podido resistirlo por ninguna otra causa, e incluso por ésta tampoco por mucho más tiempo; pero las costumbres de Hart­field y la sensibilidad de su padre eran tan respetados por la señora de John Knightley que, a pesar de su solicitud maternal porque sus pequeños se encontraran a su gusto lo antes posible, y porque tuvieran al momento toda la libertad y todos los cuidados que re­querían, y porque comieran y bebieran y durmieran y jugaran a sus anchas, a los niños no se les permitió que molestasen por mucho tiempo al señor Woodhouse; ni ellos ni el continuo trabajo que sig­nificaba cuidarles.

La señora de John Knightley era una mujercita linda y elegante, de maneras finas y reposadas, y de carácter extremadamente sensible y cariñoso; enamoradísima de su marido y encandilada con sus hi­jos, sentía un afecto tan vivo por su padre y su hermana que ningún otro amor más intenso, exceptuando el de estos vínculos superiores, le hubiera parecido posible. No sabía ver ni un defecto en ninguno de ellos. No era mujer de gran inteligencia ni de ingenio muy des­pierto; y no era eso lo único en lo que se parecía a su padre, ya que también había heredado de él su constitución física y su tem­peramento; era de salud delicada, preocupada con exceso por la de sus hijos, se asustaba por cualquier cosa, tenía muchos nervios y era tan aficionada a su señor Wingfield de la ciudad como su padre podía serlo a su señor Perry. Ambos se parecían también en lo bon­dadoso de su carácter y en una fuerte tendencia a la veneración por los viejos amigos.

El señor John Knightley era un hombre alto, de aspecto distin­guido y muy inteligente; brillante en el ejercicio de su profesión, de costumbres hogareñas y de vida intachable; pero muy reservado, lo cual hacía que no todos le encontraran simpático; y capaz de tener de vez en cuando accesos de mal humor. No era hombre de mal carácter, ni sus enojos sin causa justificada eran tan frecuentes como para hacerle merecedor de tal reproche; pero su carácter no era la mayor de sus perfecciones; y lo cierto es que, con la adoración que le tributaba su esposa, era difícil que sus defectos naturales no se acrecentaran. La extremada sumisión de ella chocaba con su tem­peramento. Él poseía toda la claridad de juicio y la viveza de inteli­gencia que faltaban a su esposa, y a veces no podía evitar hacer o decir algo ofensivo o desagradable. El señor Knightley no era preci­samente el favorito de su linda cuñada. Ninguno de sus defectos se le escapaban. Nunca dejaba de advertir las pequeñas ofensas a Isa­bella, de las que ésta jamás se daba cuenta. Quizás hubiera sido más benévola en sus juicios si él se hubiese mostrado más deferente para con la hermana de Isabella, pero la actitud del señor Knightley para con Emma era la de un hermano y amigo fríamente objetivo y cortés, sin prodigar las alabanzas y sin que le cegara el cariño; pero por mucho que él hubiese querido halagarla, difícilmente Emma hubiese podido pasar por alto lo que a sus ojos era la más imper­donable de las faltas, y en la que su cuñado incurría a veces: care­cer de respetuosa paciencia para con su padre. No siempre tenía con él la paciencia que hubiera sido necesaria. Y las rarezas y las aprensiones del señor Woodhouse a veces provocaban en él palabras de sentido común un tanto bruscas o réplicas demasiado duras. Eso no ocurría a menudo, pues lo cierto es que el señor John Knightley sentía un gran afecto por su suegro, y en general era muy cons­ciente del respeto que le debía; pero aún así era demasiado a me­nudo para la susceptibilidad de Emma, sobre todo porque con de­masiada frecuencia tenían que estar todos con el alma en vilo, te­miendo que se produjera una situación desagradable que por fin no se producía. Sin embargo, en los primeros días de cada visita suya solía reinar un ambiente muy afectuoso, y como aquella visita debía ser necesariamente tan corta, era de esperar que aquellos días trans­currieran en medio de la mayor cordialidad.

Apenas se habían instalado y acomodado en la casa, cuando el se­ñor Woodhouse, cabeceando melancólicamente y dando un suspiro, llamó la atención de su hija acerca de los tristes cambios que se habían producido en Hartfield desde la última vez que ella había estado allí.

