jueves, 27 de enero de 2011

DEBER Y DESEO. Capítulo X

Una novela de Pamela Aidan

Ese peligroso ingrediente


Cuando Darcy cruzó las puertas del salón, el té ya había sido servido y todos los caballeros estaban comiendo bizcochos y dulces. Un rápido examen a todos los presentes reveló que todos los invitados y parientes de Sayre estaban presentes, excepto uno; incluso había bajado la tímida señorita Avery. El único miembro del grupo que faltaba era lady Sylvanie y su ausencia en ese momento fue para Darcy una verdadera bendición. Los caballeros lo saludaron con entusiasmo, al igual que las damas. Lady Sayre le lanzó una lánguida sonrisa mientras él se acercaba a la mesa del té, pero cuando el caballero estiró la mano para tomar una taza, una elegante mano femenina se le adelantó.


—Lady Felicia —al verla, Darcy hizo una mueca que transformó hábilmente en una sonrisa de cortesía.


—Señor Darcy, por favor, permítame —dijo ella, mientras tomaba una taza y le añadía azúcar y leche—. Hacía siglos que no lo veíamos, señor —sonrió con malicia, mientras le ofrecía la taza de té—. ¿Ha sido por efecto del juego de anoche o de los licores de Sayre?


—Ninguno de los dos, milady —contestó Darcy secamente, molesto por la manera en que la dama parecía sugerir que él pudiera haberse emborrachado. Luego, enarcando la ceja con expresión sarcástica, agregó—: Estuve explorando el castillo. Lady Sylvanie tuvo la amabilidad de ofrecerse como guía, junto a su criada.


La sombra de envidia que Darcy sabía que aparecería en el rostro de la dama se desvaneció rápidamente, mientras ella recuperaba la compostura.


—Ah, ¿lady Sylvanie y su criada? Con seguridad lord Sayre o Trenholme serían mejores guías. ¡Lord Sayre! —gritó lady Felicia por encima del hombro de Darcy.


—¿Sí, milady? —Sayre se acercó a ellos.


—¡El señor Darcy ha estado haciendo un recorrido por el castillo!


—¿Un recorrido? ¿Por el castillo? —Sayre lo miró con incredulidad— Yo no iría muy lejos, Darcy. Este lugar es una verdadera madriguera y uno se puede perder muy fácilmente. A Bev o a mí nos encantaría enseñártelo —de repente, su rostro pareció iluminarse—. De hecho, ¡ésa es una idea excelente! —se volvió hacia el resto de los invitados— ¿Qué tal si hacemos una visita mañana por la tarde antes del té? ¿Qué os parece?


El plan fue aceptado por unanimidad, aunque sin mucho entusiasmo, pero lo suficiente como para ponerlo en marcha.


—¿Puedo preguntarte adonde fuiste? —Sayre se volvió hacia Darcy.


—Creo que a casi todas partes: el salón de baile, la galería... Lady Sylvanie ha resultado ser una guía admirable para haber estado tanto tiempo alejada de su casa —contestó Darcy con tono despreocupado, atento a la reacción de su anfitrión.


—Sí, bueno... su madre, ya sabes... Era irlandesa —comenzó a explicar Sayre torpemente—. Cuando mi padre murió, lo único que quería era regresar con su propia gente. Decía que no soportaba Inglaterra sin mi padre a su lado.


—Ya veo —contestó Darcy con aire pensativo—. Tal vez sea culpa de mi mala memoria —añadió, apropiándose de una de las astutas expresiones de Dy—, pero no puedo recordar ni una sola mención sobre vuestra madrastra o vuestra hermana mientras estábamos en el colegio y en la universidad. ¿A qué crees que se debe?


—Yo también me he estado preguntando lo mismo —intervino Monmouth, que regresaba de tomar un poco de pastel—. La dama es una belleza, Sayre, ¡sin duda, no hay nada de qué avergonzarse! Y siempre digo que la belleza es una cosa valiosa para cualquier hombre, ya sea hermana o esposa. ¡A menos que la hayas estado ocultando intencionadamente! —lo miró con curiosidad— ¿Tienes en el punto de mira a un pez gordo, viejo amigo? ¿Y no quieres que ningún pececillo miserable vaya a morder el anzuelo? —Lady Felicia se rió con nerviosismo al percibir el sarcasmo de las palabras de Monmouth y le lanzó una mirada agitada a Darcy.


—¡Monmouth! —rugió Sayre, con la cara cada vez más roja— ¡Se me había olvidado lo vulgar que puedes llegar a ser! ¡En serio, vizconde!


Monmouth lejos de sentirse ofendido, le sonrio a Darcy.


—Tengo razón, ¿verdad, Darcy? ¡No me sorprendería lo más mínimo que el pez gordo seas tú! Aunque —dijo, dirigiéndose a Sayre— yo podría funcionar en caso de emergencia. Un título nobiliario, ya sabes. Pero el dinero es mejor, y Darcy es una carta más segura que yo —Monmouth les hizo una reverencia a los dos—. Milady, Sayre —luego le guiñó un ojo a Darcy y añadió—: Ten cuidado, Darcy, a menos de que estés decidido a conseguir a la dama. Y si ése no es el caso, envíamela a mí, que soy un buen tipo —y metiéndose otro trozo de pastel en la boca, el vizconde siguió su camino.


Darcy le sonrió a Sayre con cortesía y luego se disculpó para dirigirse a la mesa. Después de servirse un buen surtido de bizcochos, ignoró la mirada invitadora de lady Felicia y prefirió tomar asiento junto a la ya recuperada señorita Avery. Allí, al menos, se encontraría a salvo, porque la tímida niña no le ofreció más conversación que una sonrisa de agradecimiento y un modesto saludo. Por desgracia, el destino no quiso dejarlos solos. Apenas se había comido un bizcocho y le había dado un sorbo a su té, cuando se les acercaron la señorita Farnsworth y el señor Poole.


—Darcy, señorita Avery —Poole hizo una inclinación—. Me alegra mucho verla recuperada, señórita Avery. Debe haber sido una experiencia espantosa... —dejó la frase en el aire, con una chispa de curiosidad en los ojos.


La señorita Avery se encogió y miró aterrada a Darcy, que contestó en su lugar, con una actitud muy seria:


—Sí, en efecto, Poole. Y no es muy amable de tu parte que lo menciones.


—Pero, Darcy —protestó Poole, levantando la voz—, ¡nadie quiere contar lo que ha pasado! Me parece miserable que los amigos de un hombre no cuenten qué ha provocado que una de las damas que estaba con ellos tuviera un repentino ataque de histeria y tres de ellos tuvieran el aspecto de haber visto al mismísimo diablo en persona.


Al oír el arrebato de Poole, Manning se acercó rápidamente a su hermana y, tomándole la mano, se dirigió a Poole:


—Ese no es un tema apropiado para las damas, Poole —dijo, fulminándolo con la mirada.


