miércoles, 18 de mayo de 2011

Con una sonrisa. SÓLO QUEDAN ESTAS TRES Capítulo VII



Queridos amigos,

Ésta ha sido una entrada programada para el 18 de mayo, me habría gustado escribirla en tiempo real, pero si están leyendo ésto ahora, es porque la bendita cosa funciona, o porque ya no me encuentro en condiciones de estar aquí. Ignoro si vuelva a postear más adelante, mi salud tanto física y emocional  no me permiten adelantarme a un futuro. Escogí un día como éste porque significó para mí cosas muy diferentes una de la otra: La vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el hola y el adiós. Incluso esa fotografía ortodoxa, breve y circunstancial, fué tomada un día 18 de agosto en el 2007, algo que sí fué una coincidencia al momento de encontrarla en el baúl de la memoria mientras guardaba recuerdos que nunca más volvería a abrir, y aunque me ví al espejo y quise sonreir de la misma manera, créanme lo que les digo, por el vano intento, el rostro llegó a doler. 

Ahora bien, puedo decir que una de las virtudes dentro de las pocas que tengo o que se puedan ver a simple vista, es que siempre, siempre cumplo lo que prometo, siempre doy lo que ofrezco, o doy lo que tengo, y si no lo tengo, pues lo consigo. Les prometí la trilogía completa y es lo que han de tener. Al momento de programar esta entrada, también programé el resto de la novela para que puedan disfrutarla hasta el final, como fué mi intención desde el inicio de este sueño bloggero.  
No cierro el blog porque se merecen todo mi respeto, y porque alguna vez me dijeron que el azul les gustaba tanto como a mí, junto con la música, aquella música que me hizo tan feliz en su momento, y que de alguna manera _quiero creer_ que les resultó...relajante, y les hizo soñar, tanto como a mí.

Quédense aquí para siempre, leyendo y soñando, este salón es vuestro. Este blog nació por ustedes, creció con ustedes y queda para ustedes. Dejo todo tal y como está, no me llevo nada, sólo el inmenso cariño que recibí en estos casi dos años. La amistad es lo que valoro por encima de todo, y me duele tener que alejarme de esa manera. Se puede perder todo, incluso el amor, pero duele en el alma perder la amistad, es un dolor que destroza el alma, y no lo había experimentado si no hasta ahora; cuando pierdes a un Amigo el alma queda completamente vacía... Por eso me despido como tiene que ser, con una sonrisa aunque sólo sea la de la fotografía.

Agradezco a todos los que alguna vez pasaron por aquí, a los amigos antiguos, los de siempre, a los que conocí y también a los que perdí.
Sé que en el fondo me gustaría decir que volveré, pero ahora ni de eso estoy segura. Si regreso, a la vista estará, con alguna entrada arrebatada,  y escrita desde lo más profundo de mi corazón. Algo que me identifique, y porqué no decirlo también...dispuesta a todo, con ganas de vivir, con una vida por delante. Una vida corta o larga, pero una vida al fin y al cabo. 
Un beso sincero y hasta siempre.

(un día, a principios de mayo, 2011)


Nunca se aparten de ti la misericordia y la verdad;
átalas a tu cuello, escríbelas en la tabla de tu corazón;
y hallarás gracia y buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres.
                                                                                
Proverbios 3,3.


No intentes mal contra tu prójimo que habita confiado en ti.
No tengas pleito con nadie sin razón, si no te han hecho agravio.
Porque Jehová abomina al perverso, más su comunión íntima es con el justo.
Y su maldición estará en casa del impío, mas bendecirá la morada de los justos.

Proverbios 3,29




SÓLO QUEDAN ESTAS TRES

CAPÍTULO VII
                                                                        
Un actor mediocre


—Le aseguro que estaré perfectamente bien. —Darcy miró más allá de la cara larga de su ayuda de cámara, para hacerle un gesto de asentimiento al criado que había aparecido en la puerta de la posada para indicarle que su caballo estaba preparado—. Sólo me adelantaré unas horas, un día a lo sumo.
—Sí, señor —respondió Fletcher, dejando escapar un suspiro casi inaudible. El calor de agosto no había ayudado a que el viaje desde Londres fuera más soportable, pero el hecho de que el nuevo ayuda de cámara del señor Hurst viajara también en la diligencia de la servidumbre había alterado a todos los criados de Darcy, en especial a Fletcher.



—¡Un caradura y un hipócrita! —había llamado Fletcher al ayuda de cámara de Hurst, mientras atendía a Darcy en su primera noche después de dejar la ciudad, y sus informes se fueron volviendo peores a medida que transcurría el viaje. El caballero no dejaba de experimentar un sentimiento de solidaridad con las quejas de su ayuda de cámara, porque la compañía de la señorita Bingley también se hacía cada vez más tediosa, con el paso de las horas interminables confinados en el carruaje. La conversación de Charles ofrecía un poco de alivio, al igual que los intentos de Georgiana por interesarla en un libro o en el paisaje, pero Darcy realmente vio el cielo abierto cuando, al llegar a la última posada antes de Derbyshire, se encontró con una nota urgente de Sherrill, su administrador, en la cual solicitaba su presencia inmediata en Pemberley. La llamada del deber no podría haber sido más dulce y su canto de sirena también llegó a los oídos de Fletcher, pero era imposible que su ayuda de cámara lo acompañara. Y él tampoco deseaba compañía. Darcy deseaba recorrer solo estas últimas millas hasta su casa, acompañado únicamente por sus pensamientos, antes de entrar en la corriente incesante de exigencias que debía atender el dueño y anfitrión de su inmensa propiedad.


Un golpe en la puerta hizo que Darcy diera media vuelta y se encontrara a su hermana parada en el umbral, con una cierta mirada de angustia en el rostro.


—¡Preciosa! —exclamó Darcy suspirando, mientras se dirigía hacia ella—. ¡Siento mucho dejarte de esta forma!


—No creo que lo sientas tanto. —Georgiana le ofreció una sonrisa de reproche pero comprensiva—. Quisiera estar lo suficientemente cerca para poder ir a caballo yo también.


Darcy se inclinó para darle un beso en la frente.


