lunes, 28 de mayo de 2012

EMMA Capítulo VIII

CAPÍTULO VIII



AQUELLA noche Harriet durmió en Hartfield. En las últimas se­manas pasaba allí casi la mitad del día, y poco a poco fue teniendo un dormitorio fijo para ella; y Emma juzgaba preferible en todos los aspectos retenerla en su casa, segura y contenta, todo el tiempo posible, por lo menos en aquellos momentos. A la mañana siguiente tuvo que ir a casa de la señora Goddard por una o dos horas, pero ya se había convenido que volvería a Hartfield para que­darse allí durante varios días.

Durante su ausencia llegó el señor Knightley y estuvo conversando con el señor Woodhouse y Emma, hasta que el señor Woodhouse, que aquella mañana se había propuesto salir a dar un paseo, se dejó convencer por su hija de que no lo aplazara, y la insistencia de ambos logró vencer los escrúpulos de su cortesía, que se resistía a dejar al señor Knightley por aquel motivo. El señor Knightley, que no tenía nada de ceremonioso, con sus respuestas concisas y rápidas ofrecía un divertido contraste con las interminables excusas y cor­teses vacilaciones de su interlocutor.

-Señor Knightley, permítame que me tome esta licencia; si usted quisiera excusarme, si no me considerara usted demasiado grosero, yo seguiría el consejo de Emma y saldría a dar un paseo de un cuar­to de hora. Como el sol se ha puesto creo que sería mejor que diera mi paseíto antes de que refrescara demasiado. Ya ve que no hago ningún cumplido con usted, señor Knightley. Nosotros los inválidos nos consideramos con ciertos privilegios.

-Por Dios, no faltaba más, no tiene usted que tratarme como a un extraño.

-Le dejo con mi hija, que es un excelente substituto. Emma estará muy complacida de atenderle. Así que vuelvo a pedirle mil perdones, y me voy a dar mi vueltecita... mi paseo de invierno.

-Me parece muy buena idea, señor Woodhouse.

-Yo le pediría muy gustoso que tuviera a bien acompañarme señor Knightley, pero ando muy despacio, y a usted le sería muy pesado acomodarse a mi paso; y además, ya tiene usted que dar otro largo paseo para volver a Donwell Abbey.

-Muchas gracias, es usted muy amable; pero yo me voy ahora mismo; y creo que lo mejor sería que saliese usted cuanto antes. Voy a buscarle la capa larga y le abro la puerta del jardín.

Por fin el señor Woodhouse se fue; pero el señor Knightley, en vez de disponerse a salir también, volvió a sentarse como si estu­viera deseoso de más conversación. Empezó hablando de Harriet y haciendo espontáneamente grandes elogios suyos, más de los que Emma había oído jamás en sus labios.

-Yo no podría alabar su belleza tanto como usted -dijo él-, pero es una muchacha linda, y me inclino a creer que no le faltan buenas prendas. Su personalidad depende de la de los que le ro­dean; pero en buenas manos llegará a ser una mujer de mérito.


-Me alegra saber que piensa usted así; y confío en que no eche de menos esas buenas manos.

-¡Vaya! -dijo él-. Veo que lo que está deseando es que le haga un cumplido, de modo que le diré que gracias a usted ha mejorado mucho. Usted le ha hecho perder su risita boba de co­legiala, y eso dice mucho en favor de usted.

-Muchas gracias. Confieso que me llevaría un disgusto si no pudiera creer que he servido para algo; pero no todo el mundo nos elogia cuando lo merecemos. Usted, por ejemplo, no suele abrumar­me con demasiadas alabanzas.

-Decía usted que la está esperando esta mañana, ¿no?

-Sí, de un momento a otro. Por lo que dijo ya hubiera debido de estar de vuelta.

-Algo la debe de haber hecho retrasarse; tal vez alguna visita. -¡Qué gente más charlatana la de Highbury! ¡Qué fastidiosos son!

-A lo mejor Harriet no encuentra a todo el mundo tan fastidio­so como usted.

Emma sabía que esto era una verdad demasiado evidente para que pudiera llevarle la contraria, y por lo tanto guardó silencio. Al cabo de un momento el señor Knightley añadió con una sonrisa:

-No pretendo fijar tiempo ni lugar, pero debo decirle que tengo buenas razones para suponer que su amiguita no tardará mucho en enterarse de algo que la alegrará.

-¿De verás? ¿De qué se trata? ¿Qué clase de noticia será ésta? -¡Oh, una noticia muy importante, se lo aseguro! -dijo aún son­riendo.

-¿Muy importante? Sólo puede ser una cosa. ¿Quién está ena­morado de ella? ¿Quién le ha hecho confidencias?

Emma estaba casi segura de que había sido el señor Elton quien le había hecho alguna insinuación. El señor Knightley era un poco el amigo y el consejero de todo el mundo, y ella sabía que el señor Elton le consideraba mucho.

-Tengo razones para suponer -replicó- que Harriet Smith no tardará en recibir una proposición de matrimonio procedente de una persona realmente intachable. Se trata de Robert Martin. Parece ser que la visita de Harriet a Abbey-Mill el verano pasado ha surtido sus efectos. Está locamente enamorado y quiere casarse con ella.

-Es muy de agradecer por su parte -dijo Emma-; pero ¿está seguro de que Harriet querrá aceptarlo?

-Bueno, bueno, ésa ya es otra cuestión; de momento quiere proponérselo. ¿Conseguirá lo que se propone? Hace dos noches vino a verme a la Abadía para consultar el caso conmigo. Sabe que tengo un gran aprecio por él y por toda su familia, y creo que me considera como uno de sus mejores amigos. Vino a consultarme si me parecía oportuno que se casara tan joven; si no la conside­raba a ella demasiado niña; en resumidas cuentas, si aprobaba su decisión; tenía cierto miedo de que se la considerase (sobre todo desde que usted tiene tanto trato con ella) como perteneciente a una clase social superior a la suya. Me gustó mucho todo lo que dijo. Nunca había oído hablar a nadie con más sentido común. Habla siempre de un modo muy atinado; es franco, no se anda por las ramas y no tiene nada de tonto. Me lo contó todo; su situación y sus proyectos, todo lo que se proponían hacer en caso de que él se casara. Es un joven excelente, buen hijo y buen her­mano. Yo no vacilé en aconsejarle que se casara. Me demostró que estaba en situación de poder hacerlo, y en este caso me convencí de que no podía hacer nada mejor. Le hice también elogios de su amada, y se fue de mi casa alegre y feliz. Suponiendo que antes no hubiera tenido en mucho mi opinión, a partir de entonces se hu­biera hecho de mí la idea más favorable; y me atrevería a decir que salió de mi casa considerándome como el mejor amigo y consejero que jamás tuvo hombre alguno. Eso ocurrió anteanoche. Ahora bien, como es fácil de suponer, no querrá dejar pasar mucho tiem­po antes de hablar con ella, y como parece ser que ayer no le habló, no es improbable que hoy se haya presentado en casa de la señora Goddard; y por lo tanto Harriet puede haberse visto retenida por una visita que le aseguro que no va a considerar pre­cisamente como fastidiosa.


-Perdone, señor Knightley -dijo Emma, que no había dejado de sonreír mientras él hablaba-, pero ¿cómo sabe usted que el señor Martin no le habló ayer?

-Cierto -replicó él, sorprendido-, la verdad es que no sé absolutamente nada de ello, pero lo he supuesto. ¿Es que ayer Ha­rriet no estuvo todo el día con usted?

-Verá -dijo ella-, en justa correspondencia a lo que usted me ha contado, yo voy a contarle a mi vez algo que usted no sabía. El señor Martin habló ayer con Harriet, es decir, le escribió, y fue rechazado.