—¿Cómo puede ser, si todo comenzó con una dama? —interrumpió la señorita Farnsworth; luego levantó la barbilla con grosera testarudez y sus ojos brillaron con curiosidad— La señorita Avery sobrevivió a lo que vio; ¿por qué nosotras no podríamos sobrevivir al relato del suceso?


—Señorita Farnsworth, no creo que...


—Eso puede ser cierto, barón —lo interrumpió airadamente—, pero yo no soy la única de las damas que desea oír una explicación de lo que sucedió en las piedras. Vamos, todas somos mujeres sensatas —añadió con tono persuasivo—, y hemos escuchado múltiples historias de fantasmas desde niñas. No nos asustamos tan fácilmente —la señorita Farnsworth miró al resto de los presentes en el salón y detuvo su mirada en el hijo más joven de la casa—. ¡Señor Trenholme! —Trenholme la miró con cautela— Usted comenzó la excursión con la historia de los Caballeros Susurrantes. ¿Sería usted tan amable de terminar su relato con la verdad sobre lo ocurrido en la Piedra del Rey?


Trenholme se aclaró la garganta.


—Preferiría no hacerlo, señorita Farnsworth. Una cosa es una leyenda, pero lo que había allí era algo de naturaleza muy diferente.


Temblando al oír las palabras de Trenholme, lady Felicia agarró del brazo a su prima.


—¡Mi querida Judith, yo estoy cada vez más intrigada! El señor Trenholme se niega a complacernos. Eso sólo deja a Manning y a Darcy para satisfacer nuestra curiosidad —se giraron juntas hacia los dos hombres—. ¿Cómo podremos persuadirlos?


En ese momento lady Chelmsford y lady Beatrice sumaron sus súplicas a las de las más jóvenes, pero Darcy notó que lady Sayre no parecía tener el mismo interés. En lugar de eso, ella, Trenholme y Sayre intercambiaron miradas furtivas.


—¡No! —la palabra resonó en el salón y, de inmediato, la insistencia hacia los dos hombres cesó. Todos los asistentes se giraron asombrados a mirar a quien había gritado y esperaron— Y-yo les c-conta-ré lo que s-sucedió. —la señorita Avery estaba pálida, pero una tenacidad similar a la de su hermano parecía animarla a los ojos de todos.


 —Bella, no es buena idea —dijo Manning.

—Y-yo m-me alejé del lado de mi hermano un po-poco m-molesta —comenzó a decir la señorita Avery, mientras ponía su mano sobre el brazo de Manning, buscando apoyo— y c-corrí hacia la p-piedra grande, para que nadie p-pudiera ver mi mortificación. Quise... ro-rodear la p-piedra, pero tropecé unos me-metros más adelante. Cuando recuperé el equilibrio, d-di media vuelta y lo vi —la señorita Avery se detuvo y cerró los ojos, dejando escapar un suspiro profundo y tembloroso—. En el suelo... al p-pie de la p-piedra, había un bulto de m-mantas ensangrentadas que p-parecían un n-niño... ¡un bebé! —levantó la vista para observar a sus oyentes— Había sido sacrificado, al igual q-que sucede en la B-biblia, como hacían esos horribles f-filisteos. ¡Oh, George! —en ese momento se dio la vuelta y se abrazó a su hermano, temblando violentamente.


Cuando los asistentes finalmente entendieron la última alusión de la señorita Avery, se oyeron varios gritos de horror que provenían de las damas. Darcy se inclinó hacia delante, atento a las distintas reacciones que el relato de la jovencita había provocado, pues incluso la segura señorita Farnsworth se había puesto pálida y, soltándose de su prima, tuvo que apoyarse en Poole, que parecía, a su vez, bastante conmovido.


—¡Por Dios! —dijo Poole, con voz ahogada— ¡No estará hablando usted de un sacrificio humano!


Al oír que Poole preguntaba lo que todo el mundo estaba pensando, por el salón se extendió un griterío. Monmouth dejó de reírse y adoptó una expresión solemne y consternada. Poole ayudó a la señorita Farnsworth a sentarse y volvió a insistir—: Trenholme —preguntó, alzando la voz—: ¿Qué significa esto? ¡Tú sabías el peligro que corríamos y no dijiste nada!


—¡Un momento, Poole! —siseó Trenholme— ¡Tú siempre fuiste un maldito cobarde! ¿De qué habría servido decírtelo? ¿Acaso crees que alguien va a entrar furtivamente en el castillo y te va a asesinar en la cama, hombre? —cuando Poole trató de responder, Trenholme lo detuvo—. Además, como Darcy puede atestiguar, no era un niño. Era un cochinillo. Sólo que parecía un niño.


—¿Un cochinillo? —Monmouth entró en la discusión— ¿Un cochinillo envuelto en pañales, Trenholme? Un truco bastante desagradable.


La cara de Trenholme se ensombreció.


—¿Un truco? ¡Cómo te atreves!


—¡Bev! —le gritó lord Sayre a su hermano, poniéndole una mano sobre el hombro, seguramente para contenerlo.


—¡Maldición, Sayre, a mí no me van a echar la culpa de esto! —Trenholme se zafó y se dirigió hacia el fuego.


—He comenzado a hacer algunas averiguaciones en las aldeas alrededor de Chipping Norton —dijo Sayre, mirando primero a Poole y a Monmouth, antes de dar media vuelta para dirigirse a todo el grupo—. Pero desgraciadamente, el tiempo ha dificultado esos esfuerzos y sospecho que no sabremos nada hasta dentro de unos días. Los detalles de ese horrible descubrimiento eran tan espantosos que preferí que no se mencionara nada al respecto. Beverly solo estaba obedeciendo mis órdenes. El hecho de que no hayáis sido informados de los pormenores es responsabilidad mía enteramente.


Apaciguado por la disculpa de Sayre, Monmouth inclinó la cabeza y se llevó el té a los labios, pero Poole no se quedó tan tranquilo.


—Milord, independientemente de sus averiguaciones, ¿qué significa esto? ¡Debe tener algún objeto.


—¿Cómo podría saberlo, Poole? —respondió Sayre con un tono de irritación— No tengo ni idea sobre antiguos rituales, así que mi opinión no sería más que una especulación. Lo más probable es que sea obra de alguna pobre criatura desesperada, motivada por una razón que sólo puede surgir de una mente enferma. Pero te puedo asegurar que estás seguro en el castillo de Norwycke.


Por el bien de la velada la mayoría de los asistentes aceptaron gustosamente las palabras tranquilizadoras de Sayre, aunque no fueran muy convincentes, y el grupo se dividió nuevamente en pequeños corrillos. Sin embargo, Trenholme se quedó junto al fuego, con la taza de té en la mano y una expresión sombría.


