domingo, 13 de febrero de 2011

DEBER Y DESEO. Capítulo XII (Final)


 Una novela de Pamela Aidan


Este asunto de las tinieblas



Alarmados por las iracundas palabras de Sayre, los otros caballeros, que se habían reunido a su alrededor, exigieron saber qué ocurría.


—¡Bloquear la entrada! —lord Chelmsford agarró bruscamente del brazo a su sobrino más joven— ¿Qué es esto, Sayre? —Manning se unió a él rápidamente y, vociferando, también exigió ser informado.


—¡No es nada! —Sayre les clavó la mirada y luego siseó—: ¡Las damas, caballeros! ¡Están asustando a las damas! —eso, al menos, era cierto, observó Darcy. Las palabras puente levadizo, bloqueen la entrada y magistrado habían resonado con claridad en el salón, haciendo que las damas se reunieran en un corrillo alrededor de Monmouth y Poole, con los ojos abiertos de miedo y una extraordinaria palidez en sus rostros a pesar del maquillaje.


—¿Qué pasa, Sayre? —preguntó lady Sayre con una voz casi inaudible, mientras avanzaba con paso inseguro hacia su esposo.


—¡No es nada! —repitió Sayre, mientras se zafaba de Chelmsford y Manning para tomar las manos de su esposa— Unos rufianes —admitió, cuando tuvo que enfrentarse a la mirada escrutadora de lady Sayre—, pero los criados ya se encargarán de ellos y he enviado a buscar al magistrado. No hay nada que temer.


Lady Sayre miró con angustia primero a su esposo y luego a Lady Sylvanie.


—¿Por qué? —preguntó con voz quejumbrosa, dejando escapar un sollozo— ¿Por qué esta noche? Usted prometió que sería esta noche.


—Shhh, Letty —Sayre comenzó a llevarla hacia la puerta—. Todo va a estar bien. Debes retirarte… Le daré instrucciones a tu doncella para que te lleve una bebida calmante, pero creo que debes retirarte —ya estaban casi en la puerta, cuando lady Sayre lo agarró del brazo.


—¿Me acompañarás esta noche, Sayre? Más tarde… Aunque me quede dormida. ¡Tienes que venir! ¡Prométemelo!



La respuesta de Sayre fue acallada por el sonido de una puerta que se abría. El rumor de unas instrucciones impartidas a un lacayo fue todo lo que Darcy alcanzó a oír, pero no hizo mucho caso, porque su atención estaba puesta en otra cosa. Después del estallido de lady Sayre, todos los presentes miraron momentáneamente a lady Sylvanie, pero el interés del drama que estaban protagonizando los Sayre volvió a atraerlos. Aprovechando que la atención de todo el mundo estaba sobre la pareja, lady Sylvanie se retiró a la zona de la biblioteca que estaba en penumbra, mientras avanzaba con sigilo hacia la puerta.


¡Va a huir! Darcy estaba seguro y, en consecuencia, decidió actuar, cruzando rápidamente la biblioteca.


—Milady —le dijo con fingida solicitud—, no estará usted tan preocupada por los «rufianes» de Sayre que nos va a dejar, ¿o sí?


—N-no, claro que no —contestó, claramente molesta por la manera en que él había interrumpido sus planes—. Lady Sayre querrá que la acompañe mientras se prepara para descansar. Debo ir con ella.


—No me pareció que su presencia fuese la que ella desearía tener esta noche —dijo Darcy enarcando una ceja.


—¡Le aseguro que sí, señor! —la ira de la dama aumentó— Yo… yo se lo prometí.


—Ah, sí. Ella mencionó una promesa; una promesa que usted le había hecho —los labios de Sylvanie esbozaron una sonrisa de triunfo—. Pero milady, usted también me hizo una promesa a mí, prometió que sería «mi dama» esta noche. Ya tengo el objetivo en el punto de mira, por lo tanto, no puedo permitir que se marche.


—Pero, u-usted no ha entendido bien —lady Sylvanie hizo el esfuerzo de controlar el temblor de la voz, pero Darcy no pudo saber si se debía a la rabia o al miedo.


—¿Acaso algún hombre es capaz de entender? —replicó Darcy con astucia y luego suavizó la voz para insistir—: Vamos, lady Sayre está bajo los cuidados de su doncella y del resto de la servidumbre. Quédese conmigo y cuando haya ganado la espada podrá ir a donde quiera. ¿O ya no tiene fe en su talismán… o en la fuerza de su deseo? —el desafío del caballero pareció atizar el fuego de lady Sylvanie, pero esa llama se enfrentó con una incomodidad que ella no pudo ocultar.


—¡Darcy! —la llamada de Sayre impidió que Darcy siguiera insistiendo. Al girarse hacia el salón, vio que Sayre ya estaba sentado a la mesa—. Estamos listos para comenzar, si eres tan amable —sin poder resistir la atracción del juego o la naturaleza de las apuestas, los otros caballeros habían tranquilizado sus conciencias con el miedo de sus damas y estaban otra vez reunidos alrededor de la mesa, para mirar la partida en primera fila.


—¿Milady? —Darcy le ofreció el brazo de una manera que indicaba que no aceptaría una negativa— Parece que nuestra presencia es requerida con urgencia.


Se obligó a mantener el control para no revelar la fría incertidumbre que le oprimió el pecho al ver que ella vacilaba. Fletcher todavía no había vuelto y si Sylvanie se negaba a acompañarlo, sin duda se evaporaría y se refugiaría en el mismo rincón del castillo en el que se ocultaba su desaparecida dama de compañía. Una fugaz sonrisa fue el único indicio del profundo alivio que sintió cuando la dama puso la mano sobre su brazo.


—Señor Darcy —aceptó ella, pronunciando su nombre con cierta reserva y con la mandíbula apretada. Darcy la condujo a su silla, detrás de él y a su derecha. Le hizo una reverencia y luego se volvió hacia el grupo, hizo un gesto de asentimiento a Sayre y ocupó su sitio. Radiante a la luz de las velas, el sable español reposaba entre los dos, sobre la mesa, envuelto en la funda de seda que lo había protegido durante su viaje por el castillo. Al lado del arma estaba la bolsa de Darcy, prácticamente llena gracias a las ganancias de la noche.


—¿Comenzamos? —Darcy miró a Sayre a los ojos, sintiéndose muy complacido al ver que el otro se intimidaba. El hombre estaba muy nervioso. ¿Cómo no estarlo? Una turba exaltada avanzaba hacia su propiedad; la lealtad de sus empleados era incierta; sus finanzas estaban en bancarrota; sus familiares lo odiaban; sus tierras habían sido el escenario de actos viles y anticristianos; su esposa estaba destrozada en la habitación de arriba; y ahora, una de sus posesiones más valiosas reposaba sobre la mesa de juego. Por un momento, Darcy sintió hacia su oponente un sentimiento de compasión que tendió a suavizar su actitud, pero luego Sayre tomó las cartas y la expresión de codicia que se apoderó de su rostro una vez tuvo en la mano el instrumento de su propia destrucción sirvió de acicate a Darcy. Si Sayre estaba dispuesto a sacrificarlo todo por su pasión, que así fuera. Él guardaría su simpatía para aquellos miembros de la casa que la merecían. Se preguntó durante un instante cuántos de los criados podrían pedirle que se los llevara a Pemberley.


El ruido de la puerta hizo que Darcy levantara la cabeza y con el rabillo del ojo vio, con alivio, que Fletcher regresaba de su «encargo».


—Perdón, señor —dijo, tomando el lugar acostumbrado, a la izquierda de Darcy, y luego añadió—: Discúlpeme, señor, esto parece haberse caído —se agachó y pareció como si recogiera algo del suelo—. Una moneda, señor Darcy, que estaba perdida —Fletcher se levantó y puso una reluciente guinea de oro sobre la mesa—, y Shylock en la puerta. Tendré más cuidado, señor —Darcy asintió, metiendo la moneda en la bolsa.


El mensaje de Fletcher era claro. La multitud se había reunido a causa del niño perdido y no estaba dispuesta a aceptar más que sangre por sangre. Darcy bajó la vista hacia el talismán de lady Sylvanie, que todavía llevaba sujeto a la solapa. No quería tener nada que ver con eso. Cualquiera que fuera el resultado del juego, la dama no debería pensar que había sido gracias a su poder. De manera deliberada, Darcy le dio un tirón al alfiler y el talismán cayó en su mano, al tiempo que se oía un iracundo resoplido de frustración que procedía desde atrás.


—Señora —Darcy se giró y, con una sonrisa fría, desvió el fuego de los furiosos ojos de lady Sylvanie, antes de dejar caer el pedazo de lino entre sus manos. Al mirar nuevamente hacia la mesa, le hizo una señal a Monmouth, que ya estaba listo para echar la moneda a cara y cruz—Cara —dijo, al mismo tiempo que metía su mano, por iniciativa propia, en el bolsillo del chaleco, buscando los hilos de bordar. Bondad y razón.


Darcy ganó el sorteo y tomó el mazo, lo barajó y se lo ofreció a Sayre para que cortara. Una vez cumplida esa formalidad, comenzó a repartir las cartas de tres en tres, hasta que cada uno recibió doce. Dejó a un lado el resto, tomó sus cartas y, tras identificar rápidamente los triunfos, series y palos que tenía, eligió qué cartas iba a descartar, cerró el abanico y miró a Sayre con una ceja levantada.


Al otro lado de la mesa, separado por la bolsa y la espada, Sayre organizó sus cartas en medio del pesado silencio de todos los caballeros que los rodeaban. Se pasó la lengua por los labios resecos, se mordió el labio inferior y luego el superior, antes de anunciar:


—Blancas —tosió y luego volvió a repetir—: B-blancas.


Trenholme soltó un gruñido suave desde el fondo, lo que provocó una orden tajante de su hermano para que «dejara ya de balbucear». Darcy asintió en señal de aceptación y le anotó a Sayre 10 puntos, en compensación por su insólita falta de figuras. Sayre examinó sus cartas con cuidado y, apretando la mandíbula, descartó unas y tomó del mazo otras para reemplazarlas. Una, dos… Darcy no se sorprendió en absoluto al ver que Sayre cambiaba la mitad de la mano y esperó a que dispusiera las nuevas cartas con una mirada de desinterés. Cuando lo hubo hecho, tomó las siguientes dos cartas del mazo y, tal como le correspondía, las miró y volvió a ponerlas, encima. Relajándose un poco, se recostó contra el asiento.