—Cuando llegues a Pemberley…


—Todo irá mejor, ya lo sé —terminó de decir Georgiana—. No estaremos todo el tiempo juntos, en especial cuando lleguen los tíos Matlock y D'Arcy con su nueva prometida y su familia. Espero… —Se detuvo, mordiéndose el labio inferior.


—¿Qué, querida? —Darcy miró con ternura los ojos melancólicos de su hermana.


—Que pueda encontrar una amiga entre la nueva familia que llevará D'Arcy. —Georgiana recostó la cabeza contra el hombro de su hermano—. Mi propia amiga.


—Yo también espero que así sea. —Darcy la abrazó y luego, separándola suavemente, le acarició la barbilla—. Debo irme ahora, pero te prometo que trabajaremos en eso. Tal vez tía Matlock tenga algunas sugerencias.


Darcy se puso los guantes, agarró el sombrero, las alforjas y la fusta, se despidió de su hermana y avanzó hacia la puerta. Al oír que detrás de él se abría una puerta, de la que salían unas voces femeninas, apresuró el paso y bajó las escaleras casi corriendo. Cuando llegó al primer piso, atravesó rápidamente los salones públicos y salió a la luz de lo que prometía ser un caluroso día en Derbyshire.


—¡Darcy! —El grito de Bingley a su espalda lo hizo detenerse. Dio media vuelta y, sonriendo al ver la figura de su amigo, esperó hasta que éste lo alcanzara. Los últimos tres meses no sólo le habían traído un poco de paz después de la terrible experiencia que había vivido en Rosings, sino que habían producido cambios significativos en su amistad con Bingley, y estaba convencido que también en la propia personalidad de su amigo. El hombre que ahora avanzaba decididamente hacia él no era el mismo de hacía un año y ni siquiera de tres meses atrás. Había más confianza en su porte y más seguridad en su manera de actuar.


—¡Bingley! —Darcy sonrió al ver la mirada de reproche que su amigo le lanzó abiertamente—. Te ruego que me perdones por salir sin despedirme, pero realmente tengo que marcharme para no llegar a Pemberley muy tarde.


—No tienes que darme explicaciones. —Bingley estrechó su mano y lo acompañó hasta donde lo estaba esperando el caballo—. Ha sido tan inesperado… sólo desearía poder acompañarte. —Se volvió a mirar el camino y, frunciendo el ceño, miró de nuevo a Darcy y le preguntó—: ¿Será prudente que vayas solo?


—Espero alcanzar dentro de una hora los vehículos que llevan el equipaje y ahí sacaré a Trafalgar. Los dos podremos atravesar los montes de Derbyshire pasando relativamente inadvertidos. —Darcy le dio una palmadita a la pistola que llevaba en la alforja—. Y en caso de que quieran asaltarnos, no estamos desprotegidos.


—Bueno, en ese caso, no te detendré más, excepto para desearte buen viaje y prometerte llevar a la señorita Darcy y a todos mis familiares hasta tu puerta mañana. —Bingley sonrió y volvió a estrechar la mano del caballero con solemnidad—. Cuídate, Darcy.


—Y tú, amigo mío —respondió Darcy, montando en el caballo—. ¡Hasta mañana!


El animal no era Nelson sino un caballo menos impetuoso, que había sido enviado diligentemente desde Pemberley por el administrador de Darcy. No obstante, el corcel tenía carácter, y la distancia entre la posada y los carruajes que llevaban el equipaje fue cubierta en menos tiempo del que Darcy había calculado. Aun así, oyó el desafiante ladrido de Trafalgar, que alternaba con un aullido de súplica, incluso antes de haber avistado los vehículos. Tras ser liberado y dejado al lado de su amo, el sabueso primero se estremeció desde el hocico hasta la cola con una evidente sensación de alegría, y luego, con igual entusiasmo, se revolcó en el polvo del camino, corrió en círculos alrededor del caballo de Darcy, trató de saltar y arañó frenéticamente la bota de su amo.


—¡Abajo, monstruo! —rugió Darcy, tras hacer una mueca al ver la profunda marca que había dejado el animal en su bota derecha. A Fletcher no le iba a gustar nada aquello. El sabueso se sentó obedientemente, pero su cola, que no dejaba de moverse, arruinó el tremendo esfuerzo que había hecho por obedecer. Después de hacerle una señal al encargado de Trafalgar; Darcy arreó su caballo, al tiempo que gritaba «¡Vamos!». Trafalgar salió corriendo, dio una vuelta, repitió la maniobra y finalmente adoptó un trotecito a la retaguardia, con una felicidad tan plena que Darcy no pudo evitar reírse y maravillarse de lo bueno que era estar exactamente donde estaba.


Ahora que iba acompañado por el perro, Darcy disminuyó el paso hasta adoptar un ritmo constante y agradable, que calculó que lo llevaría a casa hacia el final de la mañana. ¡Pemberley! Por un lado estaba impaciente por llegar, por quitarse de encima el polvo del viaje y respirar el aire pacífico y familiar de su amada casa. Incluso sentía una agradable expectación ante la idea de poner en marcha la solución a esos problemas sobre los cuales le había informado su administrador y sumirse en la rutina de las obligaciones que le imponían sus tierras en esa época del año. Por otro lado, sentía que aquellas tres horas de soledad, sin tener que atender ningún deber u obligación que lo distrajera, aquel tiempo de reflexión y consideración era esencial para su bienestar y su futuro. Allí, en aquel camino a través de Derbyshire, ante Dios y cualquier hombre con el que pudiera cruzarse, no era más que un hombre solo con su caballo, su perro y su conciencia.


Después de los terribles días que habían seguido al asesinato del primer ministro, Darcy había sentido la necesidad urgente de acompañar personalmente a Georgiana hasta la seguridad de Pemberley. Al principio, se extendió un rumor frenético que sugería que todo el país estaba al borde de la rebelión. El desconocimiento de lo que estaba pasando en el campo aconsejaba no arriesgar la seguridad en un viaje, así que habían permanecido en Grosvenor, encerrados en su casa hasta tener algún informe fiable sobre la situación. Cuando se había establecido claramente que el gobierno seguía en pie, Londres había retomado el ritmo de sus asuntos en un tiempo impresionantemente corto. Con la seguridad de que el ataque había sido ideado solamente por John Bellingham, toda la población pareció olvidar el incidente con rapidez y retomar la temporada de eventos sociales en el lugar donde se había quedado, de forma que ya no parecía necesario marcharse de la ciudad. Lady Monmouth había desaparecido y su esposo abandonado no sabía dónde estaba; y aunque ya habían pasado casi tres meses, todavía no tenían noticias de lord Brougham. Darcy sospechaba que su amigo había decidido seguir al «un-poco-menos-honorable» Beverly Trenholme hasta América. Si ése era el caso, pasaría algún tiempo antes de que Dy volviera a aparecer en Londres.