¡Ellos lo saben! Darcy estaba seguro de eso. Sayre, Trenholme e incluso lady Sayre. Ellos saben quién lo hizo y probablemente también saben por qué. La historia sobre las supuestas averiguaciones era un cuento, inventado para contrarrestar precisamente todas las objeciones que podían hacerles, mientras protegían sus intereses. ¿Y cuáles eran exactamente esos intereses? Mientras bebía su té y degustaba el pastel, Darcy revisó todos los retazos de información que tenía para llegar a una única conclusión, que siempre era la misma: ¡dinero! Pero, a pesar de todo, aquella respuesta no le sirvió para encajar todas las piezas de manera que pudiera componer una imagen coherente.


La señorita Avery se volvió a sentar junto a Darcy, para evitar deliberadamente la falsa simpatía de las damas y disfrutar de un rincón tranquilo mientras bebía otra taza de té. Manning se quedó a su lado como un perro guardián, que desafiaba a cualquiera que se atreviera a presionar más a su hermana con el tema.


—Otra vez estoy en deuda contigo, Darcy —dijo en voz baja y los ojos de los dos hombres se cruzaron en silenciosa comprensión por encima de la cabeza de la señorita Avery—. Como ya has hecho el recorrido del castillo —siguió diciendo Manning con tono despreocupado—, tal vez prefieras jugar otra partida de billar. Permíteme la oportunidad de saldar la cuenta, por decirlo de alguna manera —la forma en que Manning lo había planteado, junto al gesto de sus cejas, le indicó claramente a Darcy que su compañero deseaba tener una conversación privada.


—Encantado, Manning —respondió Darcy ante el curioso ofrecimiento.


—Entonces, ¿nos vemos mañana tan pronto como mi hermana se una al recorrido que ha organizado Sayre?


Darcy asintió con la cabeza.


—Nos encontraremos en la sala de billar.


—¡Excelente! —contestó Manning con tono sereno. Luego le dijo algo en voz baja a la señorita Avery, la ayudó a levantarse y, después de disculparse con Sayre, la acompañó fuera del salón.

* * * * * *


—Perdóneme, señor, pero debe quedarse quieto y no mover la cabeza —Fletcher levantó la barbilla de Darcy un poco más y tomó de nuevo las puntas de la corbata de lazo para comenzar a hacer los intricados pliegues de su obra maestra. El caballero entornó los ojos con frustración, pero no se atrevió a replicar por temor a que, al hacerlo, se viera obligado a comenzar otra vez el tortuoso proceso con una nueva corbata. Se recordó con amargura que se lo había prometido a Fletcher y, según su ayuda de cámara, esa noche era el momento adecuado para aparecer con el roquet.


Le lanzó una rápida mirada al hombre, antes de clavar otra vez los ojos en el techo. Aunque las manos de Fletcher se movían con destreza al anudar su exitosa creación de lino blanco, Darcy pudo ver que la mente del ayuda de cámara estaba absorta en lo que le había relatado sobre la entrevista que había sostenido con Manning alrededor de la mesa de billar.


*********

Cuando Darcy informó que no acompañaría al grupo durante el recorrido por el castillo, a lord Sayre no le había gustado la idea. Había fruncido el entrecejo con irritación, mientras él exponía sus razones y ofrecía sus disculpas, pero su expresión se había relajado considerablemente cuando Darcy mencionó que jugaría al billar con Manning.


—Bueno, si vas a entretener a Manning, está bien —había aceptado Sayre con una sonrisa forzada—. Regresaremos de nuestra pequeña excursión justo a tiempo para que las damas se cambien de ropa para tomar el té. Luego tendremos una corta ronda de juegos de cartas con ellas, un poco de música, la cena y más tarde nos marcharemos a la biblioteca —golpeándose la nariz con un dedo, Sayre le advirtió con una sonrisa—: Espero que no apuestes mucho dinero al billar con Manning, Darcy, porque creo que debes tener la oportunidad de hacer una buena demostración esta noche.


Antes de salir para la sala de billar, Darcy había esperado hasta estar totalmente seguro de que Manning ya debía estar allí. Cuando llegó, oyó el fuerte golpeteo de las bolas, que se estrellaban unas contra otras.


—Manning —lo saludó Darcy, mientras se desabrochaba la chaqueta y se la quitaba.


—Darcy —Manning se enderezó y puso a un lado su taco. El barón avanzó hacia él y luego, para sorpresa de Darcy, pasó de largo y siguió hasta la puerta, que cerró, después de revisar cuidadosamente los dos lados del corredor—. Tengo una doble deuda contigo, Darcy —comenzó a decir Manning, cuando se giró hacia él—, y detesto deber favores. ¡Quiero quedar en paz, aquí y ahora! —Manning esperó un momento a que Darcy contestara, pero luego prosiguió—: Darcy, aquí hay algo que no va bien, y no ha ido bien desde que llegaron esas mujeres.


—¿Esas mujeres? —repitió Darcy.


—¡Sylvanie y esa criada que trajo con ella! Todo el asunto es demasiado extraño —dijo Manning con tono irritado—. Sin embargo, Sayre no quiere oír ninguna objeción y tampoco hace nada para aclarar el asunto, excepto seguir jugando como un loco. Pronto no le quedará ni el traje.


—Es muy desafortunado, no cabe duda —contestó Darcy—, pero ¿qué tiene que ver la imprudencia de Sayre con...?


—¿Contigo, Darcy? —Manning sacudió la cabeza— Monmouth dio en el clavo. ¡Tú eres el «pez gordo» que, de acuerdo con los planes de Sayre, tiene que morder el anzuelo para que se le resuelvan todos sus problemas! —Manning se inclinó sobre la mesa y clavó la mirada en Darcy— Debes saber que cuando saques de aquí a lady Sylvanie para llevarla a tu casa, en Irlanda será vendida una propiedad hasta ahora desconocida, que pertenecía a la difunta viuda del antiguo lord Sayre, y el setenta y cinco por ciento del producto de la venta vendrá a caer en las irresponsables manos de Sayre. Eso es lo que tiene que ver contigo.


—Y si yo estoy satisfecho con la dama, ¿qué me importa que Sayre tenga una ganancia inesperada? —respondió Darcy, tomando prestada otra de las habituales actitudes de Dy y fingiendo desinterés— Yo no necesito ninguna propiedad en Irlanda.


Manning lo miró con una expresión de censura más profunda.


—Pero Sayre sí la necesita, o mejor, el dinero que puede reportarle, y con desesperación. Con tanta desesperación que no quiere analizar las circunstancias que rodean el asunto, que son más que peculiares —Manning volvió a donde había dejado su taco y comenzó a deslizarlo hacia delante y hacia atrás entre sus dedos—. Ayer le preguntaste a Sayre por su madrastra y él te dijo que ella se había marchado de Inglaterra en medio del duelo por la muerte de su padre, ¿no es así? ¡Eso es mentira!


—Sigue —Darcy asintió con la cabeza, y tomó el otro taco.