-¡Ay, querida! -dijo-. ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué lástima!

-¡Oh sí, papá, ya me hago cargo! -exclamó ella, adivinando inmediatamente sus sentimientos-. ¡Cómo debes echarla de menos! Y tú también, Emma. ¡Qué terrible pérdida para los dos! ¡Lo he sentido tanto por vosotros! No puedo imaginarme cómo podéis arre­glároslas sin ella... La verdad es que es un cambio tan lamentable... Pero supongo que ella se encuentra muy a gusto, ¿no?

-Sí, muy a gusto, querida... por lo menos eso supongo... Muy a gusto... Lo único que sé es que el lugar le sienta bien, dentro de todo...

El señor John Knightley preguntó en tono apacible a Emma si había dudas acerca de la salubridad de los aires de Randalls.

-¡Oh, no, en absoluto! En mi vida había visto a la señora Wes­ton encontrarse tan bien... ni tener mejor aspecto. Papá habla así porque le duele haber tenido que separarse de ella.


-Lo cual dice mucho en favor de ambos -fue la amable res­puesta.

-Y ¿al menos puedes verla a menudo, papá? -preguntó Isabella en un tono quejumbroso que correspondía exactamente al de su padre.

El señor Woodhouse vaciló antes de contestar:

-Querida, no tan a menudo como yo desearía.

-¡Por Dios, papá! Desde que se casaron sólo ha pasado un día sin que no nos hayamos visto. Unas veces por la mañana y otras por la tarde, todos los días con una única excepción, hemos visto o al señor o a la señora Weston, y generalmente a los dos, a veces en Randalls, otras aquí... y ya puedes suponer, Isabella, que lo más frecuente ha sido vernos aquí. Han sido muy complacientes, pero lo que se dice muy complacientes, en sus visitas. Y el señor Weston ha sido tan amable como ella misma. Papá, si hablas de este modo tan lastimero darás a Isabella una idea falsa de todos nosotros. Todo el mundo tiene que darse cuenta de que la señorita Taylor ha de echarse de menos, pero también todo el mundo debería tener la seguridad de que los señores Weston hacen todo lo posible para que no la echemos de menos, tal como nosotros ya habíamos ima­ginado antes que harían... y ésta es la pura verdad.

-Así es como debe ser -dijo el señor John Knightley- y como yo suponía que era por lo que decían vuestras cartas. Que ella desee complaceros no puede ponerse en duda, y que él esté deso­cupado y sea un hombre sociable lo hace todo más fácil. Siempre te he dicho, querida, que no podía creer que en Hartfield hubiera ha­bido un cambio tan importante como tú suponías; y ahora, después de lo que ha dicho Emma, supongo que te quedarás convencida.

-Sí, desde luego -dijo el señor Woodhouse-, sí, la verdad es que no puedo negar que la señora Weston, la pobre señora Weston, viene a vernos muy a menudo... pero, es que... siempre tiene que volver a irse.

-Y el señor Weston lamentaría mucho que no fuera así, papá. Te olvidas por completo del pobre señor Weston.

-La verdad -dijo John Knightley con ironía- es que a mi en­tender el señor Weston también tiene algún pequeño derecho. Tú y yo, Emma, nos arriesgaremos a tomar la defensa del pobre marido. Yo por estar casado y tú por ser soltera, lo más probable es que nos hagamos cargo por igual de los derechos que pueda alegar un hombre. En cuanto a Isabella, lleva ya casada el tiempo suficiente como para ver la conveniencia de dejar de lado siempre que sea posible a todos los señores Weston.

-¿Yo, querido? -exclamó su esposa, que sólo escuchaba y com­prendía parte de lo que estaban hablando-. ¿Estás hablando de mí? Estoy segura de que no hay nadie que pueda ser partidaria tan acérrima del matrimonio como yo; y de no ser por la desgracia de que tuviera que dejar Hartfield, nunca hubiese pensado en la seño­rita Taylor más que como en la mujer más afortunada del mundo; en cuanto a lo de dejar de lado al señor Weston, que es una persona excelente, creo que se merece lo mejor. En mi opinión es uno de los hombres de mejor carácter que jamás han existido. Exceptuándote a ti y a tu hermano, no conozco a nadie que pueda igualársele. Siempre me acordaré del día aquel que hacía tanto viento, en la última Pascua, cuando le levantó la cometa a Henry... y desde que tuvo una delicadeza tan bonita, en setiembre hizo un año, al escri­birme aquella nota, a las doce de la noche, para asegurarme de que no había escarlatina en Cobham, siempre he estado convencida de que no podía existir en el mundo corazón más sensible ni hombre mejor; si alguien puede merecerle es la señorita Taylor.