En pocas semanas, Darcy había descubierto que su vida había vuelto a su ritmo normal, pero no a su cauce normal. En el transcurso de esa terrible época desde Hunsford, algo había cambiado en él profundamente. Ya no era el mismo hombre que solía ser. Al mirar hacia atrás, al arrogante pretendiente de la primavera anterior, Darcy se vio a sí mismo como si fuera un extraño. Todo parecía haber sucedido hacía mucho tiempo. ¡Ese hombre que había bajado con tanta seguridad las escaleras de Rosings y había recorrido el camino hasta la aldea con paso confiado le parecía ahora todo un personaje! Desde la perspectiva que le daban aquellos tres meses, Darcy vio cómo ese hombre impecablemente vestido que caminaba hacia la rectoría de Hunsford estaba demasiado seguro de sí mismo, demasiado seguro de que sería recibido y de la respuesta que encontraría. Por un momento volvió a sentir el dolor que le produjo la humillación que le esperaba. En pocos minutos, el mundo de ese extraño quedaría patas arriba y cambiaría para siempre.


Con un sentimiento de gratitud, Darcy podía reconocer ahora que había recibido un extraño y valioso presente. Al pedir la mano de una mujer que no entendía ni era capaz de conocer, había obtenido de ella la oportunidad de verse a sí mismo y de convertirse en un hombre mejor. Y él había cambiado. Sabía que lo había hecho. Ya no era el mismo que había regresado furioso a su alcoba en Rosings. ¿Qué le había sucedido en los meses que habían pasado desde entonces? Darcy no estaba seguro; no tenía una explicación clara, pero el hombre que había abierto las puertas de Rosings, preparado para escribir una carta llena de resentimiento, se le antojaba en aquel momento un extraño, un hombre que había estado caminando dormido durante toda su vida. Pero ahora había despertado.


Algunas cosas, como la relación en términos de igualdad que tenía con Bingley, habían cambiado rápidamente. Aunque tenía que admitir que otros asuntos habían requerido más tiempo. Algunos habían sido dolorosos, pues el sincero inventario de sus ofensas se había convertido en una lista alarmante, mientras que otros habían traído a su vida satisfacciones y propósitos nuevos. El resultado había sido que el mundo se había vuelto un lugar mucho más interesante, lleno de compañeros de viaje cuyas dichas y pesares ya no desdeñaba conocer y cuyos defectos se sentía más inclinado a pasar por alto. Darcy sabía que nunca sería una de esas personas bonachonas que atraen inmediatamente el interés y los buenos deseos de todos los que lo conocen, pero ya nunca más se permitiría permanecer aislado, incluso cuando estuviera entre desconocidos. Él se adaptaría, trataría de sentirse a gusto en lugar de exigir en silencio que lo complacieran. A veces le resultaba difícil, pero una recién adquirida compasión, sumada a la práctica decidida, hizo que fuera más fácil vencer sus reservas. Y esperaba que algún día eso pasara a formar parte de su naturaleza.


¿Naturaleza? Darcy miró a su alrededor en busca de Trafalgar; quien armado con increíbles reservas de energía que lo animaban a olfatear incesantemente, había desaparecido hacía rato. Al oír el silbido de su amo, el sabueso regresó corriendo, con todo el aspecto de ser una madeja de espinos, cardos y ramas.


—Según parece, sería conveniente tomar un descanso —comentó Darcy, al ver al jadeante granujilla que se detuvo a su lado. En realidad, el animal presentaba un aspecto lamentable, pero se debía más a sus propias aventuras entre los arbustos que al ritmo del viaje. Darcy frenó su caballo y desmontó. Enseguida hurgó entre las alforjas y sacó una botella con agua—. Toma, monstruo. —Agitó la botella ante los ojos del animal, pero luego se dio cuenta de que no tenía un recipiente en donde echar el agua. Se quitó el guante, hizo un cuenco con la mano y la acercó a la boca de la botella. Enseguida se agachó y comenzó a verter agua lentamente, mientras el sabueso bebía de su mano sin parar—. Listo, eso es suficiente. —Se enderezó, sacudiéndose el agua que había quedado en la mano—. ¡Yo también tengo sed! —protestó, al oír el patético gemido del perro, y luego se tomó de un largo trago lo que quedaba—. ¡Desagradecido! —acusó a Trafalgar, secándose los labios—. Mira a Séneca que no se ha quejado ni un momento, ¡y eso que ha tenido que llevarme durante muchas millas! —Al oír su nombre, el caballo relinchó y movió la cabeza, pero Trafalgar no le prestó ni la más mínima atención, pues seguía con los ojos fijos en la botella.


Darcy se estiró y se llenó los pulmones con el aire de Derbyshire, feliz por haber dejado atrás el ambiente cargado de hollín de la ciudad y de encontrarse sólo a una hora de su casa. Devolvió la botella vacía a la alforja y luego acarició brevemente la espesa crin de Séneca. El animal se detuvo un momento y levantó la cabeza de la mata de hierba que se estaba comiendo para darle un brusco cabezazo, pero Darcy no supo si fue un gesto de cariño o una manera de apartarlo de la hierba que volvió a mordisquear enseguida. Acariciando vigorosamente el lomo del animal, soltó una carcajada al recordar la rabia intensa y el sentimiento de indignación que había alimentado durante esa primera semana negra en Londres. Parecía la experiencia de otro hombre. El rechazo de Elizabeth le resultaba ahora tan distinto.


Un agudo ladrido le recordó la presencia de su perro. Los luminosos ojos de color café de Trafalgar y su inquieta cola le comunicaron la impaciencia que sentía ante la expectativa de llegar a casa.