—Sayre y Trenholme odiaban a la mujer y a su hija. Tan pronto como Sayre obtuvo el título y el control de las propiedades de su padre, las expulsó y las envió a Irlanda con una renta que sólo alcanzaba para alimentar a un ratón —Manning apoyó el extremo de su taco contra el suelo—. Sin embargo, once años después, esa misma mujer, al morir, le dejó al hombre que la desposeyó de todos sus bienes, una importante propiedad, con la condición de que su hermanastra fuese traída de vuelta a Inglaterra y se le arreglara un matrimonio ventajoso.


—Una dama admirablemente astuta. —Darcy se encogió de hombros mientras examinaba la disposición de las bolas sobre la mesa—. Jugó bien sus cartas y le aseguró a su hija la oportunidad de tener un buen futuro.


—Yo diría que las jugó demasiado bien —replicó Manning—. ¡Piénsalo durante un momento, Darcy! Diez años después de deshacerse de su madrastra y de su hermana, Sayre casi ha logrado acabar con su fortuna y necesita dinero con desesperación. Entretanto, la hija rechazada alcanza la edad casadera. Luego se presenta en la Cancillería un caso sobre el que nadie había oído y que le adjudica a la viuda una extensión de tierra, y la mujer muere poco tiempo después —Manning entrecerró los ojos—. Todo parece demasiado conveniente.


—No para la viuda —señaló Darcy, golpeando una bola con la punta del taco y metiéndola en un agujero.


—Tal vez también para ella —Manning miró a Darcy—. Darcy, ¡Sayre no tiene ninguna prueba de que su madrastra esté realmente muerta, ni de que la propiedad exista!


—¿Qué? ¡Es una broma! Entonces, ¿en qué se basó Sayre para traer a lady Sylvanie de Irlanda?

 —En una copia del testamento de la viuda y en el testimonio de su apoderado, un primo lejano, creo.


—¿Y Sayre no ha enviado a nadie a Irlanda para asegurarse del asunto?


—Ah, envió a alguien para que le entregara la invitación a lady Sylvanie y la enviara a Norwycke —contestó Manning con una sonrisa amarga—, pero durante los primeros dos meses de estancia en Irlanda, el mensajero no hizo más que escribir mencionando retrasos y dificultades con el primo y los tribunales irlandeses. Parece que las tierras de la familia de la viuda están en un lugar bastante remoto, lo que hace que los viajes sean difíciles y la correspondencia sea casi imposible. Luego se suspendió toda comunicación. Sayre lleva semanas sin saber del mensajero, y tampoco ha mandado a nadie a averiguar qué pasó con él.


—Manning ¿estás diciendo que lady Sylvanie ha elaborado un taimado engaño contra Sayre y que él se niega a verlo, o a hacer algo más para descubrir la verdad? —preguntó Darcy con escepticismo— ¡Es increíble!



—¿Lo es, Darcy? —Manning se enfrentó al escepticismo de Darcy con una seguridad de acero— Es lo que Trenholme sospecha, aunque él también prefiere creer que al final todo saldrá bien y que esa supuesta propiedad evitará que su hermano los arruine a los dos.


Darcy tomó aire antes de contestar, pero decidió contenerlo, mientras analizaba la actitud del barón para asegurarse de que no lo estaba engañando. Manning se dio cuenta exactamente de lo que Darcy estaba haciendo y le devolvió la mirada con altivez.


—Veo que todavía no te he convencido —Manning suspiró, puso el taco sobre la mesa, se llevó las manos a la espalda y se alejó de Darcy, mientras avanzaba hacia uno de los escasos cuadros que todavía adornaban las paredes de la sala de billar. Era una pintura de estilo clásico, que representaba a una perrita que miraba serenamente al espectador, mientras su carnada jugaba a su alrededor—. Darcy, lo que te voy a contar ahora sólo lo hago por la enorme deuda que tengo contigo a causa de tu amabilidad con mi hermana pequeña. Pero al revelártelo estoy exponiendo a mi otra hermana al ridículo, y antes debo tener tu palabra de caballero de que nada de lo que voy a contarte llegará a sus oídos.


—La tienes —respondió Darcy y le tendió la mano.


Manning se la estrechó brevemente pero con firmeza, antes de desviar la mirada y establecer otra vez entre ellos cierta distancia. Luego tomo arre y comenzó:


—Tú sabes, por supuesto, que Sayre y mi hermana ya llevan casados seis años, y como es bastante obvio ella no le ha dado herederos —Manning apretó la mandíbula con gesto severo—. Y tampoco ha tenido el frío consuelo que produce la tragedia de una pérdida. En resumen, nada ha resultado de esta unión y, aunque no lo parece, mi hermana se siente cada vez más desesperada... lo suficientemente desesperada como para recurrir a otros medios.


—¿A qué te refieres, Manning? -pregunto Darcy—. ¡Habla claro, hombre!


—¡Utilizaré palabras sencillas, entonces! —Manning no trató de ocultar la rabia que le producía el hecho de tener que hacer aquella confesión— Mi hermana cree que Sylvanie o esa bruja que trajo con ella pueden obrar algún tipo de milagro que le permita concebir un hijo. No sé de qué manera la convenció o qué promesas intercambiaron, pero Leticia se ha puesto enteramente en manos de Sylvanie. Creo que Sayre también cree algo en ello. Por el bien de Letty, por el dinero que él espera obtener de la venta de la propiedad en Irlanda y por la posibilidad adicional de tener un heredero, Sayre no va a hacer nada que contraríe a su hermana ni va a curiosear demasiado en sus asuntos, hasta que pueda deshacerse de ella a través de una boda —Manning se volvió a buscar los ojos de Darcy y vio cómo éste había bajado la guardia al oír semejante historia tan increíble—. Creas lo que te he dicho o lo rechaces, ¡considero totalmente saldada mi deuda contigo, Darcy! —y diciendo esto, Manning hizo una rápida inclinación y salió de la habitación.




* * * * * *


—Ya casi termino, señor —Darcy pudo sentir cómo aquel armazón le apretaba el cuello de la camisa alrededor de la garganta, mientras Fletcher hacía el nudo final. Tragó saliva varias veces para evitar que el creador del nudo lo apretara tanto que no le permitiera respirar ni conversar y sinceramente deseó poder ver la cara de su ayuda de cámara.


—Listo, señor Darcy. Puede usted mirar hacia abajo... lentamente, lentamente, ahí. ¡Perfecto! —esta vez, cuando entornó los ojos, Darcy se aseguró de que Fletcher lo viera. El ayuda de cámara se permitió una sonrisa fugaz, antes de dar la vuelta para tomar la levita de su patrón.


—¿Y bien, Fletcher? —preguntó Darcy, tirando de las esquinas de la levita y comenzando a abrochársela. Fletcher lo había vestido totalmente de negro, como había hecho para la triunfante velada en Melbourne House, y mientras Darcy se miraba en el espejo, le pareció que todo el efecto era tan impactante como podía desear para una noche como la que le esperaba.