—Darcy —dijo con tono amable, invitándole a hacer lo mismo. Darcy puso sus descartes sobre los de Sayre y tomó tres cartas nuevas del mazo. Tras fijarse rápidamente en su valor, las colocó sobre las otras que tenía en la mano. Enseguida levantó la última carta del mazo, la memorizó y volvió a ponerla sobre la mesa.


—¿Cuál es tu apuesta? —la voz de Darcy atravesó el salón, resonando entre las estanterías vacías.


—Cuarenta y ocho —Sayre lo miró fijamente, después de poner sobre la mesa su combinación de picas. La atención del salón pasó entonces a las cartas que había sobre la mesa junto a Darcy.


—Cincuenta y uno —contestó Darcy, desplegando su combinación de diamantes.


—Gana el cincuenta y uno —dijo Monmouth jadeando—. Caballeros, los dos tenéis cinco puntos —Darcy recogió sus cartas y esperó la siguiente jugada de Sayre.


—Seis cartas, el as es la más alta —anunció Sayre y las desplegó frente a él.


—Una cuarta —anunció Monmouth—. Cuatro puntos para Sayre, para un total de nueve.


—Lo mismo —Darcy desplegó su combinación, para que Sayre la viera. Lord Sayre examinó las cartas con ojo experto y frunció el ceño.


—Nadie gana —informó Monmouth—, pero Darcy tiene una quinta que vale quince puntos, para un total de veinte. ¿Caballeros?


—Un catorce de damas —Sayre lanzó cada reina como si ellas tuvieran la culpa de la deficiencia previa de su juego.


—De jotas —Darcy mostró sus cartas.


—Gana Sayre —Monmouth miró a Darcy con preocupación y anotó 14 puntos más para Sayre—. Veintitrés —más que con aire de triunfo, Sayre sonrió con alivio y enseguida se apresuró a sacar un trío adicional, que le daba tres puntos más—. Entonces son veintiséis —Monmouth contabilizó los puntos de Sayre—. Contra los vein…


Un ruido en la puerta acalló el anuncio de Monmouth y al ver que el viejo mayordomo de Norwycke entraba, Sayre se puso de pie.


—¿Y ahora qué sucede? —rugió, antes de ver con claridad al hombre. Luego exclamó—: ¡Santo Dios! ¿Qué demonios ha sucedido?


Al oír la protesta de Sayre, Darcy se levantó y se puso detrás de la silla, atento a cualquier eventualidad. Buscó a Fletcher y ambos intercambiaron una mirada de alarma, mientras el viejo mayordomo avanzaba hacia el centro del salón. El hombre iba hecho un desastre. La corbata le colgaba deshecha sobre el pecho y tenía torcida la peluca empolvada. Los ojos enrojecidos brillaban atemorizados y, curiosamente, también con tristeza, pensó Darcy.


—Milord… milord —dijo el hombre jadeando.


—¡Sí! ¡Hable! —tronó Sayre.


—¡Yo no puedo, milord! Le he servido a usted, a su padre, a su abuelo… toda mi vida. No puedo traicionar…


—¡Traicionar! ¿Quién me ha traicionado? —estalló Sayre. Su voz se estrelló contra las paredes de la biblioteca, oscilando entre la rabia y el temor. Las damas preguntaron enseguida qué sucedía.


El anciano se tambaleó al ver la rabia de su patrón.


—Los criados, milord. No quieren encargarse de la defensa del castillo. Algunos —dijo y tomó aire—, algunos han dicho que no van a defender la maldad que reina aquí dentro de la justa indignación de los de fuera. ¡Entregue al niño, milord, se lo suplico!


—¡Oh, santo Dios! —gritó Trenholme.


—¿Niño? ¿Qué niño? —rugió Sayre. La pregunta alarmó al resto de los asistentes del salón, que enseguida corrieron hacia el anfitrión, pero Darcy dio media vuelta, pendiente de algo muy distinto.


—¡Fletcher! ¿Dónde está lady Sylvanie?


Mientras todos rodeaban a Sayre con gran alboroto, Darcy y Fletcher examinaron los rincones oscuros en busca de la dama. El caballero notó que, al parecer, algunas de las velas habían sido apagadas, lo que hacía que algunas partes del antiguo e inmenso salón quedaran en la penumbra.


—¡Allí, señor, en la puerta! —la voz de Fletcher fue la señal para salir y, de inmediato, los dos hombres rodearon el grupo de asustados invitados, en dirección hacia la puerta. Tras alcanzarla, salieron a un corredor vacío, iluminado sólo en una dirección por unas cuantas velas de temblorosa y débil luz. ¿Qué camino habría tomado lady Sylvanie?— Señor Darcy, me temo que… —comenzó a decir el ayuda de cámara.


—Sí, se ha ido amparada por las sombras. ¡Vamos! —Darcy se lanzó hacia delante, con Fletcher a su lado, corriendo en medio de una oscuridad cada vez más profunda. Rápidamente llegaron al cruce con otro pasillo, que estaba casi totalmente sumido en tinieblas. ¡Otra decisión!— ¡Escuche! —ordenó Darcy, tratando de acallar su respiración y el latido de la sangre en sus venas. A lo lejos, el ruido de los zapatos de una dama parecía perturbar la aterradora somnolencia que reinaba en el aire— ¡Allí!


—Se dirige a la parte antigua del castillo —el susurro de Fletcher resonó de manera espeluznante, mientras los dos hombres doblaban para seguir aquel sonido amortiguado—. Será totalmente imposible encontrarla si…


—Entonces tendremos que pedir ayuda a la providencia —dijo Darcy por encima del hombro, empezando a caminar a toda prisa por el pasillo, aguzando el oído para seguir los pasos de su presa.


—Ya lo he hecho, señor, y varias veces desde que llegamos a este… lugar.


Como la mayoría de los hombres nacidos en una posición privilegiada, Darcy se había acostumbrado desde muy niño a la presencia de los criados incluso en los lugares más íntimos; como consecuencia, la total ausencia de cualquier miembro de la servidumbre en todo el recorrido a través del castillo le pareció particularmente significativa. El viejo mayordomo había dicho la verdad. De los empleados de Sayre no se podía esperar mucha ayuda, si es que se podía esperar alguna, a la hora de defender Norwycke, y una vez alentados por los del exterior, era muy probable que se unieran a la caza de lady Sylvanie y su dama de compañía. Fletcher y él debían encontrarlas primero, para evitar cualquier tragedia que pudiera recaer para siempre tanto sobre los muros de Norwycke como sobre la conciencia de sus propietarios e invitados.


Al llegar a otra esquina, oyó una puerta que se cerraba con suavidad. Darcy dobló primero, pero fue recibido por una oscuridad infernal que no pudo penetrar. Era evidente que ahora estaban en un sótano.


—¡Una vela! ¿Fletcher, ve usted alguna vela?


—¡Un momento, señor! —Darcy oyó que su ayuda de cámara buscaba algo entre su ropa y pocos instantes después notó que le ponía una vela en la mano—. Sosténgala delante de usted, señor —Darcy estiró el brazo. Nunca en la vida le había gustado tanto oír el chasquido del pedernal para encender la vela.


—¿Ha traído usted una vela? —miró a Fletcher con asombro. La vela creó un vacilante rayo de luz a su alrededor. El ayuda de cámara se limitó a responderle con una sonrisa, antes de que los dos se volvieran para inspeccionar el pasadizo. Al parecer se encontraban en una sección abandonada de los almacenes del castillo, porque hasta donde alcanzaba a iluminar la vela se veía una serie de puertas alineadas en las paredes de piedra. Con la luz en alto, Darcy dio unos cuantos pasos vacilantes, aguzando el oído para percibir cualquier sonido, pero todo estaba en silencio.


—Señor Darcy —dijo Fletcher en voz baja—. ¡Deme la vela! ¡Por favor, señor! —Darcy se volvió enseguida y se la entregó.


—¿Ha descubierto algo?


—Cuando usted avanzó delante de mí, señor, noté… ¡Ahí! ¿Lo ve, señor?


Darcy dirigió la mirada en la dirección que señalaba Fletcher. ¡Huellas! Débilmente marcadas en el polvo que cubría el pasadizo abandonado se veían sus propias huellas, cuando se había adelantado a Fletcher. Y si se podían ver las huellas de él, ¿no se podrían ver también las de lady Sylvanie? Darcy tomó la vela y la acercó al suelo, en busca de cualquier indicio sobre el polvo que no hubiese sido hecho por él mismo. Mientras revisaba el corredor en ambos sentidos transcurrieron algunos minutos preciosos, pero su cuidadosa búsqueda pronto obtuvo recompensa.


—¡Aquí! ¡Fletcher! —gritó con tono triunfal. Luego empujó la manija, con la esperanza de que la puerta no estuviese cerrada por dentro. La maciza puerta giró de manera obediente sobre los silenciosos goznes, abriéndose hacia una estancia que parecía extrañamente brillante en medio de tanta oscuridad. Tanto Darcy como Fletcher parpadearon y entrecerraron los ojos al entrar, y la llama de su pequeña vela pareció desvanecerse entre la luz que ahora los rodeaba.


—¡Darcy! —lady Sylvanie salió de repente de la penumbra, destacada por la luz de las múltiples velas, y avanzó hacia él con una mirada autoritaria— ¡No ha debido seguirme!


Molesto por la continua arrogancia de la dama, a pesar de encontrarse en una situación difícil, el caballero se enderezó y le respondió con la misma actitud.


—Milady, si he debido hacerlo o no ya no tiene importancia —replicó con tono cortante—. Estoy aquí y he venido a advertirle que usted no puede seguir adelante. Sus detestables planes están poniendo en peligro la vida de su hermano, el bienestar de sus invitados y el futuro de los criados de esta casa. ¡Ríndase! Hay una chusma a las mismísimas puertas del castillo. Entrégueme el niño y me encargaré de que usted y su dama de compañía puedan salir de Norwycke sin sufrir daño alguno, y marcharse a donde quieran.


—Usted se encargará… —espetó ella.