—No tardaremos mucho. —El caballero se inclinó y acarició las orejas del animal—. Ya casi hemos llegado. —El perro estaba un poco maltrecho a causa de sus incursiones entre los arbustos, pero lo más probable es que la experiencia le hubiese enseñado muchas cosas. Lo mismo que a él, pensó. Sí, en efecto, tenía una deuda con la señorita Elizabeth Bennet. Al rechazarlo con tantos argumentos, no le había hecho daño; al contrario, le había hecho mucho bien. ¡Qué jovencita tan increíble! La desafortunada carta había sido, en parte, una manera de tratar de obtener un poco de su respeto.


Le dio una última palmada a Trafalgar, antes de volverse a montar en Séneca.


—Sólo nos quedan unas cuantas millas y llegaremos al bosque de Pemberley —informó al sabueso—. ¡El lago está detrás y te aconsejo que no desperdicies la oportunidad! No pareces ni hueles como un caballero, y si tú mismo no te ocupas de tu apariencia, algún mozo del establo lo hará.


Fresco y descansado, Darcy tomó las riendas y arreó al caballo, pues la cercanía de sus propias tierras aumentó la nostalgia de su corazón por estar en casa. Con renovada energía, su caballo atravesó el bosque de Pemberley. El sendero, duro y polvoriento a causa de un verano muy seco, serpenteaba por las onduladas colinas de Derbyshire, antes de entrar en el amplio valle a través del cual se abría paso el Ere, hasta el dique que lo convertía en un estanque sobre el cual se reflejaba la enorme mansión. Impulsado por las ganas de llegar, Darcy había dejado atrás a Trafalgar, así que detuvo a Séneca justo cuando atravesaron los árboles que marcaban el comienzo del valle. Esperaron al tercer miembro del grupo, con la respiración acelerada por el esfuerzo. El caballero aflojó las riendas y se inclinó sobre el cuello del caballo para estirar los músculos de la espalda. Cuando se enderezó, sus ojos se sintieron atraídos por el hermoso valle.


Había visto innumerables veces su casa desde lejos, ya fuera desde esa altura privilegiada o desde algún otro lugar. Sin embargo, no pudo evitar recorrer detenidamente con la mirada todos los detalles de la majestuosa estructura, y tampoco pudo contener la alegría que le provocaba la belleza de los jardines o la belleza natural del río y el bosque. Pemberley. Su casa. Esta vez, no obstante, había algo nuevo en esa parte de él que se inflamaba de dicha ante aquella visión. Miró la mansión, estudiando cada línea, hasta que ese algo encontró un nombre. Gratitud. Notó que el pecho se le llenaba de gratitud por lo que le habían dado. Y por primera vez en su vida fue consciente de que podía ser digno de poseer el gran regalo que le había sido confiado.


Un murmullo procedente de los arbustos que tenía a su espalda lo alertó sobre la llegada del perro y, al verlo desde la altura que le proporcionaba su caballo, Darcy soltó una carcajada. Aunque pareciese increíble, Trafalgar venía en un estado todavía más lamentable; jadeando y con la lengua de fuera, se arrojó a los pies del caballo.


—¡No me eches la culpa! —le dijo al agotado animal—. Tal vez la próxima vez decidas no dar rienda suelta a tu curiosidad y te concentres en lo que estás haciendo. —El rayo de risa canina que pareció proyectar Trafalgar al oír el tono de su amo pareció extinguir la posibilidad de que hubiese aprendido la lección—. Está bien, monstruo. —El caballero soltó otra carcajada—. Entonces, ¿vemos quién llega primero a casa? —Al pronunciar la palabra «casa» se produjo una especie de milagro, seguido por un torbellino de movimiento, y al minuto siguiente Trafalgar se había convertido en una mancha que cruzaba el valle volando—. ¡Arre! —le gritó Darcy a Séneca y, después de espolearlo, aflojó las riendas para que saliera a perseguirlo. Darcy atribuyó el hecho de que caballo y jinete pisaran el patio del establo apenas unos pocos metros detrás de Trafalgar a la pérdida de su sombrero. Forzado a detenerse para recogerlo, Darcy no pudo recuperar el tiempo perdido, y no llegó ni siquiera a un empate con el sabueso. Cuando desmontó, casi aterriza sobre su orgulloso oponente, que jugueteaba entre las patas de Séneca—. ¡Sí, has ganado! —concedió Darcy y, después de soportar con resignación el ladrido triunfal de Trafalgar, fue recompensado con un húmedo premio de consolación por su deportividad.


—¡Bienvenido a casa, señor! —El capataz de los establos de Pemberley le hizo una seña al mozo que lo acompañaba para que tomara las riendas de Séneca.


—Gracias, Morley. Es bueno estar en casa. —Darcy asintió con la cabeza y entregó a Séneca—. Que se refresque bien —le gritó al muchacho que se llevaba al animal.


—¿Un viaje difícil, señor? —Morley observó a su joven subalterno mientras llevaba el caballo al establo.


—No, no ha estado mal. ¿Cómo van las cosas por aquí? —Darcy se quitó los guantes y, tras quitarse el engorroso sombrero, los arrojó adentro y le entregó todo a otro muchacho que acababa de llegar a toda prisa, dirigiéndole una fugaz sonrisa. Morley le indicó al chico que llevara todo a la entrada del servicio de la casa y luego alcanzó a su patrón.


—Muy bien, señor. Todo en orden. Todas las crías están creciendo adecuadamente, señor. No hemos tenido ni una sola enfermedad este año. Creo que estará complacido.


—¡Excelente! Entonces, ¿ningún problema? —Darcy dirigió la mirada hacia algo que estaba detrás del capataz del establo: una yunta de caballos que no reconoció y que estaban siendo retirados de un landó desconocido—. ¿Visitas? —Volvió a fijar los ojos en Morley.


—Turistas, señor, han venido a conocer la casa y los jardines. Nos acaban de avisar de la casa de que tienen intención de recorrer los jardines, y tal vez el parque, cuando terminen, y que debíamos desenganchar los caballos.


Darcy frunció el ceño.


—¡Visitantes! Bueno, entonces tomaré el camino más largo. De todas formas, tenía intención de enviar a Trafalgar al lago. El pobre animal necesita un baño con urgencia. —Miró a su alrededor, pero el sabueso no estaba por ningún lado—. ¿Y ahora adónde ha ido? —Silbó y luego gritó—: ¡Trafalgar! ¡Monstruo! —Un ladrido procedente del lago respondió a su llamada.