—Imponente, señor, y elegante. Justo lo que necesita esta noche, si me permite decirlo, señor.


Darcy resopló y negó con la cabeza.


—Probablemente tiene usted razón, Fletcher, pero yo estaba más interesado en la opinión que le merece la historia de Manning. Yo creo que él estaba diciendo la verdad, al menos hasta donde la conoce.


—Yo estoy de acuerdo, señor. Nadie divulga a la ligera detalles tan íntimos sobre su familia, y lord Manning es particularmente reservado acerca de sus asuntos. Su ayuda de cámara habla bastante sobre las conquistas femeninas de su patrón, pero sobre todo lo demás guarda estricto silencio.


Darcy avanzó hacia la cómoda en busca del joyero. El alfiler de esmeralda que hacía juego con el chaleco le quedaría muy bien.


—¿Sabe usted, entonces, lo que eso significa?


—Mucho, señor. Al menos establece que lady Sylvanie, o más probablemente su criada, fue la persona que entró en su habitación en busca de algo con que fabricar un hechizo. Y tal como sospeché, era un hechizo de amor, señor. Teniendo en cuenta los avances de ayer de lady Sylvanie y... —Fletcher carraspeó, al tiempo que su patrón fruncía el ceño— su reacción, señor, no tengo duda de que ella realmente cree en el poder de su magia.


—Sí... eso parece evidente —afirmó Darcy, sacando el joyero del cajón y poniéndolo sobre la cómoda—. Pero explica de manera más precisa el comportamiento tan peculiar de Sayre y Trenholme y la forma en que están tratando ahora a lady Sylvanie. Sayre hará lo que sea para verla casada, de acuerdo con los términos del testamento. Entretanto, Trenholme se impacienta por la manera en que Sayre trata de contener su animadversión por el hecho de estar en deuda con una mujer a la que siempre había despreciado.


—Y temido, señor —agregó Fletcher—. El señor Trenholme le tiene miedo a la dama, o a la criada, o a ambas, como también teme que lord Sayre se juegue todo el patrimonio que les queda. Es un miedo perverso, señor Darcy, que parece extenderse por todo el castillo.


El caballero abrió el joyero. El alfiler de esmeralda brillaba a la luz de las velas, encima de los hilos cuidadosamente entrelazados del marcapáginas de Elizabeth. Darcy agarró el alfiler y, mirándose en el espejito que había a un lado, lo puso con cuidado sobre los pliegues del roquet.


—Usted no ha mencionado el aspecto más repugnante de este enojoso asunto —dijo, mirando por encima del hombro.


—¿Las piedras, señor ? —fue más una afirmación que una pregunta.


—Sí —afirmó Darcy en voz baja, al tiempo que se dirigía hacia su ayuda de cámara—, las piedras.


Mordiéndose el labio inferior, Fletcher sacudió lentamente la cabeza.


—¡Una cosa tan maligna y perversa, señor! ¿Acaso podría una mujer... pretendiendo que era un bebé...? —Fletcher levantó la vista para mirar a su patrón, con el rostro tenso por las implicaciones que tenía lo que estaba pensando— Apenas puedo creerlo, señor Darcy.


—Igual que yo —Darcy suspiró—. Sin embargo, toda la información que tenemos apunta en esa dirección. Lady Sylvanie o su dama de compañía.


—O ambas —apostilló Fletcher—. También podría ser que alguien más... enviado por una de ellas... haya hecho el sacrificio en las piedras ¿no?


Darcy frunció el ceño.


—Es poco probable. El sacrificio era una demostración de poder o una manera de adquirirlo. La persona que esperaba obtener algo con él fue quien lo realizó —se volvió otra vez hacia el joyero, con la vista fija en su contenido—. ¿Recuerda la primera noche que pasamos aquí, Fletcher, que vimos una figura en el jardín? ¿Podría haber sido lady Sylvanie?


Fletcher respondió lentamente.


—S-sí, señor Darcy, puede haber sido una mujer.


—Yo creo que tiene usted razón, y también creo que las cosas no pueden seguir así mucho tiempo —Darcy estiró la mano y acarició suavemente el marcador de páginas; luego tomó una decisión y sacó los hilos de seda del lugar donde reposaban.


Fletcher enarcó las cejas con sorpresa.


—¿Un amuleto de la buena suerte, señor Darcy? —preguntó con incredulidad.


—Yo tampoco creo en embrujos, Fletcher —respondió Darcy—, pero en medio de este caos en que hemos caído, siento que necesito tener un punto de referencia, un lugar tranquilo donde reine la bondad y la razón —sostuvo los hilos en la palma de la mano—. Estos delicados hilos me recuerdan que sí existe un lugar así en el mundo.


—Y en realidad existe, señor —dijo Fletcher, asintiendo con gesto solemne.


—Esté atento a mi llamada, Fletcher. Nada de excursiones raras —se dirigió a la puerta—. Y voy a necesitar su ayuda en la biblioteca esta noche.


—¿En la biblioteca, señor Darcy? ¿Cómo el ayuda de cámara de lord... ? —el rostro de Fletcher se iluminó con sorpresa y felicidad— ¡Muy bien, señor!

jueves, 20 de enero de 2011

DEBER Y DESEO. Capítulo IX

Una novela de Pamela Aidan

El Carrusel del tiempo



La última persona que Darcy esperaba encontrar al entrar en el comedor del desayuno al día siguiente era el poco honorable Beverly Trenholme. Pero allí estaba, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada entre las manos, y una enorme taza de café negro humeante a unos cuantos centímetros de su nariz. Trenholme levantó momentáneamente la cabeza al oír los pasos de Darcy sobre el suelo de madera, pero sólo lo suficiente como para identificar al dueño de esos pasos, y enseguida volvió a dejarla caer entre las manos.


—Oh... eres tú, Darcy —gruñó Trenholme mientras se masajeaba las sienes.


—En efecto —respondió el caballero de manera brusca y se acercó a las bandejas para buscar algo para desayunar. La forma tan censurable en que Trenholme se había portado la noche anterior, sumada a los descubrimientos de Fletcher, hacía que Darcy tuviera dificultades para soportar la compañía de aquel hombre. Si no fuera porque su estómago protestaba de hambre, se habría marchado enseguida. De hecho Fletcher le había preguntado si prefería que le subieran el desayuno, pero él había dicho que no, con la esperanza de encontrar algo que diera un poco de sentido a los sucesos del día anterior. Así que ahora tendría que compartir el desayuno con un sujeto hosco y cuyo comportamiento dejaba mucho que desear.