 —Tiene mi palabra, pero tiene que estar de acuerdo —Darcy se inclinó hacia ella y la miró con gesto autoritario—. No pienso negociar. ¡Usted ya ha jugado sus cartas y ha perdido!


—Se equivoca usted, si piensa que puede asustarme o despertar en mí algo de compasión por mi hermano, señor —lady Sylvanie hizo un gesto de desprecio—. ¿Qué compasión tuvo él por mí cuando nos envió a mí y a mi madre a pudrirnos entre un montón de mohosas piedras a Irlanda? ¿Acaso le importó que casi nos muriéramos de hambre?  ¿Acaso mi hermano tiembla ante su Dios, cuando piensa en lo que le hizo a la esposa de su padre y a su propia hermana, sangre de su sangre?


—En efecto, Sayre tiene muchas cosas por las cuales responder…


—¡Y responderá! Esta noche iba a tener que rendir cuentas, si usted…


—¿Si yo lo hubiese llevado a la ruina, como usted esperaba? —Darcy se indignó— ¿Y qué más? ¿Se supone que debía proponerle matrimonio a usted después de haber vencido a Sayre?


—Si era mi deseo —contestó ella; los ojos de lady Sylvanie brillaron con insolencia y luego se clavaron en Darcy—. Y todavía puedo desearlo —dio media vuelta con los brazos cruzados sobre su pecho, alejándose—. ¡Tendré mi venganza, Darcy! ¡Veré a Sayre arruinado! —se giró otra vez hacia él y esa fiereza de hada que Darcy había admirado en ella el día que la conoció, brillaba ahora con un fervor sobrenatural— ¡Es una promesa y nadie va a negármela ahora!


El caballero la miró con asombro. El resentimiento de la dama hacia su pasado y su familia era tan profundo, tan imperdonable, que había preferido enfrentarse a todo el mundo. Si lady Sylvanie había sido alguna vez una mujer sensata, su apariencia y sus palabras de ahora demostraron a Darcy que había perdido la razón. Se había convertido en una criatura enferma, que había sufrido tanto que estaba más allá de la reconciliación.


—¿Entonces usted quiere destruir a Sayre y todo lo que lo rodea? ¿Destruir no sólo a los culpables del maltrato que usted recibió sino también a los inocentes?


—¿Acaso usted nunca ha deseado vengarse, Darcy? —lady Sylvanie bajó la voz hasta hablar casi en un susurro. En contra de su voluntad, él se acercó para poder oír sus palabras— ¿Acaso nadie lo ha herido nunca, hasta llegar casi a destruirlo? —Darcy se quedó paralizado, sintiendo un escalofrío que recorría su espalda— ¿Nadie ha tomado lo que para usted era más valioso… —un nombre brilló en la mente de Darcy, excluyendo cualquier otro pensamiento—… para ensuciarlo y rebajarlo más allá de todo reconocimiento o redención?


El caballero sintió brotar súbitamente de su corazón una rabia amarga que casi lo ahoga.


—Sí —continuó ella suavemente, arrastrando las palabras—, usted ha experimentado esa sensación. Y todavía desea vengarse. ¿Cuál es su nombre? —la cara burlona de Wickham, esa sonrisa triunfal, esa mirada sarcástica, se alzaron ante él tal como lo había visto cuando lo descubrió en Ramsgate y luego, otra vez, en Hertfordshire—. ¡Recuérdelo, Darcy! Piense en lo que le hicieron, en lo que le hicieron a sus seres queridos. La traición, el dolor —¡Georgiana! Darcy volvió a ver la sombra apesadumbrada en que se había convertido su dulce e inocente hermana… Wickham. Ese hombre había estado tan cerca, tan increíblemente cerca de destruirlos a todos.


«Él ha tenido la desgracia de perder su amistad». Darcy recordó la acusación que le había lanzado Elizabeth Bennet y la forma en que lo había mirado volvió a golpearlo como un látigo. Se vio a sí mismo esa noche, mudo ante la acusación de ella, perdiendo la última oportunidad de recuperar la buena opinión de la muchacha. ¡Wickham! Darcy sintió que un profundo rugido comenzaba a formarse en su pecho.


—¡Usted ya ha sufrido esa amargura durante mucho tiempo, ha soportado el dolor que le produjo más allá de todo límite! —las palabras de lady Sylvanie lo hicieron acercarse más— La razón no le produce ningún alivio, la lógica tampoco, ellas no tienen poder. Abrace la pasión, Darcy. Abrace «la voluntad inflexible, la sed insaciable de venganza». Y yo podré guiarlo en el camino, ayudarlo, consolarlo.


¡Venganza! La tentación que lady Sylvanie le ofrecía fue creciendo en la mente del caballero y, durante un breve instante, se permitió examinar ese deseo que había nacido en lo más profundo de su corazón desde la primera vez que Wickham lo había avergonzado falsamente ante su padre hasta los meses de sufrimiento de Georgiana.


—Pero el niño, milady —la débil súplica de Fletcher penetró en los exaltados sentidos de Darcy y detuvo el torrente de palabras de lady Sylvanie—. ¡Tenga piedad, querida señora!


Lady Sylvanie vaciló y luego se volvió a mirar al ayuda de cámara.


—El niño no sufrirá ningún daño serio, excepto unos cuantos cabellos arrancados y el hecho de pasar varias noches lejos de su madre. Dentro de poco ya no lo necesitaremos. Antes de que finalice esta semana, Lady Sayre estará convencida de que ha concebido y el niño será devuelto —soltó una carcajada—. ¿Se imagina? ¡Esa tonta! Se creyó mi cuento de que si le daba de mamar al hijo de un campesino y se tomaba unas cuantas hierbas, podría curar la esterilidad de su vientre. ¡Como si yo la fuera a ayudar en contra de mis propios intereses!


—Señora, usted ya no tiene tiempo —Darcy se recuperó por fin del hechizo producido por las palabras de lady Sylvanie—. Sólo le quedan unos cuantos minutos antes de que la chusma a la que su hermano se está enfrentando en este preciso momento descienda hasta este pasadizo en busca de ese niño —avanzó hacia ella, decidido a obligarla a entregarlo—. Le repito, señora, ríndase. Todo ha acabado. Entréguemelo ahora o correrá usted mucho peligro.


 —¿Rendirnos? ¿Cuando estamos a punto de lograr nuestro objetivo? —la voz resonó con fuerza y se estrelló contra las paredes de piedra de la estancia. De repente, se abrió una puerta que estaba en la pared inferior, unos cuantos escalones detrás de lady Sylvanie, y la figura jorobada de su dama de compañía subió las escaleras, con un niño exánime entre los brazos— ¡La hora ha llegado y no necesitamos su débil ayuda! ¡Doyle! —lady Sylvanie contuvo el aliento, mientras la anciana la apartaba a un lado y se enfrentaba a Darcy.


—El señor Darcy ya lo ha descubierto todo, ¿no es verdad, señor Darcy? ¿O fue su criado quien lo hizo? Un hombre inteligente —dijo, soltando una risita—, pero no lo suficiente. Los hombres nunca son inteligentes.


El asombro del caballero ante la audacia de la mujer no fue nada comparado con la perplejidad que sintió cuando la criada deforme pareció crecer ante sus ojos. La forma sobrenatural en que aumentó de tamaño coincidió con un rejuvenecimiento cuando, con una sonrisa de burla que se extendió a toda su cara, la mujer se desató la cofia de viuda y la lanzó lejos. Una melena de pelo negro como la noche, salpicado de mechones grises, se deslizó entonces por sus hombros.


—¡Lady Sayre! —exclamó Fletcher, aterrado al ver la figura alta que se erguía ahora en actitud desafiante frente a ellos.


—Sí, lady Sayre —respondió ella, pero sin quitar los ojos de encima de Darcy—. No esa marioneta a la que mi hijastro le ha dado el título. Han pasado doce largos años y todo se habría solucionado por fin esta noche, si usted hubiera hecho lo que se le dijo, señor Darcy. —Desvió los ojos para mirar a su hija—. Él tiene razón en una cosa, Sylvanie. Debemos marcharnos ahora, pero no nos vamos a ir con las manos vacías, derrotadas. Tendremos nuestra compensación…


Mientras la mujer estaba concentrada en otra cosa, el caballero se movió para tratar de agarrar al niño; pero cuando lo hizo, lady Sayre sacó una pequeña daga de plata repujada y la puso contra la garganta del niño.


—¡Mamá! —gritó lady Sylvanie. Darcy se quedó inmóvil, mirándola a los ojos, alarmado— ¿Qué estás haciendo?


—«Une femme a toujours une vengeance prête, ma petite» —contestó lady Sayre con una carcajada—. ¡Aléjense de la puerta, señores!


Con el rabillo del ojo, Darcy pudo ver que Fletcher estaba caminando alrededor de ellos lentamente.


—¿Qué hará con el niño cuando esté lejos de Norwycke, señora? —preguntó Darcy, tratando de concentrar la atención de la dama sobre él.


—Creo que ya lo sabe, señor Darcy.


—¿Otra visita a la Piedra del Rey? Fue usted, ¿no es cierto? Conejos, gatos, cerdos… —lady Sayre esbozó una sonrisa malévola a medida que el caballero enumeraba sus actividades— Usted fue la persona que yo vi la primera noche, cuando regresaba de la piedra después de hacer su última… —el rostro de Darcy se ensombreció con repugnancia— De hecho, todo ha sido un engaño desde el comienzo. Dígame, ¿el agente que envió Sayre todavía está vivo o está enterrado en algún lugar olvidado en Irlanda?


—Dile que no es así, mamá —lady Sylvanie miró desesperadamente a su madre, pero la mujer no contestó—. El niño no corre ningún peligro —dijo otra vez con convicción, mientras se volvía a mirar a Darcy— y el hombre recibió un soborno. ¡Yo vi el dinero! ¡Está en algún lugar de América!


—¿De verdad, milady? —le preguntó Darcy a lady Sayre con un tono sarcástico— ¿El enviado de Sayre está feliz viviendo en América y el niño estará a salvo?


—¡Díselo, mamá! —los ojos de Sylvanie brillaron con rabia. En ese momento, se oyó el eco de un grito, que resonó en algún lugar encima de ellos.