—Parece que se le ha adelantado, señor Darcy —dijo Morley riéndose.


—Generalmente siempre lo hace. ¡Que tenga un buen día, Morley! —se despidió Darcy. La respuesta de Morley con los mismos buenos deseos lo siguió mientras se encaminaba en busca del sabueso, tanto para estirar los músculos un poco rígidos de sus piernas como para asegurarse de que el animal aprovechaba plenamente los beneficios del lago de Pemberley. Mientras caminaba, Darcy aspiró el aroma de las flores frescas que salía de los jardines y sonrió para sus adentros. Había tenido un tiempo estupendo; todavía era temprano y ya estaba en casa. Miró hacia el edificio. No había señales de los visitantes, cuya intromisión formaba parte de la rutina y las obligaciones de una gran mansión. ¡Bien! Se apresuró a llegar al lago y encontró al perro paseándose nerviosamente por el borde, mirando con angustia por encima del hombro, esperando a que apareciera su amo.


—Aquí estoy, monstruo, pero no tenías que haber esperado. ¡Vamos! —lo instó Darcy. Trafalgar se sentó y gimió—. ¡Anda, échate al agua! —ordenó. El perro lo miró, confundido—. ¡Lánzate! —El caballero señaló el agua, pero el animal parecía no entender su significado. Hummm. —Darcy lo miró fijamente, tratando de descubrir si realmente estaba confundido o sólo estaba oponiendo resistencia. Con astucia, Trafalgar esquivó la mirada de su amo y torció la cabeza hacia el lago y los jardines—. Así que ésas tenemos. —El caballero miró a su alrededor, tomó una rama seca y la partió en dos con la rodilla; luego regresó al borde del lago y vio que había conseguido atraer la atención del sabueso. Se miraron en silencio, pendiente uno de cualquier cambio del otro. De repente, con un rápido movimiento del brazo, Darcy lanzó la rama al centro del lago—. ¡Tráela! —Sin la menor vacilación, el perro saltó al agua y nadó con decisión en busca de su premio.


El caballero rodeó el lago por la orilla, riéndose y animando al perro mientras nadaba, y se volvió a encontrar con él al otro lado, teniendo cuidado de aparecer una vez que Trafalgar hubo salido y se hubo sacudido la mayor parte del agua.


—¡Buen chico! —Darcy agarró la rama de las mandíbulas del sabueso—. Ahora, vamos a la casa. —Después de lanzarle una última mirada a su premio, el animal salió corriendo hacia uno de los jardines, dejando atrás a su amo. Darcy tiró la rama al suelo y se volvió a mirar hacia la mansión. ¡Su casa! La agradable sensación de gratitud que había experimentado hacía un rato regresó, reconfortando su corazón. Volvió a tomar el sendero que comunicaba con las caballerizas, decidido a atravesar el jardín de la parte de abajo y así evitar el vestíbulo, porque no estaba en condiciones de saludar a ningún desconocido después del viaje, y a pesar de que la sensación de euforia permaneció intacta, no había avanzado mucho cuando comenzó a sentir las consecuencias del esfuerzo de la mañana. Le dio un tirón a la corbata para aflojarla, pues sentía el cuello bañado en sudor. Ya se había desabrochado la chaqueta y no tenía deseos de volvérsela a abrochar. Iba sin sombrero y sin guantes, pues los había enviado a la casa, y podía notar el polvo y la tierra adheridos a su ropa rozando su piel. Su cara… Darcy se detuvo para tocarse los ojos y la mandíbula. No, ¡no estaba en condiciones!


Dejó caer la mano y se dirigió a una bifurcación que había en el seto y que marcaba el límite con el prado del jardín inferior, pero se detuvo en seco. ¡Los visitantes! Darcy vaciló al ver a los tres desconocidos que, por fortuna, le daban la espalda mientras observaban la fachada de la mansión, acompañados por el viejo Simon. Se reprochó por la torpeza de haber calculado mal el tiempo, pues los visitantes ya estaban en los jardines. Quizá pudiera volver sigilosamente por el mismo camino por el que había venido. Pero tan pronto dio un paso atrás, una de las damas dio media vuelta y posó sus ojos enseguida sobre él. La luz de aquellos ojos sacudió a Darcy como un rayo. ¡Elizabeth! Dios santo, ¿Elizabeth? El caballero sintió que cada uno de los nervios de su cuerpo se ponía alerta, aunque parecía incapaz de lograr que se movieran. ¡Elizabeth… allí! Aquella imagen lo estremeció, pero su mente se negaba a aceptar semejante coincidencia. ¿Cómo era posible? Pero tenía que ser posible porque allí estaba ella, a no más de veinte metros, con sus adorables ojos abiertos a causa de la sorpresa, antes de volverse con las mejillas encendidas por el rubor. Darcy también sintió un calor que subía a su rostro, mientras buscaba una señal, alguna indicación sobre cómo debería aproximarse a ella. Pero no recibió ninguna y la joven permaneció como una hermosa representación de la confusión. Lo único que el caballero pudo pensar fue que debía rescatarla de aquella situación y ser él quien diera el primer paso. Intentando salir de su estupor, se acercó.


—Señorita Elizabeth Bennet. —Darcy le hizo una reverencia lenta y respetuosa. Apenas pudo oír la respuesta y, al levantarse, descubrió que Elizabeth estaba todavía más colorada y que miraba a todas partes menos a él—. Por favor, permítame que le dé la bienvenida a Pemberley, señorita Elizabeth. —Elizabeth le dio las gracias con voz casi inaudible. Era evidente que se sentía bastante incómoda. Debía tratar de tranquilizarla de alguna manera—. No tenía ni idea de que planeara usted una visita a Derbyshire —se arriesgó a decir. Ella no contestó—. ¿Llevan usted y sus acompañantes mucho tiempo viajando?


—Salimos de Longbourn hace poco más de dos semanas, señor —respondió Elizabeth con voz fuerte, pero ligeramente temblorosa todavía en medio del aire del verano.


—Ah… ¿y su familia se encuentra bien? ¿O se encontraba bien cuando los dejó? —se corrigió Darcy—. ¿Sus hermanas? ¿Ha tenido usted alguna noticia? —Se reprochó mentalmente la confusión y la torpeza de sus frases.