Emma se vio obligada a repetirlo para que su interlocutor lo creyese; y al momento el señor Knightley se ruborizó de sorpresa y de contrariedad, diciendo:

-Entonces es que esta muchacha es mucho más boba de lo que yo creía. Pero ¿qué le ocurre a esa infeliz?

-¡Oh, ya me hago cargo! -exclamó Emma-. A un hombre siempre le resulta incomprensible que una mujer rechace una pro­posición de matrimonio. Un hombre siempre imagina que una mu­jer siempre está dispuesta a aceptar al primero que pida su mano.

-¡Ni muchísimo menos! A ningún hombre se le ocurre tal cosa. Pero ¿qué significa todo eso? ¡Harriet Smith rechazando a Robert Martin! ¡Si es verdad es una locura! Pero confío en que estará usted mal informada.

-Yo misma vi la contestación a su carta, no hay error posible.

-¿De modo que usted vio la contestación de Harriet? Y la es­cribió también, ¿no? Emma, esto es obra suya. Usted la conven­ció para que le rechazara.

-Y si lo hubiera hecho (lo cual, sin embargo, estoy muy lejos de reconocer), no creería haber hecho nada malo. El señor Martin es un joven muy honorable, pero no puedo admitir que se le consi­dere a la misma altura de Harriet; y la verdad es que más bien me asombra que se haya atrevido a dirigirse a ella. Por lo que usted cuenta parece haber tenido algunos escrúpulos. Y es una lástima que se desembarazara de ellos.

-¿Que no está a la misma altura de Harriet? -exclamó el señor Knightley, levantando la voz y acalorándose; y unos momentos des­pués añadió más calmado, pero con aspereza-: No, la verdad es que no está a su altura, porque él es muy superior en criterio y en posición social. Emma, usted está cegada por la pasión que siente por esa muchacha. ¿Es que Harriet Smith puede aspirar por su na­cimiento, por su inteligencia o por su educación a casarse con al­guien mejor que Robert Martin? Harriet es la hija natural de un desconocido que probablemente no tenía la menor posición, y sin duda ninguna relación más o menos respetable. No es más que una pensionista de una escuela pública. Es una muchacha que carece de sensibilidad y de toda instrucción. No le han enseñado nada útil, y es demasiado joven y demasiado obtusa como para haber aprendido algo por sí misma. A su edad no puede tener ninguna experiencia, y con sus cortas luces no es fácil que jamás llegue a tener una experiencia que le sirva para algo. Es agraciada y tiene buen carácter, eso es todo. El único escrúpulo que tuve para dar mi opinión favorable a esta boda fue por ella, porque creo que el señor Martin merece algo mejor, y no es muy buen partido para él. Por lo que se refiere a la cuestión económica, también me parece que él tiene todas las probabilidades de hacer un matrimo­nio mucho más ventajoso; y en cuanto a tener a su lado a una mujer comprensiva y sensata que le ayude, creo que no podía ha­ber elegido peor. Pero yo no podía razonar de ese modo con un enamorado, y me incliné a confiar en que no habiendo en ella nada fundamentalmente malo, poseía ciertas disposiciones que, en manos como las suyas, podían encauzarse bien con facilidad y dar excelen­tes resultados. En mi opinión, quien realmente salía beneficiada en este matrimonio era ella; y no tenía ni la menor duda (ni ahora la tengo) de que la opinión general sería la que Harriet había tenido mucha suerte. Incluso estaba seguro de que usted estaría satisfe­cha. Inmediatamente se me ocurrió pensar que no lamentaría usted separarse de su amiga viéndola tan bien casada. Recuerdo que me dije a mí mismo: «Incluso Emma, con toda su parcialidad por Harriet, convendrá en que hace una buena boda.»

-No puedo por menos de extrañarme de que conozca usted tan poco a Emma como para decir semejante cosa. ¡Por Dios! ¡Pen­sar que un granjero (porque, con todo su sentido común y todos sus méritos el señor Martin no es nada más que eso) podría ser un buen partido para mi amiga íntima! ¡Que no lamentaría el que se separara de mí para casarse con un hombre al que yo nunca podría admitir entre mis amistades! Me maravilla el que creyera usted posible el que yo pensara de este modo. Le aseguro que mi actitud no puede ser más distinta. Y debo confesarle que su plan­teamiento de la cuestión no me parece nada justo. Es usted dema­siado severo cuando habla de las posibles aspiraciones de Harriet. Otras personas estarían de acuerdo conmigo en ver el caso de un modo muy diferente; el señor Martin quizá sea el más rico de los dos, pero sin ninguna duda es inferior a ella en calidad social. Los ambientes en que ella se desenvuelve están muy por encima de los de este joven. Esta boda rebajaría a Harriet.


-Pero ¿le llama usted rebajarse a que una muchacha que tiene orígenes ilegítimos y que es una ignorante se case con un propieta­rio rural honorable e inteligente?

-En cuanto a las circunstancias de su nacimiento, aunque ante la ley podría considerársele como hija de nadie, ésta es una postura que para una persona con un poco de sentido común es inadmisi­ble. Ella no tiene por qué pagar las culpas de otros, como ocurre si la situamos en un nivel inferior al de las personas con las que ha sido educada. No cabe duda alguna de que su padre es un caballero... y un caballero de fortuna... La pensión que recibe es muy generosa; nunca se ha escatimado nada para mejorar su edu­cación o rodearse de más comodidades. Para mí, el que sea hija de un caballero es algo indudable. Que se trata con hijas de caba­lleros supongo que nadie puede negarlo. Por lo tanto su clase social es superior a la del señor Robert Martin.

-Sean quienes sean sus padres -dijo el señor Knightley-, sean quienes sean las personas que se han ocupado de ella hasta ahora, no hay nada que permita suponer que tenían la intención de intro­ducirla en lo que usted llamaría la buena sociedad. Después de haberle dado una educación muy mediana, la confiaron a la señora Goddard para que se las compusiera como pudiese... Es decir, para que viviera en el ambiente de la señora Goddard y se relacio­nara con las amistades de la señora Goddard. Evidentemente, sus amigos juzgaron que eso le bastaba; y en realidad le bastaba. Ella misma no deseaba nada mejor. Antes de que usted decidiese ha­cerla su amiga no se sentía desplazada en su ambiente, no ambi­cionaba nada más. El verano pasado con los Martins se sentía com­pletamente feliz. Entonces no se creía superior a ellos. Y si ahora cree esto es porque usted la ha hecho cambiar. No ha sido usted una buena amiga para Harriet Smith, Emma. Robert Martin nunca hubiera llegado tan lejos si no hubiera estado convencido de que ella no le miraba con indiferencia. Le conozco bien. Es demasiado realista para declararse a una mujer al azar de un afecto que no sabe correspondido. Y en cuanto a que sea vanidoso, es la última persona que conozco de la que pensaría tal cosa. Puede usted estar segura de que ella le alentó.

Para Emma era mejor no contestar directamente a esta afirma­ción; de modo que prefirió reanudar el hilo de su propio razona­miento.