—La chusma de la aldea ha conseguido entrar en el castillo —observó Darcy con calma—. Lo más probable es que estén recorriendo todos los rincones mientras hablamos. Señora, creo que el tiempo se ha agotado.


—¡Sylvanie, déjanos! —ordenó lady Sayre con los ojos resplandecientes.


—Mamá, no te puedo dejar…


—¡Vete, ahora! ¡Ya sabes adónde! —gritó lady Sayre. Sylvanie dejó escapar un gemido y negó con la cabeza, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas— ¡Sylvanie, obedece!


—Mamá —dijo la joven sollozando y, dando media vuelta, salió al corredor oscuro dando tumbos. Ellos oyeron sus pasos hasta que se perdieron en medio de la oscuridad.


—Usted la ha destruido y lo sabe —susurró Darcy.


—Usted no sabe nada —espetó lady Sayre, cambiando al niño de brazo. A lo largo de la conversación, el bebé no se había movido. Darcy pensó que seguramente había sido drogado y que eso era una ventaja. Si el niño hubiese pataleado, ahora probablemente estaría muerto—. Usted no sabe lo que es amar a alguien obsesivamente, haberle dado un hijo —continuó—. Haber criado a sus ingratos hijos, soportando con dignidad las afrentas de sus parientes y amigos, sólo para perderlo en un estúpido accidente y por culpa de un médico incompetente —en ese momento Fletcher ya había llegado hasta una mesa llena de velas e hizo ademán de darle la vuelta. Darcy hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.


—Y luego Sayre las envió a usted y a su hija a Irlanda, donde durante doce años, usted planeó esta venganza.


—Sí, tal como pensé: un hombre inteligente. A punto estuvo de convertirse en mi yerno. ¡Imagínese! Pero no puedo permanecer más tiempo en su encantadora compañía, señor —la mujer se movió hacia la puerta.


—¡Ahora! —gritó Darcy. Fletcher le dio la vuelta a la mesa con gran estruendo, mientras Darcy acortaba de un salto la distancia que lo separaba de lady Sayre y le sujetaba la mano con la que sostenía la daga. Fletcher corrió enseguida junto a ellos y, después de varios intentos, logró arrebatarle el niño a la mujer. La dama lanzó un grito de furia y, por un fugaz instante, Darcy se sintió incapaz de ejercer más fuerza sobre ella, por temor a hacerle daño. Pero finalmente presionó un poco más su brazo, hasta que ella dejó caer la daga al suelo, con un grito de dolor.


—Perdóneme, milady —Darcy disminuyó la presión, pero no la soltó. Al oír más gritos y el sonido de pasos en el exterior de la estancia, los tres se giraron a mirar hacia la puerta. El primero en aparecer fue Trenholme, seguido de Sayre y Poole.


—¡Oh, santo Dios! —Trenholme casi se cae al tratar de entrar a la habitación— ¡Lady Sayre!


—¿Qué sucede? —preguntó Sayre, apartando hacia un lado a su hermano— ¡Darcy! ¿Qué estás…? ¡Oh! —a Sayre casi se le salen los ojos de las órbitas al ver el rostro de su madrastra— ¡Pero si usted está muerta! La carta… ¡decía que usted estaba muerta! —graznó.


—Y lo estoy, Sayre. Estoy muerta y he vuelto para atormentarte —lady Sayre se rió con crueldad y luego comenzó a recitar una retahíla de maldiciones que hicieron que Sayre y su hermano palidecieran de terror. Se oyeron más pasos y Monmouth asomó la cabeza.


—¿Lady Sylvanie? —preguntó, mirando a lady Sayre totalmente confundido.


—Su madre —explicó Poole.


—¿Madre? Eso no puede ser posible, Poole. ¡La madre está muerta! Aunque se parece muchísimo. Una prima, tal vez.


—Tris —dijo Darcy, interrumpiendo las especulaciones de Monmouth—. Lady Sylvanie se fue por el corredor. ¿Podrías encontrarla y traerla de vuelta? —Monmouth se rió y le hizo una inclinación, antes de emprender la nueva búsqueda. Darcy miró por encima del hombro de lady Sayre a su hijastro mayor— Los campesinos, ¿qué ha sucedido?


Sayre miró a Darcy con desconcierto, como si estuviera soñando, pero Poole se adelantó.


—Los detuvimos en el puente levadizo. Les mostramos nuestras pistolas y algunos de los mosquetes de Sayre. Eso los detendrá hasta que llegue el magistrado con sus guardias —hizo una seña hacia Fletcher, que todavía tenía en sus brazos al niño inconsciente—. ¿Ése es el chico que buscan?


—Ése es el niño, sí. Fletcher, será mejor que se ocupe de devolverles el niño a sus padres —ordenó Darcy con tono autoritario—. Pero tenga cuidado. Tal vez sería mejor escribirle primero una nota al magistrado.


—Sí, señor Darcy —Fletcher inclinó la cabeza y, con un suspiro de cansancio, se abrió camino a través de las personas que llenaban la habitación.


—¡Sayre! —Darcy se dirigió a su anfitrión con voz enérgica— ¿Qué quieres hacer con lady Sayre? ¡Sayre! ¿Me oyes?


—¿Hacer? —Sayre siguió encogiéndose ante la figura de su madrastra, que no cesaba de balbucear mientras lo miraba fijamente con odio— ¿Hacer? —repitió con voz débil.






* * * * * *






—¿Y entonces qué dijo ese pomposo idiota? Siempre dije que era mucho ruido y pocas nueces.


El coronel Fitzwilliam se tomó el último sorbo de brandy y colocó el vaso sobre la chimenea del estudio de su primo. Darcy había regresado de Oxfordshire hacía una semana, pero algunas obligaciones militares habían impedido que su primo acudiera a visitarlo a Erewile House. Sin embargo, eso no había tenido mucha importancia. Hasta aquel día, Darcy se había sentido incapaz de contar la historia. Había logrado resistir incluso las sutiles preguntas de Dy, lo que provocó que su amigo sacudiera la cabeza y afirmara de manera tajante que Darcy era «la persona más antipática» que conocía, por negarse a contarle lo que debía ser «el escándalo más delicioso de la temporada». Incluso después de una semana, Darcy sólo se atrevía a contar el asunto con cierta reserva. Georgiana tampoco lo había atormentado pidiéndole que le hiciera un relato de su visita. Con sólo mirarlo a la cara el día de su regreso, desistió de hacerlo y en lugar de eso ordenó que le llevaran a su estudio una gran cantidad de té y bizcochos. Luego procedió a hacer que él se sintiera lo más cómodo posible y le sirvió un dulce tras otro, mientras le acariciaba el brazo y le contaba con voz suave todas las actividades que había desarrollado durante su ausencia. Darcy casi se queda dormido en su hombro.


—¿Sayre? Ni Sayre ni Trenholme fueron de ninguna ayuda; estaban tan impactados, o se sentían tan culpables, no sé cuál de los dos cosas, que se quedaron sin palabras. Así que llevamos a lady Sayre arriba, a la parte del castillo habitada, donde nos encontramos con Chelmsford y Manning, que estaban armados, cada uno con una pistola. ¡Había que tomar una decisión, pero te juro que nunca había visto semejante colección de idiotas! Finalmente Manning se impacientó y declaró que no le importaba si la mujer era lady Sayre o no, pero que enviaría a la aldea a buscar al magistrado para que se la llevara bajo custodia, y que deseaba verla en el infierno o en Newgate, lo que llegara primero, por lo que había hecho.


Richard soltó un silbido.


—Manning siempre fue un canalla, aunque haya sido él quien te advirtió lo que pasaba —Darcy levantó su propio brandy mostrándose de acuerdo y le dio otro sorbo. Eso le dio una excelente excusa para hacer una pausa en su historia. Lo que venía después le resultaría difícil. Su primo le permitió esos momentos de silencio, mientras se distraía atizando el fuego en la chimenea. ¿Lo habría prevenido Georgiana antes de subir? Era probable. Darcy abrió la boca para comenzar, pero no encontró las palabras adecuadas. Richard notó su vacilación y, suspirando al verlo, preguntó en voz baja—: ¿Qué sucedió después, Fitz?


—Cuando lady Sayre vio que Manning estaba convenciendo a los demás para que tomaran una decisión, estalló en un horrible ataque de ira. Fue la cosa más diabólica que he visto en la vida, Richard. Se contorsionaba y se movía de tal forma que después de darme un terrible pisotón, logró soltarse.


—Eso era lo que necesitaba —dijo Richard.


Darcy apretó los labios, asintiendo con la cabeza.


—Así es. Se abalanzó sobre Manning. Pensé que intentaría golpearlo, pero en lugar de eso fue directamente hacia la pistola que él se había metido en el cinto. En un instante, la tenía lista y apuntó hacia el salón. Manning gritó que tenía un gatillo muy sensible y tengo que confesar que yo también corrí a refugiarme, al igual que el resto.


—Era lo único razonable que se podía hacer —aprobó Richard.


—Sí… bueno. —Darcy tragó saliva y miró con gesto pensativo el líquido ámbar que todavía quedaba en su vaso. Luego se lo bebió de un solo trago—. Ella se rió de nosotros, se rió y nos maldijo. Tan pronto como oímos sus pasos alejándose por el pasillo, salimos en su persecución. No habíamos llegado muy lejos, cuando oímos un disparo. Resonó una y otra vez… el eco parecía interminable.


—¡Oh, Fitz! —Richard contrajo el rostro con consternación.


—La encontramos en la galería, frente al gran retrato de ella, Sayre y Sylvanie.


—¡Oh, por Dios, Fitz! ¡Debe haber sido horrible! —Richard le puso una mano sobre el hombro— ¿Y qué pasó con lady Sylvanie? —preguntó, tratando, evidentemente, de hacer que los pensamientos de Darcy se alejaran de la imagen que sus palabras habían evocado.


—Ninguno de nosotros vio a Monmouth cuando regresó de su persecución. Pero al día siguiente supimos que se había marchado durante la noche, con su equipaje y su carruaje.


—¿Traición? —preguntó Richard.


—En cierta forma —Darcy señaló el periódico que reposaba sobre su escritorio. Richard avanzó hacia él y lo levantó.


—¿Qué debo buscar?