—Sí y no, señor Darcy. —Elizabeth se mordió el labio inferior—. Sí, estaban bien cuando partí, pero no, todavía no he tenido ninguna noticia de ellos.


—Ah, ya veo… Y su viaje, ¿ha sido placentero? —insistió Darcy—. Parece que el tiempo ha sido muy favorable. ¿No le parece? —Elizabeth sonrió brevemente al oír eso, mostrándose de acuerdo en que los días habían sido muy agradables—. Sí, eso me ha parecido —afirmó—, aunque sólo he estado viajando los últimos tres días. ¿Cuánto tiempo lleva usted de viaje?


—Dos semanas, señor.


—Ah, sí, ya me lo había dicho. Dos semanas. ¿Se va a quedar mucho tiempo en Derbyshire? ¿Dónde se hospedan? —¡Por Dios, ésa era una pregunta verdaderamente estúpida!


—En la posada Green Man, en Lambton, señor.


—Ah, sí, Green Man. Garston, el propietario, la regenta muy bien. Pero tenga cuidado con todos sus nietos —respondió Darcy—, en especial cuando él descubra que usted ha estado en Pemberley. Multiplicará sus atenciones. ¿Mencionó usted cuánto tiempo se quedará en la comarca?


—No, no lo he hecho. —Elizabeth miró a lo lejos con nerviosismo, en dirección a sus acompañantes—. Estoy a disposición de las personas que me acompañan. Y todavía no hemos decidido cuándo nos marcharemos.


—Entiendo. —Darcy hizo una pausa. ¿Qué más podía decir?—. ¿Y sus padres? ¿Están bien de salud?


Al oír eso, Elizabeth sonrió abiertamente e incluso lo miró a la cara. La brisa jugueteó con los rizos que rodeaban sus sienes y él no pudo saber si lo que resaltó la hermosura de sus ojos y el resplandor de su rostro fue el color o el estilo del sombrero. ¡Por Dios, era una imagen maravillosa!


—Por lo que sé, sí, señor Darcy. —Fue la contestación de Elizabeth. Él esbozó una sonrisa a modo de respuesta. Ella desvió la mirada. ¿Tendría alguna preocupación que le hizo fruncir el entrecejo? ¿O acaso él había dicho algo malo? Tal vez era su misma presencia, esa apariencia tan descuidada. ¿Acaso no creía en la sinceridad de su recibimiento? ¡Elizabeth nunca debería pensar eso! Si no decía nada más, Darcy debía asegurarle al menos que era bienvenida.


—Es usted bienvenida a Pemberley, señorita Elizabeth, usted y sus acompañantes. —Darcy le hizo una reverencia—. Por favor, dispongan del tiempo que deseen para recorrer el parque y los alrededores. Simon conoce los lugares desde donde se disfruta de la mejor vista y los paseos más agradables. Están ustedes en excelentes manos. Si usted me disculpa, acabo de llegar y debo atender algunos asuntos. —Darcy volvió a inclinarse y esta vez sí pudo oír la despedida de Elizabeth. Pasó junto a ella y avanzó hacia la entrada, mientras la felicidad que sentía en el corazón por tenerla en su casa luchaba con la sensación de vergüenza que le producía la torpeza de su encuentro y, pensó mirando hacia abajo con desaliento, su desaliñado aspecto. ¿Qué pensaría Elizabeth de él? Soltó un gruñido y se apresuró a entrar. ¡Si Fletcher lo hubiese acompañado! Con los cuidados de su ayuda de cámara, podría estar presentable en un cuarto de hora. Pero no había nada que hacer. Subió corriendo las escaleras hasta el vestíbulo, donde sorprendió a la señora Reynolds, que estaba cerrando uno de los salones que se mostraban al público.


—¡Señor Darcy!


—¡Señora Reynolds! He llegado hace poco. —El caballero le dirigió la sonrisa que tan buenos resultados le había dado con ella los últimos veinticuatro años—. ¿Cuánto tiempo tardará en enviarme arriba un poco de agua caliente?


—Quince minutos, señor, a menos que desee usted un baño. —El ama de llaves lo miró con curiosidad.


—No, eso no será necesario. ¡Que sea tibia y en diez minutos, y mándeme a uno de los lacayos para que me ayude a vestir, si es usted tan amable! —ordenó Darcy, dirigiéndose a la escalera. Se detuvo a medio camino y miró otra vez hacia el vestíbulo—. Ah, señora Reynolds, Trafalgar viene conmigo o, mejor dicho, debe de estar en algún lado. Tal vez debería enviar a alguien al jardín a buscarlo.


—Sí, señor. Nos ocuparemos de Trafalgar. —La señora Reynolds miró a Darcy con asombro.


—¡Excelente! ¡Diez minutos, señora Reynolds! —Siguió subiendo las escaleras y poco le faltó para echar a correr por el pasillo hasta su vestidor. Se quitó las prendas cubiertas de polvo del viaje, al mismo tiempo que buscaba entre la ropa perfectamente colgada y ordenada de su armario. ¡Santo Dios! ¿Qué podía ponerse? Nada demasiado imponente. ¿Sería demasiado informal la ropa de caza? ¿Lo consideraría Elizabeth como un insulto? Pasó la mirada por las opciones que tenía ante él—. ¡Fletcher! —resopló en voz alta—. ¿Qué demonios podía…? —Un golpecito en la puerta interrumpió su pregunta—. ¡Entre!


—¡Señor Darcy! ¿Le sucede algo? —El señor Reynolds asomó primero la cabeza y luego, al ver la turbación de su patrón, entró—. Ha pedido un lacayo, señor. ¿El señor Fletcher no está con usted ni está a punto de llegar?


—No, el mensaje de Sherrill me hizo adelantarme y vine a caballo, pero en este momento es muy urgente que atienda a mis invitados.


—¿Invitados, señor? —Reynolds estaba confundido—. Ninguno de sus invitados ha… Ah, se refiere a los visitantes. Pero ellos están fuera en el jardín, señor; usted no tiene por qué molestarse. —En ese momento se escuchó otro golpecito en la puerta.