-Es usted muy buen amigo del señor Martin; pero como ya dije antes es injusto con Harriet. Las aspiraciones de Harriet a casarse bien no son tan desdeñables como usted las presenta. No es una muchacha inteligente, pero tiene mejor juicio de lo que usted supone, y no merece que se hable tan a la ligera de sus do­tes intelectuales. Pero dejemos esa cuestión y supongamos que es tal como usted la describe, tan sólo una buena muchacha muy agra­ciada; permítame decirle que el grado en que posee estas cuali­dades no es una recomendación de poca importancia para la gran mayoría de la gente, porque la verdad es que es una muchacha muy atractiva, y así deben de considerarla el noventa y nueve por ciento de los que la conocen; y hasta que no se demuestre que los hom­bres en materia de belleza son mucho más filosóficos de lo que en general se supone; hasta que no se enamoren de los espíritus cul­tivados en vez de las caras bonitas, una muchacha con los atracti­vos que tiene Harriet está segura de ser admirada y pretendida, de poder elegir entre muchos como corresponde a su belleza. Ade­más, su buen carácter tampoco es una cualidad tan desdeñable, sobre todo, como ocurre en su caso, con un natural dulce y apacible, una gran modestia y la virtud de acomodarse muy fácilmente a otras personas. O mucho me equivoco o en general los hombres conside­rarían una belleza y un carácter como éstos como los mayores atractivos que puede poseer una mujer.

-Emma, le doy mi palabra de que sólo el oír cómo abusa usted del ingenio que Dios le ha dado, casi me basta para darle la ra­zón. Es mejor no tener inteligencia que emplearla mal como usted hace.

-¡Claro! exclamó ella en tono de chanza-. Ya sé que todos ustedes piensan igual acerca de eso. Ya sé que una muchacha como Harriet es exactamente lo que todos los hombres anhelan... la mu­jer que no sólo cautiva sus sentidos, sino que también satisface su inteligencia. ¡Oh! Harriet puede elegir a su capricho. Para usted mismo, si algún día pensara en casarse, ésta es la mujer ideal. Y a los diecisiete años, cuando apenas empieza a vivir, cuando apenas empieza a darse a conocer, ¿es de extrañar que no acepte la primera propuesta que se le haga? No... Déjela que tenga tiempo para conocer mejor el mundo que la rodea.

-Siempre pensé que esta amistad de ustedes dos no podía dar ningún buen resultado -dijo en seguida el señor Knightley-, aun­que me guardé la opinión; pero ahora me doy cuenta de que habrá sido de consecuencias muy funestas para Harriet. Usted hace que se envanezca con esas ideas sobre ' su belleza y sobre todo a lo que podría aspirar, y dentro de poco ninguna persona de las que le rodean le parecerá de suficiente categoría para ella. Cuando se tiene poco seso la vanidad llega a causar toda clase de desgra­cias. Nada más fácil para una damita como ella que poner dema­siado altas sus aspiraciones. Y quizá las propuestas de matrimonio no afluyan tan aprisa a la señorita Harriet Smith, aun siendo una muchacha muy linda. Los hombres de buen juicio, a pesar de lo que usted se empeña en decir, no se interesan por esposas bobas. Los hombres de buena familia se resistirán a unirse a una mujer de orígenes tan oscuros... y los más prudentes temerán las contra­riedades y las desdichas en que pueden verse envueltos cuando se descubra el misterio de su nacimiento. Que se case con Robert Mar­tin y tendrá para siempre una vida segura, respetable y dichosa; pero si usted la empuja a desear casarse más ventajosamente, y le enseña a no contentarse si no es con un hombre de gran posición y buena fortuna, quizá sea pensionista de la señora Goddard duran­te todo el resto de su vida... o por lo menos (porque Harriet Smith es una muchacha que terminará casándose con uno u otro) hasta que se desespere y se dé por satisfecha con pescar al hijo de algún viejo maestro de escuela.


-Señor Knightley, en esta cuestión nuestros puntos de vista son tan radicalmente distintos que no serviría de nada que siguiéramos discutiendo. Sólo conseguiríamos enfadarnos el uno con el otro. Pero en cuanto a que yo haga que se case con Robert Martin, es impo­sible; ella le ha rechazado, y tan categóricamente que creo que no deja lugar a que él insista más. Ahora tiene que atenerse a las malas consecuencias que pueda tener el haberle rechazado, sean las que sean; y por lo que se refiere a la negativa en sí, no es que yo pretenda decir que no haya podido influir un poco en ella; pero le aseguro que ni yo ni nadie podía hacer gran cosa en ese asunto. El aspecto del señor Martin le perjudica mucho, y sus modales son tan bastos que, si es que alguna vez estuvo dispuesta a prestarle atención, ahora no lo está. Comprendo que antes de que ella hu­biera conocido a nadie de más categoría pudiera tolerarle. Era el hermano de sus amigas, y él se desvivía para complacerla; y entre una cosa y otra, como ella no había visto nada mejor (circunstancia que fue el mejor aliado de él), mientras estuvo en Abbey-Mili no podía encontrarle desagradable. Pero ahora la situación ha cambiado. Ahora sabe lo que es un caballero; y sólo un caballero, por su educación y sus modales, cuenta con probabilidades de interesar a Harriet.

-¡Qué desatinos, en mi vida había oído cosa más descabellada! -exclamó el señor Knightley-. Robert Martin pone sentimiento, sinceridad y buen humor en su trato, todo lo cual lo hace muy atractivo. Y su espíritu es mucho más delicado de lo que Harriet Smith es capaz de comprender.  -

Emma no replicó y se esforzó por adoptar un aire de alegre des­preocupación, pero lo cierto es que se iba sintiendo cada vez más incómoda, y deseaba con toda su alma que su interlocutor se mar­chase.



No se arrepentía de lo que había hecho; seguía considerándo­se mejor capacitada para opinar sobre derechos y refinamientos de la mujer que él; pero, a pesar de todo, el respeto que siempre ha­bía tenido por las opiniones del señor Knightley le hacía sentirse molesta de que esta vez fueran tan contrarias a las suyas; y tenerle sentado delante de ella, lleno de indignación, le era muy desagra­dable. Pasaron varios minutos en un embarazoso silencio, que sólo rompió Emma en una ocasión intentando hablar del tiempo, pero él no contestó. Estaba reflexionando. Por fin manifestó sus pensa­mientos con estas palabras:

-Robert Martin no pierde gran cosa... ojalá se dé cuenta; y con­fío en que no tardará mucho tiempo en comprenderlo. Sólo usted sabe los planes que tiene respecto a Harriet; pero como no oculta usted a nadie sus aficiones casamenteras, es fácil adivinar lo que se propone y los planes y proyectos que tiene... y como amigo sólo quiero indicarle una cosa: que si su objetivo es Elton, creo que todo lo que haga será perder el tiempo.


Emma reía y negaba con la cabeza. Él prosiguió:

-Puede tener la seguridad de que Elton no le va a servir para sus planes. Elton es una persona excelente y un honorabilisimo vi­cario de Highbury, pero es muy poco probable que se arriesgue a hacer una boda imprudente. Sabe mejor que nadie lo que vale una buena renta. Elton puede hablar según sus sentimientos, pero obrará con la cabeza. Es tan consciente de cuáles pueden ser sus aspiraciones como usted puede serlo de las de Harriet. Sabe que es un joven de muy buen ver y que vaya donde vaya se le con­siderará como un gran partido; y por el modo en que habla cuando está en confianza y sólo hay hombres presentes, estoy convencido de que no tiene la intención de desaprovechar sus atractivos perso­nales. Le he oído hablar con gran interés de unas jóvenes que son íntimas amigas de sus hermanas y que cuentan cada una con veinte mil libras de renta.

-Le quedo muy agradecida -dijo Emma, volviendo a echarse a reír-. Si yo me hubiese empeñado en que el señor Elton se casara con Harriet me haría usted un gran favor al abrirme los ojos; pero por ahora sólo quiero guardar a Harriet para mí. La verdad es que ya estoy cansada de arreglar bodas. No voy a imaginarme que conseguiría igualar mis hazañas de Randalls. Prefiero abandonar en plena fama, antes de tener ningún fracaso.

-Que usted lo pase bien- dijo el señor Knightley levantándose bruscamente y saliendo de la estancia.