-¿Y el chico? -preguntó el señor Knightley-. ¿Ha venido para la boda o no?

-Aún no ha venido -replicó Emma-. Se le esperaba con gran expectación poco después de la boda, pero todo quedó en nada; y últimamente no he vuelto a oír hablar de él.

-Pero cuéntale lo de la carta, querida -dijo su padre-. Le escribió una carta a la pobre señora Weston dándole la enhorabue­na, y era una carta muy fina y muy bien escrita. Ella me la enseñó. La verdad es que me pareció un detalle muy bonito en él. Ahora si fue idea suya o no, eso ya no sabría decirlo. Es muy joven toda­vía, y quizá su tío...

-Pero papá querido, si ya tiene veintitrés años. Te olvidas de que pasa el tiempo.

-¿Veintitrés años? ¿Es posible? Pues... nunca lo hubiera creído... ¡Si sólo tenía dos años cuando murió su pobre madre! Sí, sí, la verdad es que el tiempo pasa volando... y yo tengo tan mala memo­ria. Sea como fuere era una carta preciosa, lo que se dice preciosa, y al señor y la señora Weston les hizo mucha ilusión. Me acuerdo que estaba escrita en Weymouth y fechada el 28 de setiembre... y empezaba: «Apreciada señora», pero ya he olvidado cómo seguía; y firmaba «F. C. Weston Churchill»... Eso lo recuerdo perfectamente.

-¡Qué amable y qué educado! -exclamó la bondadosa señora Knightley-. No tengo la menor duda de que es un joven de gran­des prendas. ¡Pero es una lástima que no viva en casa de su padre! ¡Produce tan mala impresión ver a un niño lejos de sus padres y de su verdadero hogar! Nunca he podido comprender cómo el señor Weston consintió en separarse de él. ¡Abandonar a su propio hijo! Nunca podría tener buena opinión de alguien que propusiera seme­jante cosa a otra persona.

-Me malicio que nunca nadie ha tenido muy buena opinión de los Churchill -observó fríamente el señor John Knightley-. Pero no creas que el señor Weston sintió lo que tú podrías sentir al abandonar a Henry o a John. Más que un hombre de sentimientos muy arraigados, el señor Weston es una persona acomodaticia y un tanto despreocupada; se toma las cosas tal como vienen, y de un modo u otro se aprovecha de las circunstancias; y yo sospecho que para él eso que llamamos sociedad tiene más importancia desde el punto de vista de sus comodidades, es decir, el poder comer y beber y jugar al whist con sus vecinos cinco veces a la semana, que desde el punto de vista del afecto familiar o de cualquier otra cosa de las que proporciona un hogar.

A Emma le contrariaba todo lo que significase insinuar una crí­tica del señor Weston, y estaba casi decidida a intervenir en su defensa; pero se dominó y no dijo nada. Si era posible prefería que no se turbara la paz; y había algo digno y estimable en la in­tensidad de los afectos hogareños, en la idea de la autosuficiencia de un hogar, que predisponía a su hermano a desdeñar el trato so­cial de la mayoría de la gente y a las personas para las que este trato resultaba importante... Y Emma se daba cuenta de que sus argumentos eran poderosos y que había que ser tolerante con su interlocutor.


martes, 12 de junio de 2012

EMMA Capítulo X


CAPÍTULO X



A pesar de estar ya a mediados de diciembre, el mal tiempo aún no había impedido a los jóvenes realizar sus acostum­brados paseos; y al día siguiente Emma tenía que visitar a un enfermo de una familia pobre, que vivía a cierta distancia de Highbury.