Trenholme frunció el ceño de tal forma cuando colocó el plato sobre la pulida superficie de la mesa que Darcy estuvo tentado a dejar caer los cubiertos. Pero muchos años de buena educación hicieron que contuviese ese impulso. Así que se limitó a poner delicadamente los cubiertos sobre la mesa y se sentó con la intención de terminar rápidamente e ignorar a Trenholme. Su acompañante lo complació guardando silencio durante la mayor parte del desayuno, interrumpido solamente por intermitentes gruñidos y suspiros, mientras consumía lentamente la bebida hirviente que tenía ante él. Libre para contemplar su propia situación, Darcy masticó tranquilamente el jamón, los huevos cocidos y la tostada con mantequilla que había colocado en su plato, mientras pensaba en lo que podía hacer. Se encontraba en una situación que sólo parecía resolverse marchándose rápidamente del castillo de Norwycke, pero esa actitud sería considerada poco menos que un insulto hacia su anfitrión. Y aunque estaba casi dispuesto a aceptar esa consecuencia, lo detenía pensar en lo que esa deserción podría significar para cierta dama. La naturaleza protectora de su carácter, que se manifestaba en el celo con que cuidaba a su hermana, se preocupaba ahora por la suerte de la hija asediada del castillo. Aunque ese impulso todavía no lo había llevado al punto de desear proponerle matrimonio, Darcy sentía que no podía abandonar a lady Sylvanie en medio de las maquinaciones de sus parientes o —torció la boca con asco— de quienquiera que estuviese jugando a hacer de hechicero.


Proponerle matrimonio. La idea volvió a su cabeza y lo sobresaltó. ¿Cómo sería la vida con lady Sylvanie a su lado? En cuanto a educación, modales e inteligencia, ella estaba bien cualificada para convertirse en la dueña de sus propiedades y la madre de sus herederos. Darcy no podía pedir una mujer con un porte más hermosamente austero y que, sin embargo, estuviese rodeada de poesía. Como era la hija de un marqués, cualquier caballero que ocupara una posición importante en la sociedad la consideraría un buen partido, a pesar de su falta de dote. Además de las consideraciones prácticas, Darcy se sentía atraído hacia ella. Sin duda, su compañía era preferible a la de cualquier otra mujer presente en el castillo, y a la de la mayoría de las jóvenes que le habían sido presentadas como posibles parejas. Además, como su esposa, lady Sylvanie contaría con su protección frente aquellos que la amenazaban y disfrutaría de la posición y la dignidad que le habían sido negadas de manera tan cruel.


Los pensamientos de Darcy se dirigieron luego a aspectos más íntimos de la pregunta. Ella era salvajemente hermosa y era obvio que por sus venas corría una enorme pasión; pero ¿se podría inclinar hacia él esa pasión? ¿Podría llegar a amarlo y a aceptarlo? De manera distraída, Darcy dirigió su mano hacia el bolsillo de su chaleco. ¿Qué es esto? Tras lanzarle una mirada rápida a Trenholme, que seguía con sus párpados cerrados, Darcy metió un dedo en el bolsillo y sacó lentamente los hilos de seda que estaban enrollados en el fondo. Elizabeth. La visión de lady Sylvanie como dueña de su casa y su corazón se desvaneció tan pronto como Darcy reconoció lo que tenía en la palma de la mano.


—¿Te estás leyendo la mano, Darcy? —Trenholme interrumpió sus pensamientos. Darcy cerró los dedos sobre los hilos y volvió a guardarlos en el bolsillo, mientras se prometía interrogar a Fletcher sobre cómo habían llegado hasta allí.


—¿Es una práctica común por aquí? —respondió Darcy, mirando a Trenholme con indiferencia.


—¡Oh, no! —resopló Trenholme— ¡Nos inclinamos más por disfrazar cerditos como si fueran niños y cortarles el cuello! —Darcy no dijo nada. La mirada de amargura de Trenholme se desvaneció de repente y fue reemplazada por una que reflejaba la desesperación— Darcy, ¿qué crees que puede significar eso?


—¡Ésta es tu tierra, hombre! Tú deberías saberlo mejor que yo —respondió Darcy con un tono de irritación.


—La tierra de mi hermano, que él está perdiendo rápidamente a manos de los malditos prestamistas. ¡Ya ves como está! ¡En cualquier momento va a empezar a apostar la cubertería de plata de la familia! —Trenholme soltó una carcajada y la expresión de amargura regresó a su rostro—. Si sólo...


—¿Sí? —Darcy lo invitó a continuar, con curiosidad por saber si su acompañante se atrevería a confesar el asunto del testamento de la viuda.


—Bueno, no todo está perdido... no totalmente. Se trata simplemente de ejercer la presión correcta sobre ciertas personas —Trenholme volvió a sumirse en la contemplación de su taza de café, dando por zanjado el tema.


 Darcy sabía que la respuesta que exigía la cortesía era desearle buena suerte, pero se contuvo. Estaba seguro de que ese deseo podía ser mal interpretado y afectar a lady Sylvanie, la «persona» a la que Trenholme seguramente se estaba refiriendo. En vez de eso, intentó una táctica diferente.


—Trenholme, cuando estábamos en las piedras dijiste que lo que habíamos visto «había ido demasiado lejos». ¿Ha habido otros incidentes similares?


—Similares y no tan similares —Trenholme lo miró por encima de la taza—. Siempre ha habido supersticiones y leyendas acerca de las piedras. Incluso hemos tenido visitantes que vienen del continente y hacen algunas cosas disparatadas en torno a ellas. También algunos locos, que quieren permiso para hacer cabriolas a su alrededor... bueno, de una manera indecente —puso la taza sobre la mesa con cuidado—. Y, claro, la gente de las aldeas vecinas a veces deja objetos en la base de las piedras; hechizos y ese tipo de cosas, con la esperanza de tener buena suerte —suspiró y luego se rió—. Tal vez yo mismo debería intentarlo. ¡No es posible empeorar más las cosas!

—¿Entonces no ha habido ningún sacrificio ritual? —insistió Darcy.


—He oído que hace un mes encontraron un conejo —Trenholme sacudió lentamente la cabeza—. Y luego, en otoño, un gato, pero ninguno apareció con el cuello cortado... —de repente Trenholme cerró la boca y dirigió la mirada hacia alguien que estaba detrás de Darcy, en la puerta del comedor. Antes de que Darcy se pudiera girar, Trenholme concluyó con una voz aguda—: ¡Cazadores furtivos! Fueron cazadores furtivos; no tengo duda. Ya sabes, con los guardabosques persiguiéndolos, tuvieron que arrojar el botín.


—Pero dijiste que un gato...


—Cazadores furtivos, Darcy, tan simple como eso, no hay duda —Trenholme empujó la silla hacia atrás y se levantó apresuradamente—. Tendrás que perdonarme... he olvidado algo —se marchó en segundos y Darcy se quedó perplejo, mirando la silla vacía. ¿Qué sería lo que Trenholme había visto que lo había alterado tanto como para hacerlo chillar como una liebre atrapada? Al darse la vuelta, vio el umbral vacío. ¿Un castillo? ¡Estaba empezando a pensar que aquélla era una casa de locos!