Se sentía muy enojado. Lamentaba la decepción que se había llevado su amigo, y le dolía que él al aprobar su proyecto fuera también un poco responsable de lo ocurrido; y la intervención que estaba convencido de que Emma había tenido en aquel asunto le irritaba extraordinariamente.

Emma quedó enojada también; pero los motivos de su enojo eran más confusos que los de él. No se sentía tan satisfecha de sí misma, tan absolutamente convencida de que tenía razón y de que su adversario se equivocaba, como era el caso del señor Knigh­tley.




Éste salió de la casa mucho más convencido que Emma de tener toda la razón. Pero la joven no quedó tan abatida como para que, al cabo de poco, el regreso de Harriet no le hiciera volver a estar segura de sí misma. La larga ausencia de Harriet empezaba a inquietarla. La posibilidad de que Robert Martin fuera a casa de la señora Goddard aquella mañana y se entrevistara con Harriet e intentara convencerla la alarmó. El horror a experimentar un fracaso terminó siendo el motivo principal de su desasosiego; y cuando apa­reció Harriet, y de muy buen humor, y sin que su larga ausencia se justificara por ninguna de aquellas razones, sintió tal satisfacción que la hizo reafirmarse en su parecer, y la convenció de que, a pesar de todo lo que pudiera pensar o decir el señor Knightley, no había hecho nada que la amistad y los sentimientos femeninos no pudieran justificar.

Se había asustado un poco con lo que había oído acerca del señor Elton; pero cuando reflexionó que el señor Knightley no podía ha­berle observado como ella lo había hecho, ni con el mismo interés que ella, ni tampoco (modestia aparte, debía reconocerlo, a pesar de las pretensiones del señor Knightley) con la aguda penetración de que ella era capaz en cuestiones como ésta, que él había hablado precipitadamente y movido por la cólera, se inclinaba a creer que lo que había dicho era más bien lo que el resentimiento le llevaba a desear que fuera verdad, más que lo que en realidad sabía. Sin duda alguna que había oído hablar al señor Elton con más con­fianza de lo que ella había podido oírle, y era muy posible que el señor Elton no fuese tan temerario y tan despreocupado en cuestio­nes de dinero; era posible que les prestase más atención que a otras; pero es que el señor Knightley no había concedido suficiente importancia a la influencia de una pasión avasalladora en pugna con todos los intereses de este mundo. El señor Knightley no veía tal pasión y en consecuencia no valoraba debidamente sus efectos; pero ella lo había visto con sus propios ojos y no podía poner en duda que vencería todas las vacilaciones que una razonable pruden­cia pudiera en un principio suscitar; y estaba muy segura de que el señor Elton en aquellos momentos no era tampoco un hombre demasiado calculador ni excesivamente prudente.

La animación y la alegría de Harriet le devolvieron la tranquili­dad: volvía no para pensar en el señor Martin sino para hablar del señor Elton. La señorita Nash le había estado contando algo que ella repitió inmediatamente muy complacida. El señor Perry había ido a casa de la señora Goddard para visitar a una niña enferma, y la señorita Nash le había visto y él había contado a la señorita Nash que el día anterior, cuando regresaba de Clayton Park, se había encontrado con el señor Elton, advirtiendo con gran sorpresa que éste se dirigía a Londres y que no pensaba volver hasta el día siguiente, por la mañana, a pesar de que aquella noche había la partida de whist, a la cual antes de entonces nunca había fal­tado; y el señor Perry se lo había reprochado, diciéndole que no era justo que se ausentara precisamente él, el mejor de los juga­dores, e intentó por todos los medios convencerle para que apla­zara su viaje para el día siguiente; pero no lo consiguió; el señor Elton había decidido partir, y dijo que le reclamaba un asunto por el que tenía un especialísimo interés y que no podía aplazar por ninguna causa; y añadió algo acerca de que le habían encargado una envidiable misión, y que era portador de algo extraordinariamente valioso. El señor Perry no acabó de entenderle muy bien, pero que­dó convencido de que debía haber alguna dama por en medio, y así se lo dijo; y el señor Elton se limitó a sonreír muy significati­vamente y se alejó de allí con su caballo, dando muestras de ha­llarse muy satisfecho. La señorita Nash le había contado a Harriet todo esto, y le había dicho otras muchas cosas sobre el señor El­ton; y dijo, mirándola con mucha intención, «que ella no preten­día saber de qué podía tratarse aquel asunto, pero que lo único que sabía era que cualquier mujer a la que el señor Elton eligiese se consideraría la más afortunada del mundo; pues, sin ninguna clase de dudas, el señor Elton no tenía rival ni por su apostura ni por la afabilidad de su trato.»

Continuará...


martes, 22 de mayo de 2012

EMMA Capítulo VII

CAPÍTULO VII


El mismo día de la partida del señor Elton para Londres ofre­ció a Emma una nueva ocasión de prestar un servicio a su ami­ga. Como de costumbre, Harriet había ido a Hartfield poco después de la hora del desayuno; y al cabo de un rato había vuelto a su casa para regresar a Hartfield a la hora de la cena. Regresó antes de lo que se había acordado, y con un aire de nerviosismo y de turba­ción que anunciaban que le había ocurrido algo extraordinario que estaba deseando contar. No tardó ni un minuto en decirlo todo. Apenas volvió a casa de la señora Goddard, le dijeron que una hora antes había estado allí el señor Martin, y que al no encontrarla en casa y que quizás iba a tardar todavía, había dejado un paquetito para ella de parte de una de sus hermanas y se había ido; y al abrir el paquete había encontrado, junto con las dos canciones que había prestado a Elizabeth para que las copiara, una carta para ella; y esta carta era de él -del señor Martin- y contenía una proposición de matrimonio en toda regla.

-¡Quién hubiera podido pensarlo! Quedé tan sorprendida que no sabía qué hacer. Sí, sí, toda una proposición de matrimonio; y una carta muy atenta, o al menos a mí me lo parece. Me escribe como si me amara muy de veras... pero yo no sé... y por eso he venido lo antes posible para preguntarte qué tengo que hacer...


Emma casi se avergonzó de su amiga al ver que parecía tan com­placida y tan dudosa.

-¡Vaya! -exclamó-. El joven está decidido a no dejarse perder nada por timidez. Por encima de todo quiere relacionarse bien.

-¿Quieres leer la carta? -preguntó Harriet-. Te lo ruego. Me gustaría tanto que la leyeras...

Emma no se hizo rogar mucho. Leyó la carta y quedó asombrada. La carta estaba mucho mejor redactada de lo que esperaba. No sólo no había ningún error gramatical, sino que su redacción no hubiera hecho desmerecer a ningún caballero; el lenguaje, aunque llano, era enérgico y sin artificiosidad, y la expresión de los sentimientos de­cía mucho en favor de quien la había escrito. Era breve, pero re­velaba buen sentido, un intenso afecto, liberalidad, corrección e in­cluso delicadeza de sentimientos. Se demoró leyéndola, mientras Harriet la miraba ansiosamente esperando su opinión, y murmu­rando:

-¡Vaya, vaya!

Hasta que por fin no pudo contenerse y añadió:

-Es una carta bonita ¿no? ¿O quizá te parece demasiado corta?