Para ir a esta cabaña, que quedaba apartada, debía pasar por el callejón de la Vicaría, un callejón que nacía en la ancha aunque irregular calle mayor del pueblo; y allí, como es de suponer por su nombre, se hallaba la bienaventurada mansión del señor Elton. Pri­mero había que pasar frente a una serie de casas más modestas, y luego, después de andar alrededor de un cuarto de milla, aparecía el edificio de la vicaría; una casa antigua y sin grandes pretensiones que no podía estar más pegada al camino. Su situación no era muy buena; pero su actual propietario había introducido en ella muchas mejoras; y en aquellas circunstancias no era posible que las dos amigas pasaran por delante sin moderar el paso y aguzar la vista.

El comentario de Emma fue:

-Aquí la tienes. Aquí vendrás tú y tu álbum de charadas uno de esos días.

El de Harriet fue:

-¡Oh, qué preciosidad de casa! ¡Pero qué bonita es! ¡Mira, las cortinas amarillas que le gustan tanto a la señorita Nash!

-Ahora vengo pocas veces por este lado -dijo Emma, mientras seguían andando-, pero dentro de poco ya tendré un aliciente para venir por aquí, y poco a poco me irán siendo familiares los setos, cercas, estanques y árboles de esta parte de Highbury.

Entonces se enteró de que Harriet nunca había estado dentro de la Vicaría, y su curiosidad por verla por dentro era tan extremada que, teniendo en cuenta el aspecto exterior de la casa y su aparien­cia, Emma sólo pudo considerarlo como una prueba de amor, igual que cuando el señor Elton vio «ingenio» en la muchacha.

-A ver si se nos ocurre algo para entrar -dijo-; pero ahora no tenemos ningún pretexto verosímil; no necesito pedir informes a su ama de llaves sobre ningún criado... ni tengo ningún recado que darle de parte de mi padre...

Estuvo reflexionando, pero no se le ocurría nada. Después de que las dos hubieran guardado silencio durante unos minutos, Ha­rriet exclamó:

-¡Lo que me extraña más, Emma, es que no te hayas casado aún, ni vayas a casarte dentro de poco! ¡Con lo encantadora que eres!

Emma se echó a reír y replicó:

-Harriet, el que yo sea encantadora no basta para hacerme pen­sar en el matrimonio; es preciso que encuentre encantadoras a otras personas... por lo menos a una. Y no sólo no voy a casarme por ahora, sino que tengo poquísimas intenciones de casarme.

-¡Oh! Eso es lo que tú dices; pero yo no puedo creerlo.

-Para que me tiente esta idea tendría que encontrar a alguien muy superior a todos los hombres que he conocido hasta ahora; desde luego, el señor Elton -dijo recordando con quien hablaba­ no cuenta para el caso. Pero es que tampoco tengo ningún deseo de encontrar a una persona así. No creo que me sintiera tentada a casarme. Mejor que ahora no voy a estar. Y si me casara, es lógico suponer que terminaría arrepintiéndome de haberlo hecho.


-¡Querida! ¡Es tan extraño que una mujer hable así!

-Yo no tengo ninguno de los motivos que suelen empujar al matrimonio a las mujeres. Claro que si me enamorara la cosa sería muy distinta; pero yo nunca me he enamorado; no va con mi manera de ser o con mi carácter, y creo que nunca me enamoraré. Y sin amor estoy segura de que sería una loca si dejara la situa­ción que tengo ahora. Dinero no me hace falta; cosas en qué ocu­parme tampoco; y posición social tampoco; creo que habrá muy pocas mujeres casadas que sean tan dueñas de la casa de su marido como yo lo soy en Hartfield; y sé que nunca, nunca podría esperar ser tan querida y considerada; ser siempre la primera y tener siem­pre razón para un hombre, como ahora soy la primera y tengo siempre razón para mi padre.

-¡Pero entonces terminarás siendo una solterona, como la seño­rita Bates!

-Me pones el más temible de los ejemplos, Harriet; si yo su­piera que terminaría siendo como la señorita Bates, tan tonta, tan aco­modaticia, tan llena de sonrisas, tan pesada, tan vulgar y tan in­sulsa... y siempre tan dispuesta a contar chismes de todo el mundo, me casaba mañana. Pero estoy convencida de que entre nosotras nunca habrá el menor parecido, excepto en el hecho de no habernos casado.

-¡Pero a pesar de todo no dejarás de ser una solterona! ¡Y eso es espantoso!