Aunque el día estaba ya muy avanzado, Darcy no se encontró con nadie, incluso después de terminar el desayuno y tomarse varias tazas de café. Miró por la ventana y reconoció que, a pesar de lo estupendo que sería dar un paseo a caballo, era imposible. El cielo estaba cubierto, presagiando más nieve, y el viento soplaba con tanta fuerza que sacudía los cristales de las ventanas, colándose por las esquinas del castillo silbando con un lamento desesperado. Le daba la sensación de que aquel día tendría que buscar algún entretenimiento bajo techo, al menos hasta que bajara algún otro invitado o su anfitrión. ¿Adonde ir? No podía refugiarse en la biblioteca, como era su costumbre, a menos que fuera a buscar un libro a su propio maletín de viaje. Pero Darcy había estado demasiado inactivo y la lectura no le ofrecería la actividad que necesitaba. Salió del comedor del desayuno hacia el corredor y se detuvo. ¡El viejo arsenal! Desde hace rato tenía ganas de echarle otra ojeada a la espada con la que Sayre lo estaba seduciendo durante sus juegos nocturnos. Tal vez podría hacerle otra oferta a su anfitrión y terminar con eso. Si lo que Fletcher le había contado era tan cierto como parecían mostrar todas las evidencias, una oferta generosa por la espada seguramente no sería rechazada.


Animado por esa idea, se dirigió a la sala de armas y durante el recorrido se encontró con algún criado, pero nada más. No había fuego en la estancia y estaba helada, pero era tal el entusiasmo que le producían las armas allí expuestas que no le importó. La colección era, sin duda, soberbia. La espada en la que estaba interesado formaba parte de un grupo que tenía una impresionante historia bien documentada. Sin embargo, el sable español era, con mucho, la pieza más exquisita de todas, y Darcy hizo una mueca al pensar en lo que tendría que hacer y el dinero que habría que gastar para poseerlo. Cuando estiró la mano para deslizar los dedos por el objeto de sus deseos, se abrió la puerta que estaba detrás de él. Dejó caer la mano a un lado y se dio la vuelta para recibir al recién llegado.


—¡Lady Sylvanie! —Darcy hizo una reverencia, pero cuando se levantó vio que la dama no estaba sola— Señora —le hizo otra inclinación a la desconocida.

—Hace usted honor a su reputación de ser un caballero muy cortés, señor —Lady Sylvanie hizo su reverencia con una sonrisa—. Pero ésta es sólo mi antigua nodriza, ahora doncella, la señora Doyle.


—A su servicio, señor —murmuró la señora Doyle, mientras hacía una reverencia.


—Señora —repitió Darcy con una inclinación de cabeza. ¡Así que aquélla era la misteriosa criada que había perturbado tanto a Fletcher! Recordó que su ayuda de cámara había dicho que había, que vigilar a esa mujer y decidió observarla de cerca. Un examen inicial no reveló nada significativo acerca de ella, excepto el hecho de que era bastante mayor y tenía una joroba que hacía que la cabeza le colgara de una manera particular, lo cual la obligaba a levantar la vista de forma curiosa cada vez que alguien le dirigía la palabra.


—Me temo que acabamos de interrumpir su contemplación de la colección de mi hermano —Lady Sylvanie pasó junto a él.


—Es una colección impresionante, milady —Darcy dio media vuelta y la siguió—. Probablemente una de las mejores del país, a excepción de la del regente.


—¿Usted ha visto la colección del regente? —le preguntó ella con los ojos resplandeciendo de interés.


—No, milady, no en persona. No frecuento el círculo de su alteza real, pero Brougham, un buen amigo mío, ha tenido el privilegio de que se la enseñaran y me pasó una copia del catálogo, el cual —añadió con una sonrisa al oír la risa de ella— leí exhaustivamente. Yo también soy coleccionista, aunque no estoy al mismo nivel de su hermano, señora.


—¿Cuál es su favorita, señor Darcy? —Lady Sylvanie hizo un gesto con la mano y señaló todo el salón— ¿Qué arma elegiría si pudiera convencer a Sayre de desprenderse de ella? —los ojos de Darcy ya estaban fijos en la pieza mientras ella hablaba— Ah, ésa —la dama bajó la voz hasta que se convirtió casi en un susurro, levantó la mano y deslizó los dedos por la parte superior de la hoja y la filigrana de la empuñadura—. Es hermosa, señor Darcy. ¿La ha tenido usted en sus manos, la ha probado?


—S-sí —tartamudeó él, pues la cercanía de la dama y el hecho de verla tocando la espada afectó extrañamente sus sentidos—. La noche que llegué, me permitió probarla durante un ejercicio. Tiene tanto temple como belleza.


—Una verdadera obra de arte, entonces —concluyó la dama con voz suave. Darcy no pudo más que asentir bajo la intensidad de sus ojos grises—. Perfecta utilidad y perfecta belleza... una belleza letal, creada para matar de una manera exquisita. Me pregunto si la belleza es lo que hace que una cosa así sea admirada por el mundo, o simplemente el hecho de que sea el arma de un hombre.


Confundido por las palabras de lady Sylvanie, Darcy no encontró nada adecuado como respuesta y se limitó a quedarse mirándola a los ojos. La señora Doyle, que se aclaró vigorosamente la garganta detrás de ellos, les hizo notar a los dos que aquella situación era claramente inapropiada.


—Ejem, milady, ¿no quería usted mostrarle la galería al caballero?


—Sí, gracias, Doyle —Lady Sylvanie recupero la compostura—. Creo que usted no ha visto la galería de retratos de Norwycke, ¿no es así, señor Darcy?


—No, no he tenido el placer, milady. ¿Me llevaría usted? —Darcy le ofreció el brazo, agradecido tanto por la interrupción de la criada como por tener una razón para poner su cuerpo en movimiento.


—Será un placer, señor —lady Sylvanie pasó la mano por el brazo del caballero. El recorrido no fue ni rápido ni directo. Los corredores del antiguo castillo formaban un laberinto que impedía el paso directo de un lugar a otro. Durante el trayecto, a Darcy le mostraron otros salones y corredores que los ancestros de Sayre habían construido, modificado o redecorado, siendo el más grande el salón de baile, el cual, se decía, había sido presidido una noche por la reina Isabel, durante una visita sorpresa a su leal súbdito. Darcy no pudo evitar asombrarse por el entusiasmo de lady Sylvanie ante cada rincón que atravesaban. La dama que tenía al lado parecía sentir tanto orgullo por todo lo que le mostraba que se habría podido pensar que había vivido allí toda la vida y no que había vuelto recientemente, después de un exilio de doce años en Irlanda. Ella todavía no había dicho nada de eso, aunque debía de saber que él conocía a Sayre y a Trenholme desde hacía muchos años.


—Por fin hemos llegado.