—Los anuncios. Tercera columna, séptima de arriba hacia abajo.


Su primo leyó: «Lord Tristram Penniston, vizconde de Monmouth, agradece los mensajes de felicitación de sus amigos con ocasión de su matrimonio con lady Sylvanie Trenholme, hermana de lord Carroll Trenholme, marqués de Sayre, del castillo de Norwycke, en Oxfordshire».


Richard miró a Darcy con asombro:


—¿Se casó con ella?


—Ella puede ser muy persuasiva —explicó Darcy—. Muy persuasiva.


—Ya veo —respondió Richard de manera escéptica. El reloj de la chimenea dio las diez y al oír la última campanada, el coronel miró por la ventana hacia la noche y luego se dirigió de nuevo a su primo—. Está nevando otra vez. Debo irme, si quiero presentarme a los servicios religiosos mañana. Mi madre —dijo con tono obediente, al ver la mirada de incredulidad de Darcy— me ordenó acompañarla a ella y a mi padre a St.… mañana, o si no me sacará los ojos. Te veré allí, supongo.


Darcy negó lentamente con la cabeza.


—No, tengo cosas… —dejó la frase sin terminar; luego dijo—: No, no voy a ir. ¿Me harías el favor de acompañar a Georgiana en mi lugar? —su primo lo miró con un gesto de sorpresa, pero se abstuvo de hacer más comentarios.


—¡Claro! ¡Encantado, Fitz! —avanzó hacia la puerta y recogió en el camino su chaqueta y su sombrero, dio media vuelta y añadió—: Lo olvidarás con el tiempo, ya verás. Te aseguro que cuando vayamos a visitar a lady Catherine no será más que un mal sueño. Trata de no pensar mucho en eso, amigo —concluyó con sinceridad y salió.


Darcy hizo una mueca mientras daba media vuelta y regresaba a la chimenea, donde se sirvió otro brandy. El consejo de Richard sería razonable si él se sintiese culpable, o todavía lo impresionara el suicidio de lady Sayre. Pero aunque había sido terrible, no sentía ninguna de esas dos cosas. Él había hecho todo lo que era humanamente posible para descubrir y evitar lo que había sucedido en Norwycke. No, lo que lo mortificaba no era el inmenso deseo de venganza que había provocado los acontecimientos del castillo de Norwycke, sino el deseo que había sentido en su propio interior durante esos breves momentos en que había estado bajo el hechizo de lady Sylvanie. Rogaba a Dios que no fuera así, que el deseo que había visto en el fondo de su alma no fuera auténtico; sin embargo, no conseguía una completa tranquilidad.


Se sentó en el diván, estiró las piernas y se quedó mirando el fuego. Al oír un golpeteo, levantó la cabeza. Ese sonido, seguido de un ruido en el pomo de la puerta, le advirtió de la identidad de su visitante. Poco después, Trafalgar estaba reclamando sus derechos sobre el diván. Darcy estiró la mano para acariciar las orejas del perro.


—¿A qué debo esta visita, monstruo? ¿Te encuentras otra vez metido en problemas? —Trafalgar se limitó a bostezar y a parpadear, antes de apoyar la cabeza sobre las piernas de su amo— Tienes la conciencia tranquila, ¿no es así?


Acarició la cabeza del perro y luego se detuvo. Cambiando un poco de postura, buscó en el bolsillo de su chaleco y sacó los hilos de bordar. Los sostuvo por el nudo y los agitó hasta que las hebras se separaron; luego los levantó lentamente y se quedó observándolos en silencio, mientras los colores danzaban a la luz del fuego.

FIN

domingo, 6 de febrero de 2011

DEBER Y DESEO. Capítulo XI

Una novela de Pamela Aidan


La apuesta de un caballero




Darcy acabó el contenido del vaso y se dio la vuelta al mismo tiempo que Poole se le acercaba a pedirle que formara la cuarta pareja con lady Beatrice. Después de colocar el vaso sobre una bandeja, atravesó el salón hasta el lado de las damas y le ofreció su mano a la señora, tratando de hablar lo menos posible. Lady Beatrice recibió los parcos cumplidos de Darcy con simpatía y enseguida tomaron su puesto en el baile. Como el caballero esperaba, los acordes de otra danza popular comenzaron a sonar. Buscó a Sylvanie con la mirada, pero ella no estaba entre los que estaban bailando.


—Ha salido, señor Darcy —Lady Beatrice se volvió hacia él durante la inclinación inicial, con una sonrisa traviesa—. Lady Sylvanie y su criada se fueron poco después de terminar su baile, por si le interesa saberlo —Darcy sintió un rubor que le subía hasta el endemoniado nudo de Fletcher.


—¿En serio?—contestó con indiferencia, ignorando las sugerentes miradas de la dama.


Lady Sylvanie regresó al cabo de un rato, después de haber sido anunciado el último baile de la noche, aunque sin su dama de compañía. Darcy la miró con el rabillo del ojo, mientras hacía girar a la señorita Farnsworth con la mano levantada. Cuando sonó el último compás, le hizo una apresurada inclinación a su pareja, pero lady Sylvanie ya había posado sus ojos en Sayre. Con la barbilla levantada, lo abordó mientras estaba conversando con lord Chelmsford y se lo llevó aparte. Aunque estaba demasiado lejos de ellos para alcanzar a oír lo que decían, Darcy vio claramente el efecto de las palabras de la dama. Sayre adoptó primero una expresión cautelosa y luego de disgusto. Miró alrededor del salón con inquietud, mientras su hermanastra seguía hablando. De repente, algo que ella dijo llamó su atención. Se puso pálido. Le lanzó una rápida mirada a Darcy y volvió a concentrarse en ella, al tiempo que se inclinaba para susurrarle algo. Lady Sylvanie asintió con la cabeza y el color regresó a la cara de Sayre. Él asintió rápidamente como respuesta y cada uno se retiró a un extremo diferente del salón.


Darcy estaba seguro de que la conversación tenía que ver con la espada. La dama le había exigido a su hermano que la pusiera sobre la mesa y la jugara y, según parecía, había ganado el pulso. Pero, para su sorpresa, la preciada arma no tenía nada que ver con el anuncio que Sayre les hizo enseguida a todos los asistentes.


—¡Caballeros, caballeros! —tronó, haciéndose oír sobre el murmullo de conversaciones— ¡Y damas! —el salón quedó en silencio— Se me ha informado de que el baile ha gustado tanto a las damas que están convencidas de que la velada no debe terminarse todavía. Me han propuesto que esta noche, si así lo desean, las damas más intrépidas sean invitadas a observar a los caballeros mientras nos enfrentamos a nuestra batalla nocturna con la suerte.


Al igual que el resto de los caballeros, Darcy, que no salía de su asombro, guardó silencio ante semejante propuesta. ¿Damas presentes durante una noche de juego? Él había oído rumores sobre ese tipo de reuniones entre los amigos cercanos a su alteza real, pero ¿qué era aquello? En contraste con la actitud de los caballeros, las damas más jóvenes parecían muy entusiasmadas con la idea y fue su entusiasmo lo que sacó a los caballeros de su sorpresa, arrancándoles una aprobación primero vacilante y después definitiva.


—¡Sayre! —gritó Monmouth por encima del murmullo— Yo propongo que tu metáfora sea llevada a la realidad y que «batallemos» ¡por el honor de la dama de cada caballero! —miró con una sonrisa maliciosa hacia el grupo tembloroso envuelto en sedas y agregó—: Desde luego, cada dama debe obsequiar a su paladín con algo que pueda llevar al campo, algo íntimo y personal que lo anime, una especie de amuleto que le dé suerte en la mesa —el clamor que surgió de entre las damas estaba teñido de un delicioso sentimiento de escándalo e inmediatamente todas comenzaron una frenética búsqueda de cintas, encajes o incluso pañuelos que llevaran encima y que pudieran ser adecuados para cumplir el requerimiento de lord Monmouth.


En ese momento, lady Sylvanie se acercó a Darcy, con una sonrisa de desdén que lo invitaba a reírse junto a ella de los aspavientos y poses de las otras. Sin decir ni una palabra, sacó de su corpiño un pedazo de lino blanco enrollado, atado con una tira de cuero y, tomando un alfiler que tenía escondido en el vestido para ese propósito, le puso el rollito de tela en la solapa, directamente encima del corazón.


—¿Qué es esto, señora? —preguntó Darcy en voz baja, mientras recordaba haberla visto cuando se lo metía entre el corpiño.


—Mi amuleto, mi caballero. ¿Acaso no estaba usted prestando atención? —dijo ella con tono burlón. Darcy sintió un estremecimiento involuntario. A pesar de todas las sospechas que tenía sobre ella, el hecho de tenerla tan cerca y ese íntimo contacto todavía eran difíciles de resistir.


—Pero usted no podía saber que Monmouth iba a hacer esa sugerencia y este «amuleto» no es algo que acabe de hacer ahora.


—No, no lo «acabo» de hacer, tiene usted razón —lady Sylvanie sonrió, mientras se aseguraba de que el amuleto estuviese firmemente sujeto al pecho de Darcy—. Pero es mucho más valioso que las fruslerías que todos están intercambiando en este momento. Fíjese, todo el mundo cree en la suerte. Sólo es cuestión de grado… o de capacidad de arriesgarse.


—¿Puedo arriesgarme a preguntar qué contiene? —replicó Darcy, ocultando su incomodidad tras una demostración de ingenio. Teniendo en cuenta lo que sospechaba de ella, las posibilidades eran repugnantes.


—Un poco de esto y de aquello —respondió de manera despreocupada. Luego clavó en él sus profundos ojos grises y añadió—: No nos fallará. Más tarde, cuando todo haya acabado y estemos en privado, se lo mostraré.


Sayre los llamó a todos al orden y pidió a los caballeros que llevaran a sus damas hasta la biblioteca. Las entusiasmadas parejas tomaron sus puestos y pronto se vio qué damas se habían arriesgado a aceptar la invitación. Darcy no se sorprendió lo más mínimo al ver a lady Felicia del brazo de Manning, y tampoco al enterarse de que la señorita Avery iba a retirarse por orden de su hermano. Lady Chelmsford también declinó aquella invitación a introducirse en los misterios de la mesa de juego, pues dijo que estaba demasiado fatigada para comenzar un nuevo entretenimiento. La señorita Farnsworth había concedido su favor a Poole, la mano de lady Beatrice descansaba en el brazo de Monmouth y lady Sayre estaba al lado de su esposo. En opinión de Darcy, ella parecía un poco inquieta y se imaginó que la intervención de Sylvanie en la planificación de las actividades de la velada no había sido muy bien recibida.