-No te preocupes, Harriet, nunca seré una solterona pobre; y para la mujer que no se casa la pobreza es lo único que le hace parecer despreciable a los ojos de los que viven holgadamente. Una mujer soltera con una renta muy pequeña siempre será una sol­terona ridícula y desagradable; objeto de eterna burla para mucha­chos y muchachas; pero una mujer soltera con buena fortuna siem­pre es respetada, y puede ser tan inteligente y de trato tan agra­dable como cualquier otra persona. Y no creas que esta distinción atenta tan gravemente, como podría parecer en un principio, contra la buena fe y el sentido común de la gente; porque una renta muy pequeña tiende a encoger el ánimo y agria el carácter. Los que apenas pueden vivir y se ven obligados a tratar a poca gente, y aun ésta, por lo común, de muy baja condición, adquieren con facilidad una mentalidad estrecha y se vuelven malhumorados. Sin embargo, eso no puede aplicarse a la señorita Bates; sólo que es demasiado candorosa, demasiado tonta para servirme de ejemplo; pero en general suele gustar a todo el mundo, aunque sea soltera y pobre. La verdad es que la pobreza no le ha encogido el ánimo. Estoy segura de que aunque sólo tuviera un chelín en el bolsillo, no tendría ningún inconveniente en gastar seis peniques; y nadie le tiene miedo: esto es un gran encanto.

-¡Pero querida! ¿Qué vas a hacer? ¿A qué vas a dedicarte cuan­do envejezcas?

-Harriet, si no me engaño acerca de mí misma soy una persona activa, que no sabe estar ociosa y que cuenta con muchos recursos propios; y no sé por qué tienen que faltarme cosas que hacer a los cuarenta o a los cincuenta años, cuando ahora, a los veintiuno, no me faltan. Las ocupaciones habituales de una mujer, por lo que se refiere a los ojos, a las manos y al cerebro, igual puedo tenerlas entonces que las tengo ahora; o por lo menos sin que haya una gran diferencia. Si dibujo menos, leeré más; si dejo la música, me dedicaré a bordar tapetes. Y en cuanto a seres que reclamen nuestra atención, personas en quien poner nuestro afecto, y la verdad es que en ese punto es en donde hay una mayor infe­rioridad, y cuya ausencia es el mayor peligro que tienen que evitar las que no se casan, por ese lado estoy totalmente tranquila, por­que podré cuidarme de todos los hijos de mi hermana, a quien tanto quiero. Según todas las probabilidades, su número bastará para atender toda la necesidad de cariño que pueda sentir en el de­clive de mi vida. Ellos bastarán para todas mis esperanzas y todos mis temores. Y aunque el afecto que yo pueda darles nunca será igual al de una madre, se ajusta mejor a mis ideas de comodidad que si fuera más ardiente y más ciego. ¡Mis sobrinos y sobrinas! En mi casa tendré a menudo a alguna de mis sobrinas.

-¿Conoces a la sobrina de la señorita Bates? Bueno, ya sé que has tenido que verla centenares de veces... pero, quiero decir si la has tratado.

-¡Oh, sí! Siempre tenemos que tener trato con ella cuando vie­ne a Highbury. A propósito de lo que hablábamos, éste es un caso como para perder todo el orgullo que se pueda sentir por una sobrina. ¡Santo Cielo! Confío en que yo, con todos los hijos de los Knightley, no fastidiaré a la gente ni la mitad de lo que la seño­rita Bates nos fastidia a todos con Jane Fairfax. Estamos hartos in­cluso del mismo nombre de Jane Fairfax. Cada carta suya se lee cuarenta veces; los saludos que envía para sus amigos circulan no sé cuantas veces por todo el pueblo; y sólo con que envíe a su tía los patrones de un corsé o un par de ligas de punto para su abuela, en todo un mes no se oye hablar de otra cosa. A Jane Fairfax le deseo todos los bienes imaginables; pero me tiene lo que se dice aburrida.