-Sí, la verdad es que es una carta muy bonita -replicó Emma con estudiada lentitud-, tan bonita, Harriet, que, teniendo en cuen­ta todas las circunstancias, creo que alguna de sus hermanas ha te­nido que ayudarle a escribirla. Apenas puedo concebir que el joven que vi el otro día hablando contigo se exprese tan bien sin ayuda de nadie, y sin embargo tampoco es el estilo de una mujer; no, desde luego es demasiado enérgico y conciso; no es suficientemente difuso para ser escrito por una mujer. Sin duda es un hombre de sensibilidad, y admito que pueda tener un talento natural para... Piensa de un modo enérgico y conciso... y cuando coge la pluma sabe encontrar las palabras adecuadas para expresar sus pensamien­tos. Eso les ocurre a ciertos hombres. Sí, ya me hago cargo de cómo es su manera de ser. Enérgico, decidido, no sin cierta sensi­bilidad, sin la menor grosería. Harriet -añadió devolviéndole la carta- está mejor escrita de lo que esperaba.


-Sí -dijo Harriet, que seguía aguardando algo más-. Sí... y... ¿qué tengo que hacer?

-¿Qué tienes que hacer? ¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a esta carta?

-Sí.

-Pero ¿cómo es posible que dudes? Desde luego tienes que contestarla... y además en seguida.

-Sí. Pero ¿qué le voy a decir? ¡Querida Emma, aconséjame!

-¡Oh, no, no! Es mucho mejor que la carta la escribas tú sola. Te expresarás con mucha más propiedad, estoy segura. No hay ningún peligro de-que no te hagas entender, y eso es lo más im­portante. Tienes que expresarte con toda claridad, sin vaguedades ni rodeos. Y estoy segura de que todas esas frases de gratitud, y de sentimiento por el dolor que le causas, y que exige la urbani­dad, se te ocurrirán a ti misma. No necesitas que nadie te aconseje para escribirle lamentando la decepción que le causas.

-Entonces tú crees que tengo que rechazarle -dijo Harriet, bajando los ojos.

-¿Que si tienes que rechazarle? ¡Querida Harriet!, ¿qué quieres decir con eso? ¿Es que tienes alguna duda? Yo creía... pero, en fin, te pido mil perdones porque tal vez estaba equivocada. Desde lue­go, si dudas acerca de lo que tienes que contestar es que yo te había comprendido mal. Yo me imaginaba que sólo me consultabas sobre la manera de redactar la contestación.

Harriet callaba. Emma, adoptando una actitud más reservada, pro­siguió:

-Según veo piensas darle una contestación favorable.

-No, no es eso; quiero decir, yo no quiero... ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué me aconsejas que haga? Por favor, Emma querida, dime qué es lo que debo hacer...

-Harriet, yo no puedo darte ningún consejo. No tengo nada que ver con eso. Ésta es una cuestión que debes decidir tú sola, según tus sentimientos.

-Yo no tenía ni la menor idea de que le atrajese tanto -dijo Harriet, contemplando la carta.

Por unos momentos Emma siguió guardando silencio; pero em­pezó a comprender que el halago seductor de aquella carta podía llegar a ser demasiado poderoso, y pensó que era preferible inter­venir:

-Harriet, para mí hay una norma general que es la siguiente: si una mujer duda si debe aceptar o no a un hombre, lo evidente es que debería rechazarle. Si puede llegar a dudar de decir «Sí», de­bería decir «No», sin pensárselo más. El matrimonio no es un estado en el que se pueda entrar tranquilamente con sentimientos vacilan­tes, sin tener una plena seguridad. Creo que es mi deber como ami­ga tuya, y también por tener algunos años más que tú, el decirte todo esto. Pero no creas que quiero influir en tu decisión.


-¡Oh, no! Estoy tan segura de que me quieres demasiado para... Pero, sólo si pudieras aconsejarme qué es lo mejor que podría ha­cer... No, no, no quiero decir eso... Como tú dices, debería estar completamente segura... No se puede vacilar en estas cosas... Es algo demasiado serio... Quizá será más seguro decir que no; ¿crees que hago mejor diciendo que no?

-Por nada del mundo -dijo Emma sonriendo graciosamente-- ­te aconsejaría que tomaras una u otra decisión. Tienes que ser tú el mejor juez de tu propia felicidad. Si prefieres al señor Martin más que a cualquier otra persona; si te parece el hombre más agradable de todos los que has tratado, ¿por qué dudas? Te ruborizas, Harriet. ¿Es que en este momento piensas en algún otro a quien conven­dría mejor esta definición? Harriet, Harriet, no te engañes a ti misma; no te dejes llevar por la gratitud y la compasión. ¿En quién piensas en este momento?

Los indicios eran favorables... En vez de contestar, Harriet volvió la cabeza llena de turbación, y se quedó pensativa; y aunque seguía aún con la carta en la mano, la iba arrollando ma­quinalmente, sin mirarla. Emma esperaba el resultado con impa­ciencia, pero no sin grandes esperanzas. Por fin, con voz vacilante, Harriet dijo:

-Emma, ya que no quieres darme tu opinión, procuraré expresar la mía lo mejor que sepa; estoy totalmente decidida, y la verdad es que ya casi me he hecho a la idea... de rechazar al señor Martin. ¿Crees que hago bien?

-Haces muy bien, querida Harriet, te aseguro que haces muy bien; haces lo que debes. Mientras estabas vacilando, yo me reser­vaba mis sentimientos, pero ahora que te veo tan decidida, no tengo ningún inconveniente en aprobar tu actitud. Querida Harriet, no sa­bes cuánto me alegro. Me hubiera apenado mucho perder tu amis­tad y dejar de tratarte, y ésta hubiera sido la consecuencia de que te casaras con el señor Martin. Mientras te hubiera visto dudosa, aunque hubiera sido en lo más mínimo, no te hubiera dicho nada acerca de esta cuestión, porque no quería influirte; pero para mí hubiera significado perder a una amiga. Yo no hubiera podido visi­tar a la señora de Robert Martin en Abbey-Mill Farm. Ahora ya estoy segura de no perderte nunca.

A Harriet no se le había ocurrido pensar en aquel peligro, pero entonces la sola idea la dejó muy impresionada.

-¿Que no hubieras podido visitarme? -exclamó horrorizada-. No, desde luego no hubieras podido; pero nunca se me había ocurri­do pensar en eso antes de ahora. Hubiera sido demasiado horrible. ¿Y eso iba a ser la solución de mi vida? Querida Emma, por nada del mundo renunciaría al placer y al honor de tu amistad.

-Sí, Harriet, para mí hubiera sido un golpe terrible perderte; pero hubiera tenido que ser así; tú misma te habrías apartado de toda la buena sociedad. Yo hubiera tenido que renunciar a ti.

-¡Querida! ¿Cómo hubiese podido soportarlo? ¡Sería mi muer­te el no volver nunca más a Hartfield!


-¡Pobre criatura, tan cariñosa! ¡Tú, desterrada en Abbey-Mill Farm! ¡Condenada durante toda tu vida a no tratar más que a gen­te vulgar y sin cultura! Me pregunto cómo ese joven ha tenido la osadía de proponerte tal cosa. Debe tener lo que se dice muy bue­na opinión de sí mismo.

-Tampoco creo que sea un engreído -dijo Harriet, cuya con­ciencia se oponía a esta censura-; sea como sea, es una persona de intenciones rectas, y yo siempre le estaré muy agradecida y pen­saré de él con afecto... Pero esto es una cosa, y casarse con él... Y además, aunque yo pueda atraerle, eso no quiere decir que yo vaya a... y desde luego tengo que confesar que desde que vengo aquí he conocido a personas... y si me pongo a hacer comparaciones, me refiero a la apostura y al trato, pues desde luego no hay compa­ración posible... aquí he conocido a caballeros tan atractivos y de trato tan agradable... Sin embargo, la verdad es que considero al señor Martin como un joven amabilísimo, y tengo muy buena opi­nión de él; y el que se muestre tan atraído por mí y el que me escriba una carta como ésta... Pero yo no me separaría de ti por nada del mundo.