Sayre y su esposa se pusieron a la cabeza de la fila y todo el grupo se dirigió hasta la biblioteca detrás de ellos. Darcy levantó la cabeza a modo de silenciosa invitación hacia lady Sylvanie y le ofreció el brazo. La dama lo aceptó con la misma cortesía y los dos ocuparon su lugar. La magnífica procesión comenzó a avanzar con la ayuda de una sola lámpara que llevaba en alto un criado para iluminar el camino a través de los oscuros corredores. Aparte de los dos sirvientes que abrieron las puertas de la biblioteca, Darcy no vio a nadie más.


La biblioteca también se había transformado. Las estanterías vacías servían ahora de sostén a numerosas velas, el fuego chisporroteaba en la chimenea y alrededor del salón habían dispuesto mesas y sillas para las damas. La mesa que había a un lado, que normalmente sólo contenía bebidas fuertes, ostentaba ahora licores más suaves, de los que les gustaban a las damas, así como los más fuertes que necesitaban los hombres. También se habían añadido varias bandejas con pan y carnes frías, además de ensalada de pollo y frutas, que competían con las botellas amarillas y verdes para atraer la atención de los asistentes. Pero lo más llamativo era la forma en que habían dispuesto la mesa de juego. Ocupaba el centro del salón, y todo lo demás estaba organizado alrededor en círculos concéntricos. Los asientos de los caballeros ya estaban preparados y en cada sitio había una tarjeta. Un rápido examen confirmó las sospechas de Darcy. La tarjeta con su nombre estaba en un lugar que miraba hacia la ventana más cercana. Se giró hacia la mujer que llevaba del brazo, que le devolvió una sonrisa. Pero mientras Darcy asentía para mostrar que había entendido, de repente, la sonrisa desapareció del rostro de lady Sylvanie y la mano que reposaba sobre el brazo del caballero sufrió un estremecimiento. La dama miraba fijamente algo que estaba detrás del caballero.


—Buenas noches, señor… milady —la voz de Fletcher llegó desde la espalda de su patrón.


¡Gracias a Dios! Darcy exhaló con fuerza, intentando que la tensión causada por la velada cediese un poco. Luego se giró para saludar a su fiel aliado.


—¿Fletcher?


—Señor Darcy —Fletcher hizo una pronunciada reverencia—. Todo está listo, señor —se levantó y sus ojos se cruzaron brevemente con los de su patrón, antes de agregar con un tono revelador—: Yo mismo me he encargado de todo.


Darcy comprendió perfectamente lo que su ayuda de cámara quería decirle. Aquello significaba que había examinado las mesas y las sillas en busca de compartimentos ocultos y se había asegurado de que los mazos de cartas que reposaban en las cajas estuviesen debidamente sellados.


—Muy bien —Darcy asintió con la cabeza.


—¿Puedo prepararle un plato con algo de comer, señor? ¿O a la señora? —la mirada de Fletcher pasó de manera impasible de Darcy a lady Sylvanie— ¿Una copa de vino, tal vez?


—¿Milady? —preguntó Darcy, bajando la vista para mirar el rostro de Sylvanie.


La dama tenía los ojos entrecerrados y miraba a Fletcher con odio, mientras su mano seguía firmemente agarrada del brazo de Darcy. Ni en el rostro ni en la actitud de Fletcher apareció indicio alguno de que se diera cuenta de la animadversión de la dama. Y tampoco se mostró amedrentado ni renunció a su propósito, porque se quedó inmóvil, esperando una respuesta, en medio de un silencio respetuoso e indiferente.


La tensión de la dama pareció disminuir y, después de lanzarle una mirada fugaz a Darcy, contestó:


—Una copa de vino es todo lo que necesitaré durante la velada.


—Muy bien, milady —Fletcher se dirigió a su patrón—: Señor, lord Sayre ha ordenado abrir una botella que ha despertado cierto interés entre los caballeros. ¿Le gustaría examinarla antes de que le sirva un vaso? —aunque Fletcher todavía mantenía la expresión de amable desinterés con que se había dirigido a lady Sylvanie, Darcy no necesitó otra señal, a pesar de que los dos eran nuevos en esta clase de juego.


—Milady —le dijo Darcy, solícito, a lady Sylvanie—, ¿puedo acompañarla a su silla antes de ir a ver esa famosa botella?


—Por supuesto —respondió ella con suavidad y señaló una silla que estaba detrás y a la derecha de la que le había sido asignada a él en la mesa—. Aquí estaré muy cómoda. Los dos lo estaremos, ya verá usted —lady Sylvanie acarició suavemente el amuleto que le había puesto a Darcy en el pecho y luego, con una sonrisa discreta, le permitió acompañarla hasta su sitio. El caballero contuvo el escalofrío que le produjo el carácter conspirador y complaciente de las palabras de la dama, la ayudó a sentarse y luego se dirigió directamente hacia donde estaba Fletcher, junto a la mesa.


—¿Sí? —siseó, agarrando la botella que Fletcher le entregó y fingiendo contemplar atentamente la etiqueta.


—Algo está pasando, señor. La vieja tiene a todo el mundo alborotado con los preparativos para este juego. ¿No es poco habitual que las damas estén presentes, señor?


—Sí, al menos en lo que respecta a mi experiencia. Aunque he oído… Pero eso no viene al caso. ¿Dice usted que los criados están alterados?


—Sí, señor Darcy, pero no sólo debido al repentino cambio de planes. Hace algunas horas dejó de nevar y finalmente pudieron regresar al castillo algunos criados que se habían quedado atrapados en Chipping Norton, debido a la tormenta. Y lo que tiene a toda la servidumbre en estado de agitación es el rumor que ellos contaron, señor —Fletcher hizo una pausa y sus ojos se posaron en el amuleto de lady Sylvanie—. ¿Qué es eso, señor? —susurró horrorizado.


—Un amuleto que me dio lady Sylvanie para tener buena suerte esta noche en la mesa de juego. Pero ¡olvídelo, hombre! ¿Qué rumor trajeron los criados? —el esfuerzo que Darcy estaba haciendo para evitar que su voz y su cuerpo manifestaran la agitación que sentía estaba a punto de estrangularlo.


Con la vista todavía fija en el amuleto, Fletcher dijo de manera temblorosa:


—El rumor, señor, es que se ha perdido un niño, el hijo de uno de los arrendatarios más pobres de lord Sayre. Un bebé, en realidad, que todavía no tiene edad para caminar.


—¿Qué? —siseó Darcy, girando miró involuntariamente a lady Sylvanie.


La dama ladeó la cabeza a modo de pregunta y, de paso, mostrando a Darcy que se le estaba agotando la paciencia por aquella conversación con el ayuda de cámara. ¡Un niño perdido! ¡Por Dios! Darcy sintió que el estómago se le revolvía, mientras combatía el creciente temor de que la escena que había visto en las piedras estuviese a punto de ocurrir realmente. Si era así, el peligro de la situación se había multiplicado, pero él no se podía multiplicar ni enviar a Fletcher a que revisara todo el castillo solo. Tampoco podía apelar a Sayre. ¿Qué prueba tenía además de sus sospechas y un rumor de los criados? Se dio cuenta de sólo tenía una posibilidad y la puso en marcha.


—Debo tomar asiento y usted debe ayudarme. Pero lo enviaré a hacer varios «encargos» durante el juego. Vea qué puede averiguar. Pero, por amor de Dios, Fletcher, ¡tenga cuidado!


—Sí, señor —el ayuda de cámara respiró profundamente y asintió con la cabeza, luego señaló la botella—. ¿Desea tomar algo, señor?


—¡Pero no eso! —Darcy descartó la idea de probar aquella vieja botella de whisky escocés— Un poco de oporto será suficiente por ahora. Sus noticias… —dejó la frase sin terminar, despachó a Fletcher para que trajera el vino y el oporto y se giró hacia el salón.


Con los vasos en la mano, los otros caballeros estaban tomando asiento, mientras las damas se deslizaban hacia sus puestos, felices por haberse arriesgado a asistir a una actividad de la que hasta ahora habían estado excluidas. Lady Sylvanie estaba esperando a Darcy con una actitud de paciente calma, pero cuando él se sentó, estiró la mano y lo rozó con los dedos, y él pudo comprobar que ese fuego que había sentido mientras estaban bailando había vuelto. Se obligó a responder a su sonrisa de la misma manera, pero la verdad es que, después de las últimas noticias, apenas podía soportar estar cerca de ella. Incómodo con la idea de que ella estuviera a su espalda a lo largo de todo el juego, Darcy agradeció haber tenido la idea de pedir la ayuda de Fletcher.


Pocos momentos después, el ayuda de cámara se les acercó con dos vasos en la mano y el caballero volvió a maravillarse de la impasibilidad en el rostro y la actitud de Fletcher.


—Señor Darcy, milady —murmuró, entregándoles los vasos. Luego, al ver la seña de Darcy, tomó su lugar a la izquierda de su patrón.


—¿Su ayuda de cámara siempre se queda con usted? —preguntó lady Sylvanie con una voz ahogada, que contradecía la sonrisa que adornaba sus labios—. No sabía que eso era habitual.


—No más que la presencia de las damas —contestó Darcy con tono neutro, mientras Sayre, sentado frente a él, llamaba la atención de los demás.


Los caballeros acercaron sus asientos a la inmensa mesa de juego redonda que el anfitrión había mandado hacer especialmente, en tiempos más prósperos. Manning se sentó a la izquierda de Sayre y Poole al lado, a la derecha de Darcy. A la izquierda de Darcy estaba Monmouth, seguido de Chelmsford. Como había sido su costumbre hasta ahora, Trenholme no los acompañó en la mesa sino que se quedó revoloteando alrededor, observando con nerviosismo a su hermano, tratando de controlar sus temores con una gran cantidad de cualquier licor que tuviera a mano.