—¡El agua! —Para sorpresa de Reynolds, Darcy saltó a abrir la puerta—. Entre; eche un poco en la jofaina y ponga el resto allí —le indicó Darcy al corpulento muchacho—. Muy bien; eso es todo. —Darcy volvió a prestarle atención a su asombrado mayordomo—. Es de suma importancia que yo me ocupe de estos visitantes en particular. Si puedo convencerlos de que regresen a la casa, deberán ser tratados con la mayor cortesía. —Una súbita inquietud pareció apoderarse de él—. Confío en que los hayan atendido bien hasta ahora, ¿no es así?


—Sí, señor. La misma señora Reynolds les ha mostrado la casa. La joven dijo que lo conocía —dijo Reynolds.


—Sí, eso es cierto… —Darcy se volvió hacia su armario y se quedó mirando su contenido.


—¿Puedo ayudarle, señor? —Reynolds dio un rápido paso al frente—. Creo que puedo ser tan útil o más que un lacayo.


Sorprendido por ese gesto de amabilidad, Darcy se volvió hacia su mayordomo, al que conocía desde que era pequeño, y vio que Reynolds todavía estaba investido con toda la dignidad de su oficio, pero había una chispa de comprensión en su mirada.


—Sí, por favor, Reynolds. —Darcy hizo un gesto hacia el guardarropa—. Los pantalones de ante hasta la rodilla, creo, el chaleco color bronce y la chaqueta marrón oscuro. Una corbata sencilla, por favor, y una camisa. Las botas con el borde marrón… y ropa interior limpia.


—Muy, bien, señor. Todo estará listo de inmediato. —El anciano echó hacia atrás los hombros ante aquella nueva tarea que tenía por delante.


—Gracias, Reynolds. —Darcy esbozó una sonrisa—. No tardaré.


A pesar de su impaciencia y la sorprendente celeridad de Reynolds con la ropa, transcurrió casi media hora antes de que Darcy bajara las escaleras que llevaban al jardín y saliera al sendero. Mientras terminaba de vestirse, no había dejado de pensar en dónde se encontraría en ese momento Elizabeth en la inmensa extensión del parque. El viejo Simon debía de haberlos llevado por los senderos que normalmente se les mostraban a los visitantes, pero ¿dónde estarían exactamente? Inspeccionó los límites del bosque. Conociendo la energía de Elizabeth, podían estar en cualquier parte, pero Darcy tenía dudas sobre la resistencia de sus acompañantes, que eran personas de cierta edad. Así que limitó su búsqueda. ¡Allí! Un destello de color entre los árboles que rodeaban el sendero que corría paralelo al río le dio una idea del camino que debía seguir. Se dirigió hacia allí y calculó que, a ese paso, tendría al menos un cuarto de hora para prepararse para su encuentro con Elizabeth.


Ya habían tenido una pequeña conversación, pero Darcy no estaba seguro de que hubiera sido del todo satisfactoria. Era muy posible que estuviera yendo al encuentro de una mujer que preferiría que él estuviera en las Antípodas, y no acercándosele para invitarla a su casa. Recordó las emociones que se habían asomado al rostro de la muchacha mientras estaban conversando. Confusión, incomodidad… ambas habían ensombrecido su hermosura, pero no había habido ningún rastro de aversión o de esa fría cortesía que él había temido que marcaría un posible reencuentro. Aunque se recordó que tampoco había habido indicio alguno de que se alegrara de verlo. Bueno, no había nada que hacer. Él no podía mantenerse alejado de ella, no allí, en sus propias tierras, donde tenía la mejor oportunidad de mostrarle a Elizabeth, de expresarle su gratitud por lo que ella había hecho por él. Al pensar en eso, sintió una sensación de plenitud en el corazón y la increíble suerte que representaba el hecho de que ella estuviese visitando Pemberley volvió a apoderarse de él. Siguió avanzando hasta que, al dar la vuelta a un recodo del camino, se encontró con ellos.


Esta vez Elizabeth lo pudo saludar con su habitual compostura. Darcy se estaba levantando de la inclinación que le hizo al saludarla, cuando oyó los epítetos «encantador» y «precioso» aplicados a todo lo que había visto. Esforzándose por mostrar un placer más moderado del que le gustaría, al oír las palabras de la joven, Darcy le dio las gracias. Todos los visitantes solían describir Pemberley con los calificativos de «encantador» y «precioso», pero esos elogios nunca habían sido tan significativos para él. A Elizabeth le parecía que su casa era encantadora y preciosa. Mejor que mejor. Sin embargo, su euforia duró poco, porque tan pronto como el caballero mostró su agradecimiento, ella se sonrojó y se quedó callada. Sin saber a qué se debía el cambio de actitud, él vaciló. Necesitaba hacerla hablar otra vez, intentar establecer una conversación sin incomodidad alguna. ¿Qué podía hacer? ¡Sus acompañantes! ¿Cómo podía haberlos ignorado durante tanto tiempo? Debían pensar que él…


—Señorita Elizabeth, ¿me haría usted el honor de presentarme a sus amigos? —La mirada con que ella respondió a su solicitud fue una curiosa mezcla de sorpresa y risa. Mientras la seguía hasta donde esperaban sus amigos, Darcy se prometió a sí mismo no defraudarla, independientemente de cuáles fueran sus expectativas.


—Tía Gardiner, tío Gardiner, ¿me permitís presentaros al señor Darcy? Señor Darcy, mi tía y mi tío, el señor Edward Gardiner y la señora de Edward Gardiner.


¡Sus tíos! Darcy los miró sorprendido. Debería haberlo adivinado, pero el tranquilo caballero y la dama que tenía ante él no se parecían en lo más mínimo a los otros miembros de la familia que él conocía.


—Es un placer, señor. —Darcy hizo una inclinación.


—El placer es mío, señor —respondió el señor Gardiner—. Llevamos un rato disfrutando de su casa y sus tierras, señor Darcy, y debo decirle en primer lugar que sus sirvientes nos han atendido espléndidamente. Nos hemos sentido mejor acogidos en Pemberley que en cualquier otra mansión de las que hemos visitado durante nuestras vacaciones.


—¡Me alegra oír eso, señor! —Darcy sonrió al notar que el placer que dejaba traslucir la voz del hombre era auténtico—. Nos complace habernos hecho merecedores de semejante cumplido. —Darcy se volvió hacia la dama—. Señora, espero que la visita del parque no haya resultado demasiado agotadora para usted. Es un recorrido bastante largo.