-Gracias, muchas gracias, querida amiga; ¡eres tan cariñosa! No nos separaremos. Una mujer no tiene por qué casarse con un hom­bre sólo porque él se lo pida, o porque le haya inspirado un afec­to, o porque él sea capaz de escribir una carta aceptable.

-¡Oh, no! Y además es una carta demasiado corta...

Emma se daba cuenta del mal sabor de boca que le había quedado a su amiga, pero quiso pasarlo por alto y siguió:

-Desde luego; y de poco consuelo te iba a servir el saber que tu marido sabe escribir bien una carta cuando puede estar poniéndote en ridículo cada momento del día, con la ordinariez de sus modales.

-¡Oh, sí! Tienes mucha razón. ¿Qué importa una carta? Lo que importa es gozar siempre de la compañía de personas agradables. Estoy totalmente decidida a rechazarle. Pero ¿cómo voy a hacerlo? ¿Qué voy a decirle?

Emma le aseguró que no había ninguna dificultad en contestar, y le aconsejó que le escribiera inmediatamente, a lo cual la mucha­cha accedió con la esperanza de contar con la ayuda de su amiga; y aunque Emma seguía afirmando que no necesitaba ninguna clase de ayuda, lo cierto fue que colaboró en la redacción de todas y cada una de las frases de la carta. Al releer la del señor Martin para contestarla Harriet se sintió más propensa a ablandarse, tanto que fue preciso que Emma robusteciera su decisión con unas pocas pero decisivas frases; Harriet estaba tan preocupada por la idea de hacerle desdichado, y pensaba tanto en lo que iban a pensar y decir su madre y sus hermanas, y tenía tanto miedo de que la considerasen como una ingrata, que Emma no pudo por menos de convencerse de que si el joven hubiese acertado a pasar por allí en aquel momento, a pesar de todo hubiese sido aceptado.

Sin embargo la carta fue escrita, sellada y enviada. La cuestión estaba zanjada y Harriet a salvo. Durante toda la noche la muchacha estuvo más bien deprimida, pero Emma escuchó con paciencia sus tiernas lamentaciones, y de vez en cuando intentaba levantarle el ánimo hablándole del afecto que ella le profesaba, y, a veces tam­bién, reavivando el recuerdo del señor Elton.

-Nunca más volverán a invitarme a Abbey-Mill -dijo Harriet en un tono más bien lastimero.

-Y si te invitaran, Harriet, yo nunca sabría separarme de ti. Eres demasiado necesaria en Hartfield para que te deje perder el tiempo en Abbey-Mill.

-Y estoy segura de que nunca tendré deseos de ir allí; porque el único sitio donde yo soy feliz es en Hartfield. Y al cabo de un rato, Harriet prosiguió:

-Estoy pensando que la señora Goddard se quedaría sorprendi­dísima si supiera todo lo que ha pasado. Y estoy segura de que la señorita Nash también... Porque la señorita Nash cree que su her­mana ha hecho una gran boda, y eso que sólo se ha casado con un pañero.

-Sería penoso ver que una maestra de escuela tiene más orgullo o unos gustos más refinados. Me atrevería a decir que la señorita Nash te envidiaría una oportunidad como ésta para casarse. Incluso esta conquista sería de gran valor a sus ojos. En cuanto a algo que para ti fuera más valioso, supongo que ella no es capaz ni de imaginárselo. Dudo que las atenciones de cierta persona sean aún motivo de chismes en Highbury. Hasta ahora me imagino que tú y yo somos las únicas para quienes sus miradas y su proceder han sido suficientemente explícitos.

Harriet se ruborizó, sonrió y dijo algo acerca de su extrañeza de que hubiera quien pudiese interesarse tanto por ella. Evidentemente, le halagaba pensar en el señor Elton; pero al cabo de un rato volvía a conmoverse pensando en la negativa que había dado al señor Martin.

-A estas horas ya habrá recibido mi carta -dijo quedamente­-. Me gustaría saber qué están haciendo todos... si lo saben sus hermanas... si él se siente desdichado los demás lo serán también. Confío en que esto no le afecte mucho.

-Pensemos en nuestros amigos ausentes que viven horas más fe­lices -exclamó Emma-. En estos momentos quizás el señor Elton está enseñando tu retrato a su madre y a sus hermanas, y les está contando hasta qué punto es más hermoso el original, y después de habérselo hecho rogar cinco o seis veces consentirá en revelarles tu nombre, tu nombre tan querido para él.

-¡Mi retrato! Pero ¿no lo ha dejado en Bond Street?

-¡Es posible! Si lo ha hecho así es que yo no conozco al señor Elton. No, mi querida y modesta Harriet, puedes estar segura de que no llevará el retrato a Bond Street hasta un momento antes de montar a caballo para volver hacia aquí mañana. Durante toda esta noche será su compañero, su consuelo, su deleite. Le servirá para mostrar sus intenciones a su familia, para que te conozcan, para di­fundir entre los que le rodean los más gratos sentimientos de la naturaleza humana, la viva curiosidad y la calidez de una predispo­sición favorable. ¡Qué alegres, qué animados deben de estar! ¡Cómo deben de rebosar de fantasías las imaginaciones de todos ellos!

Harriet volvió a sonreír, y sus sonrisas se fueron acentuando.

Continuará...