—Bueno, ¿empezamos? —Sayre tomó uno de los paquetes de naipes y se lo ofreció a Manning; el barón lo aceptó y rompió el sello, antes de pasárselo a Poole, que sacó las cartas de la envoltura y se las devolvió a Sayre— ¿Os parece bien jugar al primero ? —el anfitrión miró alrededor de la mesa y, al no encontrar ninguna objeción, comenzó a sacar los 8, 9 y 10 que no se necesitaban. Una vez terminada esa tarea, barajó el mazo y le repartió dos cartas a cada uno.


Darcy tomó sus cartas: el 4 y el 7 de picas, un numerus de 35, posiblemente el comienzo de un fluxus, pero no lo suficiente como para tentarlo a hacer una apuesta. Movió la mano para indicar que pasaba, tal como habían hecho Manning y Poole antes que él. Monmouth y Chelmsford hicieron lo mismo. Evidentemente nadie se sentía todavía con suerte. Sayre repartió las otras dos cartas y puso el mazo a un lado. Una ola de expectación recorrió la mesa, mientras las damas se inclinaban hacia delante para ver lo que habían recibido sus paladines. Darcy le echó una rápida mirada al grupo reunido alrededor de la mesa y calibró la expresión de cada dama a medida que los caballeros levantaban sus cartas y las organizaban en la mano. Los otros jugadores hicieron lo mismo y Darcy experimentó su primera satisfacción de la velada, cuando vio que las miradas de los otros apenas se posaron sobre la dama que estaba detrás de él y enseguida siguieron su camino. No, no iban a sacar nada observando a Sylvanie, de eso estaba más que seguro. Acomodó en la palma de la mano las dos cartas nuevas y calculó lo que tenía: un as de picas y un 2 de diamantes, aparte de las otras dos, es decir un numerus de 51. Todavía tenía la posibilidad de formar un fluxus en el descarte, pero si no obtenía lo que necesitaba, también tenía en la mano la mayoría de las cartas para hacer un maximus, aunque fuera una combinación menos importante. Decidió, entonces, pasar y ver qué le traía el descarte.


Manning pasó y cambió dos cartas, pero Poole puso media corona sobre la mesa y le apostó a un primero de 30; obviamente, una apuesta menor de la que correspondía. De acuerdo con su previa decisión, Darcy pasó y cambió el 2 de diamantes. Contra todo pronóstico, sacó el 6 de picas, lo cual completaba lo que necesitaba para tener tanto un maximus como un fluxus, que era una combinación mucho más poderosa. Aunque apenas podía respirar, sumó las cartas que tenía en la mano y obtuvo un total de 69, sólo un punto por debajo del 70 perfecto. Un ligero suspiro de satisfacción acompañado por el ruido que producen las faldas cuando una dama se las acomoda llegó hasta sus oídos desde atrás. Darcy tensó los hombros. ¿Acaso Sylvanie quería darle a entender que ella era la responsable de las cartas que tenía en la mano? Se negó a caer en esa tentación, mientras miraba la mano tan increíblemente afortunada que le había salido. ¡No, ni la dama ni su maligno amuleto tenían absolutamente nada que ver con aquello! Puso las cartas bocabajo sobre la mesa.


Monmouth aceptó la media corona de Poole, puso otra corona y le apostó a un primero de 36, para felicidad de lady Beatrice, mientras que Chelmsford pasó y cambió dos cartas. Llegó el turno de Sayre, que aceptó la apuesta de Monmouth y apostó dos guineas más a un primero de 40. Manning miró con disimulo las monedas que reposaban sobre la mesa y, con una sonrisa despreocupada, arrojó dos guineas y luego otras dos, apostándole a un primero de 42. Poole pagó y el turno llegó otra vez a Darcy. Dos guineas tintinearon sobre el montón de monedas que había en el centro de la mesa, seguidas de otras dos, al tiempo que Darcy anunció un maximus de 55. Poole se acobardó, pero Monmouth pagó valientemente la apuesta de Darcy. Chelmsford volvió a pasar y cambió una carta y el turno regresó nuevamente a Sayre. El anfitrión pagó las dos guineas, al igual que Manning, que miró atentamente a Darcy y luego apostó tres más. Poole no aguantó la tensión y pasó, cambiando una carta.


De nuevo le tocó el turno de Darcy. Manning obviamente tenía un juego mucho mejor que un primero de 40, pero a menos que tuviera un chorus, Darcy tenía una mano mejor. Sin mirar sus cartas, que todavía reposaban sobre la mesa, Darcy se inclinó hacia delante, puso tres guineas más en el centro y apostó otras cinco.


—Demasiado para esta mano —dijo Monmouth arrastrando las palabras y pasó. Chelmsford lo siguió. Sayre se mordió el labio y vaciló un momento, pero finalmente cerró el puño alrededor de sus monedas y pagó las cinco guineas de Darcy. Manning miró a Darcy y luego a Sayre. Cinco guineas más se unieron al montón, pero ni una más. Al no haber ninguna apuesta, la partida había llegado a su fin. Darcy dio la vuelta a su fluxus sobre la mesa. Más que ver la reacción de sorpresa de Fletcher, Darcy la percibió, pero no fue nada comparada con la reacción de los demás.


—¡Maldición, Darcy, una mano absolutamente perfecta! —Manning lo miró con asombro, mientras los demás exclamaron al ver las cartas y luego miraron a la dama por encima del hombro de Darcy.


—Excepto por un punto, Manning —lo corrigió Darcy, sosteniéndole la mirada.


—Excepto por uno —aceptó Manning, recogiendo las cartas para la siguiente ronda. Sayre se recostó contra la silla, con los ojos fijos en su hermana, mientras Trenholme le susurraba algo al oído de manera acalorada. Darcy se giró y le hizo señas a Fletcher, que sacó una bolsa del bolsillo de su chaqueta y procedió a tomar posesión de su parte de las ganancias. Monmouth se inclinó y dijo:


—¿Sabías de antemano que la noche sería buena que por eso has traído a tu ayuda de cámara para que te ayudara a cargar la bolsa, Darcy? —la pregunta tenía un tinte de malicia.


Darcy reprimió la mueca de disgusto que le produjo el comentario y decidió mejor tomar la ofensiva y contestar de manera seca:


—¿Llevas mucho tiempo lejos de Londres, Tris? Traer a la mesa de juego al ayuda de cámara es la última moda. El sirviente de lord… incluso le baraja las cartas —Monmouth palideció al oír el sarcasmo, lo que le indicó a Darcy que su dardo había dado en el blanco sobre algo que sólo había sospechado después de leer la carta de Dy. «Un nido de víboras», había escrito Dy, «bellacos, bribones e idiotas». Bueno, ciertamente tenía razón. Casi siempre la tenía, ¡condenado hombre!


—¡Darcy, estamos esperando! —Sayre ya se había desembarazado de su hermano y le hizo un guiño a Darcy— ¡Tu dama, señor! —al ver la cara de desconcierto de Darcy, Sayre le señaló algo detrás de él— ¡Preséntale los respetos a tu dama, Darcy, para que podamos seguir! —el caballero le lanzó una mirada a Fletcher, que abrió los ojos pero no hizo ninguna sugerencia. Con la mirada de todo el salón sobre él, se levantó, dirigiéndose hacia Sylvanie. Ella levantó una mano lánguida y la deslizó con suavidad entre las de Darcy.


—Usted me honra con su triunfo, señor —dijo Sylvanie con un tono que invitaba a tomarle más que la mano.


—A sus órdenes, milady —Darcy le apretó los dedos un momento y se inclinó sobre su mano, pero no le ofreció ningún saludo más personal. Cuando se volvió a sentar, entre los caballeros se escuchó un clamor de decepción general, pero la actitud de complacencia con la que Darcy recibió las protestas hizo que los caballeros prefirieran no hacer más comentarios. Manning comenzó a repartir las cartas para la siguiente ronda.


A medida que transcurría la velada y el juego se ponía más interesante, las ganancias de Darcy fueron aumentando de manera significativa. No ganó todas las rondas, pero, en general, superó con creces a los demás en el número de monedas que Fletcher tuvo que recoger de la mesa. También logró enviar a su ayuda de cámara a hacer varios «encargos», pero Fletcher volvió todas las veces sin ninguna otra noticia acerca del niño perdido o las actividades de la criada de lady Sylvanie, que parecía haber desaparecido. Si querían descubrir algo, parecía que tendría que ser a través de Sylvanie y eso lo dejaba solo en semejante tarea.


Uno por uno, los otros hombres fueron abandonando el juego para dedicarse a flirtear con las damas o a observar la partida, que se había reducido ahora a Sayre, Manning y Darcy. A veces, Trenholme se sentaba con ellos, pero estaba tan nervioso al ver todo lo que su hermano estaba perdiendo y sentía tanto odio hacia su hermanastra que pronto regresaba a la mesa a servirse otra copa y luego le daba una vuelta al salón con pasos cada vez más vacilantes. Finalmente Manning pidió un descanso, al cual accedió Darcy con gusto. Se levantó y se estiró tratando de aliviar la tensión de sus músculos. Lady Sylvanie, que se había levantado durante la última ronda y había estirado las piernas dando una vuelta al salón, vino a buscarle y lo llevó hacia la ventana a la que él se había asomado hacía un rato. La luna estaba ahora en el cielo y brillaba, redonda y austera, como la dama que los antiguos habían imaginado.


—Hay luna llena —observó lady Sylvanie con voz suave—. Incluso ella está a nuestro favor esta noche.


—Señora —comenzó a decir Darcy, adoptando un tono lacónico—, ¿cuál puede ser el interés de la luna en la diversión demasiado mortal de esta noche? Sólo somos un grupo de hombres que juegan una simple partida de cartas.


—Los hombres nunca hacen nada «simple», señor Darcy. Ya lo entenderá usted… a su debido tiempo —respondió ella.


—Pero usted quería que yo viera la luna llena. ¿Por qué? ¿Tiene eso algún significado? —insistió Darcy. Si ella creía que eso era un augurio, una señal para actuar, tenía que saberlo.


—¿Acaso nunca ha oído que la luna llena bendice a los amantes a los que acaricia con sus rayos, señor Darcy? —soltó una risa ronca— Pero lo había olvidado, usted probablemente descartó hace años esa noción tan poco matemática.