La señora Gardiner le sonrió de manera abierta.


—Le confieso, señor, que estoy un poco cansada, pero rara vez me había sentido tan bien recompensada por el esfuerzo. Pemberley es más hermoso de lo que las palabras pueden describir.


—Gracias, señora. —Darcy hizo otra inclinación—. Si están de acuerdo, por favor, permítanme acompañarlos durante el camino de vuelta, en lugar de Simon. Creo que conozco casi tan bien como él todos estos senderos. —Todos accedieron de inmediato y, tras despedirse del jardinero, que regresó a sus ocupaciones, Darcy se colocó al lado del tío de Elizabeth y empezaron a andar. No necesitó más que unos cuantos minutos para descubrir que el señor Gardiner no sólo era un hombre de una inteligencia y un gusto muy especiales, sino también un aficionado a la pesca. Contento por haber encontrado algo que compartían tan íntimamente, Darcy invitó a su visitante a pescar en el río cuando quisiera e incluso se ofreció a suministrarle aparejos y le aconsejó cuáles eran los mejores lugares para lanzar el anzuelo.


En medio de las historias de pesca de los señores, las damas que iban delante descendieron hasta el río atraídas por la admiración de una curiosa planta acuática. Con una nota de fino humor, el señor Gardiner le recomendó a Darcy que se quedaran en el camino hasta que las damas terminaran su arrebato contemplativo y regresaran. Aunque le habría gustado participar en la corta expedición de Elizabeth, Darcy se quedó con su tío, observando atentamente lo que sucedía para que no ocurriera ningún accidente.


—Querido —dijo la señora Gardiner, dirigiéndose a su esposo, cuando regresaron al sendero—, te ruego que me ofrezcas tu brazo. Me temo que estoy más fatigada de lo que creía.


—Desde luego, querida. —El señor Gardiner avanzó hacia ella rápidamente. Las esperanzas de Darcy aumentaron. Mientras los Gardiner se quedaban un poco rezagados, Darcy se dirigió hacia delante para acompañar a Elizabeth; pero ella acogió esta nueva disposición en medio de un silencio absoluto y el borde de su sombrero se alzó como una especie de barrera entre ellos. Decidido en su empeño, el caballero se preparó para iniciar un nuevo intento.


—Señor Darcy —dijo Elizabeth semioculta por su sombrero—. Parece que su llegada hoy ha sido totalmente inesperada, porque su ama de llaves nos había informado de que usted no llegaría hasta mañana; y antes de salir de Bakewell nos aseguraron que no lo esperaban tan pronto en la zona. De lo contrario, jamás se nos habría ocurrido venir a invadir su privacidad.


—En efecto, ése era mi plan —reconoció Darcy—, pero ayer recibí un mensaje de mi administrador que requería mi presencia cuanto antes, y me adelanté unas cuantas horas al resto del grupo con el que venía. Ellos se reunirán conmigo mañana a primera hora. —Hizo una pausa, mientras se preguntaba cómo recibiría ella aquella información y luego continuó—: Entre ellos hay algunas personas a las que usted conoce y que desearán verla: el señor Bingley y sus hermanas. —Un gesto de asentimiento casi imperceptible le indicó que Elizabeth lo había oído. El caballero miró hacia otro lado, con los labios apretados en señal de desaliento. La conversación se estaba agotando y él no tenía idea de cómo continuar. De hecho, el simple hecho de mencionar a los Bingley podía haberla impulsado a marcharse enseguida de la comarca. ¡Pero ella no podía irse! Al menos no antes de que él le hubiese mostrado que, en efecto, era un hombre distinto de aquel que la había abordado en Hunsford, ni que Georgiana hubiera tenido oportunidad de ver a la persona que tanto había deseado conocer desde que él se la mencionara el pasado otoño. Darcy se aferró a esa idea.


—También hay otra persona en el grupo que tiene un interés particular en conocerla. —Darcy respiró hondo—. ¿Me permitirá usted, o es pedirle demasiado, que le presente a mi hermana mientras están ustedes en Lambton? —Cuando Darcy se inclinó para oír la respuesta de Elizabeth, se encontró con un conjunto de frases titubeantes en las que la joven accedía con gran placer en satisfacer el deseo de la señorita Darcy y que estaría encantada de recibir a la señorita Darcy al día siguiente de su llegada. Cuando Elizabeth terminó, el silencio volvió a descender sobre ellos, pero a él le pareció que era un silencio distinto al que los había acechado antes. Ella estaba complacida, podía notarlo, y estaba contento por ello.


Rápidamente, Elizabeth y Darcy dejaron atrás a sus tíos y se acercaron a la mansión. A medida que se iban aproximando, disminuyeron el paso. Darcy la miró y preguntó:


—Señorita Elizabeth, ¿le apetecería a usted entrar? —El caballero fue recompensado por una fugaz mirada de sus ojos—. Debe de estar deseando tomar algo o descansar, y puede usted esperar dentro a sus tíos con comodidad.


—No, gracias, señor Darcy —respondió Elizabeth—, pero en realidad no estoy cansada. —Hubo otro incómodo silencio. Él la observó con nerviosismo, mientras se preguntaba cómo debería seguir. De repente, Elizabeth comenzó a hablar acerca de las otras mansiones que había visto durante su viaje, y pudieron intercambiar observaciones y opiniones sobre las casas y los jardines de la comarca hasta que llegaron el señor y la señora Gardiner. Darcy volvió a repetir su invitación para que entraran en la casa, pero no tuvo éxito. Se sentían muy halagados, pero había sido un día muy largo y debían regresar a la posada. Enviaron un mozo al patio del establo y en pocos instantes trajeron el landó.


—Señora Gardiner. —Darcy la ayudó a subir el coche con cuidado—. Señorita Elizabeth Bennet. —Se volvió hacia ella y también le ofreció su ayuda, sin preocuparse de que sus familiares notaran la suavidad del tono de su voz o la forma de retener su mano unos instantes más. El caballero retrocedió algunos pasos, pero se quedó mirándolos bastante más tiempo de lo necesario, e incluso entonces avanzó lentamente hacia la puerta. Había hecho un pequeño avance y ella había accedido a recibirlo dentro de dos días. Eso era suficiente.


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