jueves, 10 de mayo de 2012

EMMA Capítulo VI

CAPÍTULO VI
Emma no tenía la menor duda de que había encauzado bien la imaginación de Harriet, y de que había hecho que su instinto juvenil de vanidad se orientase hacia el buen camino, ya que adver­tía que la muchacha era mucho más sensible que antes al hecho de que el señor Elton fuese un hombre considerablemente atractivo y de maneras muy agradables; y como no desaprovechaba ninguna oportunidad para hacer que Harriet se convenciese de la admiración que él sentía por ella, presentándoselo de un modo sugestivo, Emma no tardó en estar segura de haber suscitado en la muchacha tanto interés como era posible; por otra parte estaba plenamente convencida de que el señor Elton estaba a punto de enamorarse, si es que ya no estaba enamorado. Emma no dudaba de los sentimientos del jo­ven. Le hablaba de Harriet y la elogiaba con tanto entusiasmo que Emma no podía por menos de pensar que sólo con que pasase algún tiempo más todo iba a ser perfecto. El que él se diera cuenta de los sorprendentes progresos que había hecho Harriet en sus maneras desde que frecuentaba Hartfield, era una de las más gratas pruebas de su creciente interés.
-Usted ha dado a la señorita Smith todo lo que ella necesitaba -decía el joven-; le ha dado gracia y naturalidad. Cuando empe­zaron a tratarse ya era una muchacha muy bella, pero en mi opi­nión los atractivos que usted le ha proporcionado son infinitamente superiores a los que ha recibido de la naturaleza.
-Me alegra saber que usted cree que le he podido ser útil; pero Harriet sólo necesitaba un poco de orientación, recibir unas escasas, muy escasas, indicaciones. Tenía el don natural de la dulzura de carácter y de la naturalidad. Yo he hecho muy poco.
-Si fuera posible contradecir a una dama... -dijo el señor Elton, galantemente.
-Yo quizá le he dado un poco más de decisión, tal vez le he hecho pensar en cosas que antes nunca se le habían ocurrido.
-Exactamente, eso es; eso es lo que más me asombra. La deci­sión que ha adquirido. ¡Ha tenido un magnífico maestro!
-Y yo una buena alumna, a quien le aseguro que ha sido grato enseñar; nunca había conocido a alguien con mayores disposicio­nes, con más docilidad.
-No lo dudo.
Y estas palabras fueron pronunciadas con una especie de viveza anhelante, que parecía ya la de un enamorado. Otro día no quedó Emma menos complacida al ver cómo secundó el joven su repentino deseo de pintar un retrato de Harriet.
-Harriet, ¿nunca te han hecho un retrato? -dijo-; ¿nunca has posado para un pintor?
En aquel momento Harriet se disponía a salir de la estancia, y sólo se detuvo para decir con una candidez un tanto afectada:
-¡Oh, querida! No, nunca.
Apenas hubo salido, Emma exclamó:
-¡Sería precioso un buen retrato suyo! Yo lo pagaría a cual­quier precio. Casi me dan ganas de pintarlo yo misma. Supongo que usted lo ignoraba, pero hace dos o tres años tuve una gran afición por la pintura, y probé a hacer el retrato de varios de mis amigos, y en general me dijeron que no lo hacía mal del todo. Pero por una u otra razón, me cansé y lo dejé correr. Pero claro está que podría probar otra vez si Harriet quisiera posar para mí. ¡Sería maravilloso tener un retrato suyo!
-Permítame que le anime a hacerlo -exclamó el señor El­ton-, sería precioso. Permítame que le anime, señorita Woodhouse, a ejercer sus excelentes dotes artísticas en beneficio de su amiga. Yo he visto sus dibujos. ¿Cómo podía suponer que ignoraba que fuese usted una artista? ¿No hay en este salón abundantes mues­tras de sus pinturas de paisajes y flores?; ¿no tiene la señora Wes­ton en su salón de Randalls unos inimitables dibujos que son obra suya?
«Sí, hombre de Dios -pensó Emma-, pero todo eso ¿qué tiene que ver con saber reproducir el parecido de una cara? Sabes muy poco de dibujo. No te quedes en éxtasis pensando en los míos. Guárdate los éxtasis para cuando estés delante de Harriet.»
-Verá usted, señor Elton -dijo en voz alta-, si me anima usted de un modo tan amable, creo que trataré de hacer lo que pueda. Las facciones de Harriet son muy delicadas, y por eso son más difíciles de reproducir en un retrato; y tiene rasgos muy pecu­liares, como la forma de los ojos o el trazado de la boca, que es preciso reproducir exactamente.
-Usted lo ha dicho... La forma de los ojos y el trazado de la boca. Yo no dudo de que usted lo conseguirá. Por favor, inténtelo. Estoy seguro de que tal como usted lo haga será, para usar su pro­pia expresión, algo precioso.
-Pero yo temo, señor Elton, que Harriet no quiera posar. Con­cede tan poco valor a su belleza. ¿Ha visto usted la manera en que me ha contestado? ¿Qué otra cosa quería decir si no: «Para qué hacer un retrato mío?»
-¡Oh, sí! Le aseguro que ya me he fijado. No me ha pasado por alto. Pero no dudo de que podremos convencerla.
Harriet no tardó en regresar, y casi inmediatamente se le hizo la proposición; y sus reparos no pudieron resistir mucho ante la insistencia de ambos. Emma quiso ponerse manos a la obra sin más demora, y por lo tanto fue a buscar la carpeta en donde guardaba sus bocetos, ya que ninguno de ellos estaba terminado, a fin de que entre todos decidieran cuál podía ser la mejor medida para el re­trato. Les mostró sus numerosos bocetos. Miniaturas, retratos de medio cuerpo, de cuerpo entero, dibujos a lápiz y al carbón, acua­relas, todo lo que había ido ensayando. Emma siempre había que­rido hacerlo todo, y había sido en el dibujo y en la música donde sus progresos habían sido mayores, sobre todo teniendo en cuenta la escasa disciplina en el trabajo a la que se había sometido. To­caba algún instrumento y cantaba; y dibujaba en casi todos los es­tilos; pero siempre le había faltado perseverancia; y en nada había alcanzado el grado de perfección que ella hubiese querido poseer, ya que no admitía errores. No se hacía muchas ilusiones acerca de sus habilidades musicales o pictóricas, pero no le disgustaba des­lumbrar a los demás, y no le importaba saber que tenía tina fama a menudo mayor que la que merecían sus méritos.
Todos los dibujos tenían su mérito; y quizá los mejores eran los menos acabados; su estilo estaba lleno de vida; pero tanto si hubiera tenido mucho menos, como si hubiese tenido diez veces más, la complacencia y la admiración de sus dos amigos hubiera sido la misma. Ambos estaban extasiados. El parecido gusta a todo el mundo, y en este aspecto los aciertos de la señorita Woodhouse eran muy notables.
 
 
-No verá usted mucha variedad de caras -dijo Emma-. No disponía de otros modelos que los de mi familia. Aquí está mi padre (otra de mi padre), pero la idea de posar para este cuadro le puso tan nervioso que tuve que dibujarle cuando él no se daba cuenta; por eso en ninguno de estos esbozos le saqué mucho pare­cido. Otra vez la señora Weston, y otra y otra, ya ve. ¡Ay, mi querida señora Weston! Siempre mi mejor amiga en todas las ocasio­nes. Siempre que se lo pedía estaba dispuesta a posar. Esta es mi hermana; y la verdad es que recuerda mucho su silueta fina y ele­gante; y las facciones son bastante parecidas. Hubiera podido ha­cerle un buen retrato si hubiera posado más tiempo, pero tenía tanta prisa para que dibujara a sus cuatro pequeños que no había modo de que se estuviera quieta. Y aquí está todo lo que conseguí con tres de sus cuatro hijos; éste es Henry, éste es John y ésta es Bella, los tres en la misma hoja, y apenas se distinguen el uno del otro. Su madre puso tanto interés en que los dibujara que no pude ne­garme; pero ya sabe usted que no es posible lograr que niños de tres o cuatro años se estén quietos; y tampoco es muy fácil sacar­les parecido, aparte de un vago aire personal y de la construcción de la cabeza, a no ser que tengan las facciones más- acusadas de lo que es normal en una criatura; éste es el esbozo que hice del cuar­to, que aún estaba en pañales. Lo dibujé mientras dormía en el sofá, y le aseguro .que esta cabecita sonrosada se parece a la suya todo lo que puede desearse. Tenía la cabeza inclinada de un modo muy gracioso. Se le parece mucho. Estoy bastante orgullosa de mi pequeño George. El rincón del sofá está muy bien. Y aquí está mi último dibujo (y desenvolvió un esbozo muy bonito, de pequeño tamaño, que representaba a un hombre de cuerpo entero), el último y el mejor: mi cuñado, el señor John Knightley. Me faltaba muy poco para terminarlo cuando lo arrinconé en un momento de mal humor y me prometí a mí misma que no volvería a hacer más re­tratos. No puedo soportar que me provoquen; porque después de todos mis esfuerzos, y cuando había conseguido hacer un retrato lo que se dice muy bueno (la señora Weston y yo estuvimos total­mente de acuerdo en que se le parecía muchísimo), sólo que quizá demasiado favorecido, demasiado halagador, pero eso era un defecto muy disculpable, después de esto, llega Isabella y su opinión fue como un jarro de agua fría: «Sí, se le parece un poco; pero, desde luego, no le has sacado muy favorecido.» Y además nos costó mu­chísimo convencerle para que posara; como si nos hiciera un gran favor; y todo en conjunto era más de lo que yo podía resistir; de modo que no pienso terminarlo, y así se ahorrarán excusarse ante sus visitas de que el retrato no se le parezca; y como ya he dicho entonces me juré que nunca más volvería a dibujar a nadie. Pero siendo por Harriet, o mejor dicho, por mí misma, pues ahora no va a intervenir ningún matrimonio en el asunto, estoy decidida a romper mi promesa.
El señor Elton parecía lo que se dice muy emocionado y com­placido con la idea, y repetía:
-Cierto, por el momento no va a intervenir ningún matrimonio, como usted dice. Tiene usted mucha razón. Ningún matrimonio.
E insistía tanto en ello que Emma empezó a pensar si no sería mejor dejarles solos. Pero como Harriet quería que le hicieran el re­trato, decidió que la declaración podía esperar.
Emma no tardó en concretar las medidas y la modalidad del re­trato. Debía ser un retrato de cuerpo entero, a la acuarela, como el del señor John Knightley, y estaba destinado, si es que complacía a la artista, a ocupar un lugar de honor sobre la chimenea.
Empezó la sesión; y Harriet sonriendo y ruborizándose, y te­merosa de no saber adoptar la posición más conveniente, ofrecía a la escrutadora mirada de la artista, una encantadora mezcla de ex­presiones juveniles. Pero no podía hacerse nada con el señor Elton, que no paraba ni un momento, y que detrás de Emma seguía con atención cada pincelada. Ella le autorizó a ponerse donde pudiera verlo todo a plena satisfacción sin molestar; pero terminó viéndose obligada a poner fin a todo aquello y a pedirle que se pusiera en otro sitio. Entonces se le ocurrió que podía hacerle leer.
-Si fuera usted tan amable de leernos algo, se lo agradecería­mos mucho. Haría más fácil mi trabajo y distraería a la señorita Smith.