El giro hacia el romanticismo no lo estaba llevando a ninguna parte, pensó él.


—No he oído ninguna mención a la espada de Sayre, milady. ¡Tal vez lo que quedará descartado esta noche son sus ideas! —señaló con el dedo el pedazo de lino que tenía sujeto a la solapa. Lady Sylvanie apretó los labios, molesta, durante un momento, pero luego recuperó la compostura, esbozando una sonrisa forzada.


—Todavía no ha perdido lo suficiente, pero no falta mucho —dijo ella con convicción, mirándolo directamente a los ojos—. Usted ha visto a Trenholme, ¡cómo se pasea y se preocupa! En menos de una hora pondrá la espada sobre la mesa.


Darcy examinó el rostro de la dama, en busca de alguna señal que indicara que escondía un secreto más oscuro que la simple creencia en el contenido de un amuleto envuelto en lino y la fuerza de su propio deseo. Pero la mujer que tenía frente a él no se acobardó ante aquella atenta inspección.


—Venga —susurró ella finalmente—. Sayre está a punto de comenzar.


Después de acompañar a la dama de vuelta a su silla, Darcy ocupó su puesto y tomó el mazo de cartas, mientras les hacía una señal con la cabeza a Manning y a Sayre, que se sentaron enseguida para recibirlas. Manning tuvo muy mala suerte en las dos primeras rondas. Mientras jugaban, continuamente le lanzaba miradas de soslayo a lady Sylvanie. Luego volvía a mirar las cartas que tenía en la mano, con la mandíbula apretada. Finalmente, después de apostar mucho dinero a un fluxus sólo para perder frente al chorus de Darcy, arrojó las cartas sobre la mesa, invitó a Darcy y a Sayre a «matarse el uno al otro, si eso era lo que querían», y se retiró para dedicarse al pasatiempo mucho más agradable de permitir que la afectuosa lady Felicia le curara las heridas.


—Ahora sólo quedamos los dos —dijo Sayre. Buscó un nuevo paquete de naipes y se lo lanzó a Darcy, que lo tomó, pero no hizo ningún ademán de sacarlas del envoltorio.


—Si quieres declarar un empate, yo no tengo nada que objetar —dijo Darcy. Al oírlo, Trenholme, que ya desprendía un fuerte olor a whisky, se sentó pesadamente en el asiento de Manning, rogándole a su hermano que aceptara, pero Sayre no quiso.


—¿Empate, Bev? ¿Cuándo has visto a un Sayre declarando un empate? —contestó lord Sayre con desprecio y le dio la espalda. Al oír la negativa de su hermano, una mirada asesina cruzó el rostro de Trenholme. Se levantó de la silla tambaleándose y se marchó, para reconcomerse de rabia en un rincón del salón.


—Entonces, Darcy —dijo Sayre con una sonrisa tan falsa como su buen espíritu—, no quiero oír nada más sobre abandonar la mesa de juego sin tener un ganador —señaló el reducido montón de monedas que había junto a él—. Creo que todavía me queda suficiente para acabar con una exitosa victoria. Pero como ya es tarde y las damas se están cansando, me inclino ante la necesidad de llevar el asunto a feliz término. Propongo un juego distinto y apuestas más altas. ¿Qué dices?


Darcy vaciló. Sus ganancias eran significativas. Sumándoles sólo la cuarta parte del efectivo que tenía, estaba seguro de que podría poner a Sayre de rodillas, pero ¿con qué propósito? La ruina de Sayre podía ser el objetivo de Sylvanie, pero lo único que Darcy quería de él era la espada. ¡La espada! ¡Ésa era la solución! Miró a lady Sylvanie. Sus ojos, que lo invitaban a aceptar la propuesta de Sayre, fue lo que lo hizo decidirse. Darcy iba a actuar y, con esa estrategia, terminaría con esta farsa en sus propios términos.


—Acepto tu propuesta, pero con la condición de que yo diga qué apostamos —se hizo tal silencio en el salón, que pareció como si Darcy hubiese gritado su oferta.


El entusiasmo del anfitrión se evaporó y fue reemplazado por un recelo que se extendió a su esposa y su hermano, que abandonó el rincón en el que estaba para colocarse al lado de Sayre.


—¿Qué propones, Darcy?


—Puedes elegir el juego que quieras y yo apostaré la totalidad de las ganancias de esta noche —dijo, e hizo una pausa, mientras una exclamación de asombro recorría el salón— contra tu espada española.


—¡No! —gritó lady Sylvanie, pero Darcy no le hizo caso y mantuvo los ojos fijos en Sayre.


—¿Qué dices? —dijo Darcy para presionar a Sayre.


Con todos los ojos fijos en él, a lord Sayre le tembló momentáneamente la barbilla, pero exclamó al fin:
 —¡Hecho!


Una ola de entusiasmo asaltó a la concurrencia, mientras Sayre le ordenaba a uno de los criados que fuera enseguida a la armería y trajera la espada a la biblioteca. Luego se dirigió de nuevo a Darcy y dio un golpe en la mesa con la mano— Piquet —anunció.


—De acuerdo —Darcy abrió el nuevo paquete de cartas y se las pasó a Monmouth, que retomó su puesto a la izquierda de Darcy. Rápidamente se retiraron todos los 2, 3, 4 y 5 y el mazo pasó a manos de Poole, para que lo barajara. Mientras un rumor de especulaciones se extendía por el salón, Darcy vio que Fletcher regresaba de su último «encargo». Se disculpó, dirigiéndose rápido hacia las estanterías vacías, mientras le hacía señas a su ayuda de cámara—. ¿Noticias? —preguntó, tan pronto como Fletcher estuvo a su lado.


—Señor, creo que una especie de delegación viene hacia el castillo. Se han visto varias antorchas a lo lejos, que parecen venir de la aldea.


—¡Una delegación! ¿A qué vienen? ¿Qué piensa la servidumbre de Sayre?


Fletcher apretó los labios con preocupación.


—Los criados que trajeron el rumor sobre del niño no sólo dejaron su dinero en las tabernas de la aldea, sino también sus temores. Sea cierto o no, culpan de la desaparición del niño a la dama de compañía de lady Sylvanie.


—Entonces es más bien una turba… desorganizada, peligrosa e impredecible —respondió Darcy—, o hace horas habríamos recibido un aviso del magistrado del pueblo. ¿Ha visto usted mismo las antorchas? —Fletcher asintió. Darcy pensó unos instantes. Si aquella turba estaba convencida de que alguien en el castillo de Norwycke había raptado al niño, no se detendría fácilmente— ¿Algún rastro de la criada de lady Sylvanie?


—Nada, señor —contestó Fletcher con consternación.


Si la vieja se había escondido con el niño, la única persona que podría conocer su paradero en aquel edificio lleno de grietas era lady Sylvanie. Si no era demasiado tarde ya para encontrar al bebé, pensó Darcy, sintiendo un escalofrío ante aquella idea. ¿Acaso el precio de la espada había sido la vida de un niño? Darcy rogó que no fuera así.


—Quédese conmigo. Voy a informar a Sayre —ordenó Darcy—. Si él organiza a sus criados para que vayan al encuentro de esa «delegación», usted debe acompañarlos para averiguar qué es lo que desean. Si Sayre desea ignorar el asunto, manténgame informado del avance de la turba hacia el castillo. Yo trataré de evitar que lady Sylvanie abandone el salón, pero si lo hace, usted deberá seguirla. Ella es nuestra única esperanza de encontrarlos a los dos.


—Muy bien, señor —Fletcher se inclinó en señal de obediencia, pero en su rostro se podía ver la preocupación que lo embargaba.


Darcy llamó discretamente la atención de su anfitrión, mientras se sentaba junto a él.


—Sayre, según una fuente muy fidedigna, estás a punto de recibir visitas.


—¡Visitas! —respondió Sayre en voz alta. Trenholme levantó la cabeza al oír a su hermano— ¿A esta hora de la noche?

En ese momento, la puerta de la biblioteca volvió a abrirse y esta vez entró el viejo mayordomo del castillo, que avanzó tan rápidamente como se lo permitía su edad. Hizo una inclinación y comenzó a hablar antes de que Sayre pudiese protestar por la interrupción.


—Milord, hemos visto una gran cantidad de antorchas que parecen avanzar por el camino que viene de la aldea. ¿Desea usted enviar a un hombre para que averigüe cuál es la razón?


En medio de la rabia que le produjo la interrupción del mayordomo, Sayre palideció. Durante unos minutos de confusión, se quedó mudo, con los ojos abiertos como platos. Luego reaccionó y se golpeó la palma de la mano con el puño.


—¡La razón! ¡La razón no es ningún misterio! ¡Malditos ludistas! También han llegado hasta aquí —exclamó furioso. Alertados por el tono de lord Sayre, varios de los invitados interrumpieron sus conversaciones para prestar atención, pero el anfitrión hizo un gesto con la mano para que no se preocuparan. Darcy se quedó mirándolo con el ceño fruncido. ¿Ludistas? Nadie había oído que ninguno de esos pobres revolucionarios hubiese llegado tan al sur, y aunque no podía estar totalmente seguro, Darcy no podía recordar que Sayre tuviera entre sus propiedades nada que tuviera que ver con el tipo de industria que atacaban los seguidores de Ned Ludd—. Reúna a algunos de los criados y suban el puente levadizo —ordenó lord Sayre.


—Pero, milord —replicó el viejo—, el puente no se ha subido desde la época de mi padre ¡cuando yo era un niño! Dudo mucho que funcione, milord.


—¡Inténtelo! —gritó Sayre—. Y si no sube, entonces bloqueen la entrada. ¡Y envíe a alguien a buscar al magistrado! ¡Que él maneje el asunto! ¡Estoy ocupado en un asunto importante y no quiero que me vuelvan a molestar!


El viejo sirviente hizo una reverencia y se retiró hacia la puerta. En ese instante, un joven con un gran parecido al mayordomo entró con la valiosa espada envuelta en seda. Los dos hombres intercambiaron miradas y, en opinión de Darcy, pareció que el viejo le había hecho una seña de asentimiento al más joven. Al parecer, había un acuerdo previo y las cosas no parecían presentarse muy bien ni para Sayre ni para ningún otro ocupante del castillo.

Continuará...