Se encontraban ya cerca de la cabaña, y dejaron aquella conversa­ción ociosa. Emma era muy caritativa y socorría las necesidades de los pobres no sólo con su dinero, sino también con su dedicación personal, su afecto, sus consejos y su paciencia. Comprendía su modo de ser, no se escandalizaba de su ignorancia y de sus tentaciones, ni concebía novelescas esperanzas de extraordinarios actos de virtud en aquellas personas por cuya educación tan poco se había hecho; en seguida se interesaba realmente por sus preocupaciones, y siem­pre les ayudaba con tanta inteligencia como buena voluntad.



En aquella ocasión, la enfermedad y la pobreza se habían adueñado a la vez de la familia a la que iba a visitar; y después de perma­necer allí todo el tiempo que pudo darles ánimo y consejos, salió de la cabaña tan impresionada por la escena que acababa de pre­senciar, que dijo a Harriet mientras regresaban:

-Harriet, esos espectáculos son los que nos hacen mejores. Al lado de esto ¡qué trivial parece todo lo demás! Ahora me siento como si no pudiera pensar en nada más que en esos pobres seres durante todo el resto del día; y sin embargo ¡qué poco va a tardar en desa­parecer de mi mente!

-Tienes razón -dijo Harriet-. ¡Pobre gente! Resulta difícil pensar en otra cosa.

-La verdad es que no creo que esta impresión se desvanezca tan pronto -dijo Emma, mientras cruzaba un seto de poca altura apoyando el pie en la vacilante pasarela con la que terminaba el estrecho y resbaladizo sendero que atravesaba el huerto de la cabaña, y que les dejaba de nuevo en el callejón-. Creo que no se desva­necerá tan pronto -añadió, deteniéndose para contemplar una vez más la miseria exterior de aquel lugar, y recordar que aún era mayor la que escondía la cabaña.

-¡Oh, no, querida! -dijo su compañera.

Siguieron andando. El callejón daba una ligera vuelta; y apenas pasada la vuelta, se encontraron frente al señor Elton; y tan cerca que Emma sólo tuvo tiempo para añadir:

-¡Ah! Harriet, mira que pronto se pondrá a prueba nuestra perseverancia en los buenos pensamientos. Bueno -sonriendo-, por lo menos espero que si la compasión ha conseguido ayudar y con­solar a los que sufren, ya ha cumplido su misión más importante. Si nos compadecemos de los desdichados hasta el punto de hacer por ellos todo lo que podemos, lo demás sólo es una simpatía inútil que sólo sirve para entristecernos a nosotras mismas.

Antes de que el caballero llegase junto a ellas, Harriet apenas tuvo tiempo de contestar:

-¡Oh, sí, querida!

Sin embargo, las necesidades y las desventuras de aquella pobre familia fueron el primer tema de la conversación. Él también se dirigía ahora a la cabaña, aunque aplazaría la visita; pero sostu­vieron una interesante charla acerca de lo que podía hacerse y de lo que se haría. El señor Elton dio media vuelta para acompa­ñarlas.


«Encontrarse en una ocasión como ésta -pensó Emma-, tenien­do los dos un fin caritativo, aumentará no poco el amor que sienten el uno por el otro. No me extrañaría que eso provocara la decla­ración. Estoy segura de que se le declararía si yo no estuviera pre­sente. Cómo me gustaría poderme encontrar ahora en cualquier otro lugar.»

Deseosa de alejarse de ellos todo lo que fuera posible, Emma no tardó en tomar un estrecho caminito que bordeaba el callejón desde una altura un poco superior, dejándoles solos en el camino principal. Pero aún no habían pasado dos minutos cuando vio que la costumbre de Harriet de imitarla en todo y de seguirla a todas partes, le hacía ir tras de sus pasos, y que, en resumen, dentro de poco los dos iban a caminar tras de ella. Aquello no servía; enton­ces inmediatamente se detuvo, y con el pretexto de tener que atarse los cordones de los botines, se paró en medio del caminito, rogán­doles que tuvieran la bondad de seguir andando, que ella ya les alcanzaría en menos de un minuto. Ambos hicieron lo que se les pedía; y cuando juzgó que había ya pasado un tiempo razonable para haber terminado con sus botines, tuvo la suerte de encontrar un nuevo pretexto para retrasarse más, ya que fue alcanzada por la niña de la cabaña, que, de acuerdo con sus órdenes, había salido con un jarro para ir a buscar caldo a Hartfield. Andar al lado de la niña, hablar con ella y hacerle preguntas era la cosa más natural del mundo, o hubiese sido la más natural si hubiera obrado sin segundas intenciones; y de este modo los otros pudieron seguir llevándole cierta delantera sin ninguna obligación de esperarla. Sin embargo, involuntariamente les ganaba terreno; el paso de la niña era rápido y el de la pareja más bien lento; y Emma lo sintió más porque veía con toda claridad que ambos estaban muy interesados en la conversación que sostenían. El señor Elton hablaba animada­mente, Harriet le escuchaba con complacida atención; y Emma, que había enviado por delante a la niña, empezaba a pensar en cómo podría retrasarse un poco más cuando ambos volvieran la cabeza y se viese obligada a unirse a ellos.