El señor Elton no deseaba otra cosa. Harriet escuchaba y Emma dibujaba en paz. Tuvo que permitir al joven que se levantara con frecuencia para mirar; era lo mínimo que podía pedírsele a un ena­morado; y a la menor interrupción del trabajo del lápiz, se levan­taba para acercarse a ver los progresos de la obra y quedar mara­villado. No había modo de que se contrariara con un crítico tan poco exigente, ya que su admiración le hacía advertir parecidos casi antes de que fuera posible apreciarlos. Emma no hacía mucho caso de su opinión, pero su amor y su buena voluntad eran indiscutibles.
En conjunto la sesión resultó muy satisfactoria; los esbozos del primer día la dejaron lo suficientemente satisfecha como para desear seguir adelante. El parecido era evidente, había estado acertada en la elección de la postura, y como pensaba hacer unos pequeños re­toques en el cuerpo, para darle un poco más de altura y hacerlo considerablemente más esbelto y elegante, tenía una gran confianza en que terminaría siendo, en todos los aspectos, un magnífico dibu­jo, que iba a ocupar con honor para ambas el lugar al que estaba destinado; un recuerdo perenne de la belleza de una, de la habili­dad de la otra, y de la amistad de las dos; sin hablar de otras mu­chas gratas sugerencias, que el tan prometedor afecto del señor Elton era probable que añadiese.
Harriet tenía que volver a posar al día siguiente; y el señor Elton, como era de esperar, pidió permiso para asistir a la sesión y servirles de nuevo de lector.
-Con mucho gusto. Estaremos más que encantadas de que for­me usted parte de nuestro grupo.
Al día siguiente hubo los mismos cumplidos y cortesías, el mismo éxito y la misma satisfacción, y todo ello unido a los rápidos y afor­tunados progresos que hacía el dibujo. Todo el mundo que lo veía quedaba complacido, pero el señor Elton estaba en un éxtasis con­tinuo y lo defendía contra toda crítica.
-La señorita Woodhouse ha dotado a su amiga de las únicas perfecciones que le faltaban -comentaba con él la señora Weston sin tener la menor sospecha de que estaba hablando a un enamo­rado-. La expresión de los ojos es admirable, pero la señorita Smith no tiene esas cejas ni esas pestañas. Precisamente no tenerlas es el defecto de su cara.
-¿Usted cree? -replicó él-. Lamento no estar de acuerdo con usted. A mí me parece que hay un parecido perfecto en todos los rasgos. En mi vida he visto un parecido semejante. Hay que tener en cuenta los efectos de sombra, sabe usted.
-La ha pintado demasiado alta, Emma dijo el señor Knightley.
Emma sabía que esto era cierto, pero no estaba dispuesta a re­conocerlo, y el señor Elton intervino acaloradamente.
-¡Oh, no! Claro está que no es demasiado alta, ni muchísimo menos. Tenga usted en cuenta que está sentada... lo cual natural­mente significa una perspectiva distinta... y la reducción da exac­tamente la idea... y piense que tienen que mantenerse las propor­ciones. Las proporciones, el escorzo... ¡Oh, no! Da exactamente la idea de la estatura de la señorita Smith. Desde luego, exactamente su estatura...
-Es muy bonito -dijo el señor Woodhouse-; está muy bien hecho. Igual que todos tus dibujos, querida. No conozco a nadie que dibuje tan bien como tú. Lo único que no me acaba de gustar es que la señorita Smith simule estar al aire libre y sólo lleva un pequeño chal sobre los hombros... y da la impresión de que tenga que resfriarse.

-Pero papá querido, se supone que es en verano; un día ca­luroso de verano. Mira él árbol.
-Sí, querida, pero siempre es expuesto permanecer así al aire libre.
-Puede usted pensar lo que quiera -exclamó el señor Elton-, pero yo debo confesar que me parece una idea acertadísima el si­tuar a la señorita Smith al aire libre; ¡y el árbol está tratado con una gracia inimitable! Cualquier otra ambientación hubiera tenido mucho menos carácter. La ingenuidad de la postura de la señorita Smith... ¡En fin, todo! ¡Oh, es algo más que admirable! No puedo apartar los ojos del dibujo. Nunca había visto un parecido tan asom­broso.
Y lo inmediato fue pensar en enmarcar el cuadro; y aquí sur­gieron algunas dificultades. Alguien tenía que cuidarse de ello; y debía hacerse en Londres; el encargo tenía que confiarse a una per­sona inteligente de cuyo buen gusto se pudiera estar seguro; y no podía pensarse en Isabella, que era quien solía ocuparse de estas cosas, ya que estaban en diciembre, y el señor Woodhouse no po­día soportar la idea de hacerla salir de casa con la niebla de di­ciembre. Pero todo fue enterarse el señor Elton del conflicto y que­dar éste resuelto. Su galantería estaba siempre alerta.
-Si se me confiara este encargo, ¡con qué infinito placer lo cum­pliría! En cualquier momento estoy dispuesto a ensillar el caballo e ir a Londres. Me sería imposible describir la satisfacción que me causaría ocuparme de este encargo.
 
 
«¡Es demasiada amabilidad por su parte!», «¡Ni pensar en darle tantas molestias!», «¡Por nada del mundo consentiría en darle un encargo tan incómodo!»... Cumplidos que suscitaron la esperada re­petición de nuevas insistencias y frases amables, y en pocos minutos se acordó que así se haría.
El señor Elton llevaría el cuadro a Londres, elegiría el marco y se encargaría de todo lo necesario; y Emma pensó que podía arro­llar la tela de modo que pudiese llevarla sin peligro y sin que oca­sionase demasiadas molestias al joven, mientras que éste parecía temeroso de que tales molestias fueran demasiado pequeñas.
-¡Qué precioso depósito! erijo suspirando tiernamente cuando le entregaron el cuadro.
--Casi es demasiado galante para estar enamorado -pensó Emma.­ --Por lo menos eso es lo que me parece, pero supongo que debe de haber muchas maneras distintas de estar enamorado. Es un joven excelente, y eso es lo que le conviene a Harriet; «exacta­mente, eso es», como él dice siempre; pero da unos suspiros, se enternece de una manera y gasta unos cumplidos tan exagerados que es más de lo que yo podría soportar en un hombre. A mí me toca una buena parte de los cumplidos, pero en segundo plano; es su gratitud por lo que hago por Harriet.
Continuará...