El señor Elton seguía hablando, todavía debatiendo algún inte­teresante detalle; y Emma sintió cierta decepción cuando se dio cuenta de que sólo estaba refiriendo a su linda compañera cómo se había desarrollado la reunión del día anterior en casa de su amigo Cole, y que le informaba acerca del queso de Stilton, el del norte del Wiltshire, la mantequilla, el apio, la remolacha y los postres en general.

-Bueno, espero que eso les lleve a hablar de alguna cosa más in­teresante -fue su consoladora reflexión-; entre dos personas que se quieren todo resulta interesante; y todo les sirve para manifestar lo que llevan dentro del corazón. ¡Si pudiera dejarles solos du­rante más tiempo!

Siguieron andando calmosamente los tres juntos hasta llegar a la vista de la valla de la vicaría, cuando la súbita resolución de hacer que por lo menos Harriet entrase en la casa hizo que Emma tuviese que detenerse otra vez por culpa de su botín, y rezagarse para atarse de nuevo los cordones; entonces se las ingenió para rom­perlos y los arrojó a una zanja, viéndose obligada a rogarles que se detuvieran también, y a reconocer que se veía incapaz de llegar hasta su casa con relativa comodidad.


-Se me ha roto el cordón -dijo- y no sé cómo componerlo. La verdad es que soy una compañera muy engorrosa para los dos, pero creo que no siempre voy tan mal equipada. Señor Elton, no me queda más remedio que rogarle que me permita entrar un mo­mento en su casa y pedirle a su ama de llaves un trozo de cinta o de cordel o algo por el estilo, sólo para poder llegar hasta casa.

El señor Elton acogió esta proposición con gran alegría; y se desvivió en atenciones y cuidados para acompañar a las jóvenes a entrar en su casa y hacerles los honores de ella. El saloncito en el que fueron recibidas era el que él solía ocupar la mayor parte del día, y daba a la fachada de la casa; al lado había otra estancia que comunicaba con el salón por una puerta; ésta estaba abierta, y Emma pasó a la otra estancia en compañía del ama de llaves, que se disponía a ayudarla del mejor modo posible. La joven se vio obli­gada a dejar la puerta entreabierta, tal como la había encontrado; peso su deseo era que el señor Elton la cerrara. Sin embargo no se cerró, sino que quedó entreabierta; pero al entablar con el ama de llaves una larga conversación, confió que en la estancia contigua él tendría ocasión de decir todo lo que quisiera. Durante diez mi­nutos no pudo oírse más que a sí misma. La situación no podía prolongarse. Y se vio obligada a terminar y a pasar a la otra es­tancia.

Los enamorados estaban de pie, uno al lado del otro, junto a una de las ventanas. La cosa presentaba un aspecto más que favorable; y durante medio minuto Emma se sintió orgullosa del éxito de sus planes. Pero la realidad era algo distinta; él no había llegado al fondo de la cuestión. Había estado muy atento, muy delicado; había dicho a Harriet que las había visto pasar y había decidido seguirlas; y había añadido algún otro pequeño cumplido y alguna alusión, pero nada importante.

«Prudente, muy prudente -pensó Emma-; avanza pulgada a pulgada y no quiere arriesgarse hasta saber que pisa terreno se­guro.»

Sin embargo, aunque su ingeniosa estratagema no había dado los resultados que ella esperaba, no pudo por menos de sentirse hala­gada al pensar que había dado ocasión a ambos de gozar de aque­llos gratos momentos que debían ayudarles a seguir adelante hacia el gran acontecimiento.