Al alcanzar un pasillo que invitaba a recorrerlo, lady Sylvanie apretó la mano que tenía sobre el brazo de Darcy. Aunque el cielo se había oscurecido, el ancho corredor todavía estaba iluminado por una increíble cantidad de luz que penetraba por una hilera de ventanas extendidas hasta el fondo por un lado de la galería que iluminaba suavemente las pinturas colgadas en la pared opuesta. Los Sayre eran una familia antigua y Darcy vio cómo una serie de retratos de casi todas las generaciones desde 1300 los observaban desde la pared con tensa arrogancia. Excepto por algunas intrusiones ocasionales de obras de retratistas de la escuela holandesa o flamenca, sólo al llegar a los del último siglo los retratos adquirían un aspecto más humano y sus modelos parecían personas reales e identificables.


Para sorpresa de Darcy, lady Sylvanie parecía conocerlos todos, y otras veces la señora Doyle la empujaba suavemente a señalarlos, mientras recorrían lentamente la galería. Pero a medida que se fueron aproximando al fondo, el caballero percibió una cierta turbación en la dama. Comenzó a hablar con voz más aguda y su cuerpo pareció vibrar con emoción contenida. En medio de la luz que ya se estaba desvaneciendo, lady Sylvanie hizo que se detuvieran frente a un gran retrato que representaba a un hombre, su esposa y sus dos hijos. Darcy dedujo que se trataba del difunto lord Sayre y su primera esposa. Los niños debían ser, sin duda, Sayre y su hermano.


—Mi padre, señor Darcy —Lady Sylvanie levantó la vista hacia el rostro de un hombre joven que ella nunca había conocido—. O, mejor, lord Sayre y su primera familia. Usted sabe, claro, que Sayre y yo somos hermanastros.


—Sí—contestó Darcy, mirando el retrato junto a ella—. Aunque debo confesar que, a pesar de lo extraño que parece, nunca supe de su existencia hasta esta semana, milady. Un asunto triste, según entiendo.


—Oh, triste no es la palabra, señor Darcy —lady Sylvanie le sonrió con amargura—. Usted debe recordar que soy medio irlandesa y sólo una gran tragedia podría satisfacer al alma irlandesa.


—Le ruego que me perdone —dijo Darcy con sinceridad, con la esperanza de aliviar la amargura en la que ella parecía haberse sumido.


Fue recompensado con una sonrisa de disculpa.


—No, es usted quien tiene que perdonarme, señor, y permitirme conducirlo a tiempos más felices —lady Sylvanie lo llevó hacia otro gran cuadro, en el cual aparecía una mujer joven con un bebé en los brazos. A Darcy le pareció que la mujer del retrato tenía un gran parecido con la que tenía al lado.


—¿Su madre, milady?


—Sí. —Lady Sylvanie suspiró—. Y aquí hay otro retrato de nosotros tres. —Lo llevó hasta una gran pintura desde la cual los observaban, con invitadora calidez, un lord Sayre más viejo, la hermosa mujer del otro retrato y una niña de cerca de diez años que parecían compartir un amor que el artista había sabido plasmar con perfecta sensibilidad—. Este retrato se inició dos años antes de la muerte de mi padre —la voz le tembló—. Él murió súbitamente, como usted sabe. No tuvimos ningún aviso previo.


—Mis sinceras condolencias, señora —le dijo Darcy con sinceridad.


—Gracias —contestó ella de manera solemne—. Algunos se burlarían de la idea de sentir pena por algo que ocurrió hace doce años.


—Eso tal vez se deba a que esas personas nunca han conocido la intensidad de la felicidad de vivir en familia —afirmó rápidamente Darcy—. Mi madre murió hace más de doce años y mi querido padre, cinco; así que estoy íntimamente familiarizado con esa pena. En mi caso, ambas muertes fueron el resultado de largas enfermedades —la voz le tembló un poco—. Durante la mayor parte de la enfermedad de mi madre, yo estuve en el colegio, pero compartí los últimos años de mi padre y bendigo al cielo por haber podido pasar ese tiempo con él.


—¿Usted «bendice al cielo»? —lady Sylvanie se volvió hacia él repentinamente con una expresión iracunda— ¿De verdad es sincero, o simplemente utiliza un tópico de los que se emplean en la alta sociedad? ¡Un sentimiento afectado para personas afectadas!

 —Milady—susurró la señora Doyle con furia, mientras Darcy retrocedía con las cejas enarcadas ante la vehemencia de la dama. La criada trató de contener a su patrona poniéndole una mano en el brazo, pero ésta se zafó bruscamente y le señaló que se retirara al fondo del corredor.


—Yo, señor, no «bendigo al cielo» —espetó con furia— y nunca lo haré, porque el cielo es cruel, o bien es impotente, como ha sido ampliamente probado Usted no puede decirme, señor Darcy, que mientras veía cómo su padre se moría lentamente no tuvo numerosas ocasiones para pensar lo mismo.


Darcy la miró con consternación ante aquella violenta reacción y también por la forma en que los planteamientos de la dama desafiaban sus propias convicciones. Él ya había oído teorías semejantes en la universidad; los salones de filosofía y teología de Cambridge estaban llenos de aquella clase de ideas. Además, el día anterior, aquella «cosa del demonio» en las piedras había sacudido su concepción básica del mundo. Y en aquel instante, una mujer hermosa, que tenía muchas razones para estar enfadada con el mundo, la estaba cuestionando. La dama se había acercado mucho al punto más sensible y, de pronto, salieron a la luz las dudas que Darcy había acallado o dejado sin resolver, su insatisfacción con la gestión divina.


Trató de encontrar una manera de responderle y, curiosamente, la conversación que había sostenido con la dama de compañía de su hermana, la señora Annesley, acudió, de repente, a su memoria: «El corazón humano no se puede dominar con tanta facilidad. Los hechizos y los encantos no pueden hacerlo cambiar de dirección» ... «Señor Darcy, ¿cree usted en la providencia?» ... «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» ... «Dulces son los frutos de la adversidad» ... «No estaba en su poder ni en el mío consolar a la señorita Darcy... debe usted buscar en otra parte».


—Milady —comenzó a decir Darcy de manera un poco tensa, tratando de repetirle a lady Sylvanie los proverbios de la señora Annesley, pero se detuvo al ver la angustia con que los observaba la señora Doyle desde el otro extremo. Entonces comenzó otra vez, en un tono más suave—. Señora, no soy el más indicado para hacer ante usted una defensa de las acciones de la providencia y le confieso que yo mismo las he cuestionado y continúo dudando a veces de su bondad e influencia —una mirada de triunfo se reflejó en los ojos de la dama—. Pero una mujer que sabe de esto más que yo —continuó el caballero—, y que creo ha sufrido mucho más que cualquiera de nosotros, me expresó recientemente su confianza en que todo lo que sucede es «para bien» —lady Sylvanie comenzó a dar media vuelta, con un claro gesto de decepción en el rostro—. Usted se gira, pero hay más, señora —Darcy estiró instintivamente la mano y la puso con suavidad sobre el brazo de la dama—. Yo he visto los felices resultados de esta convicción en su vida y, más importante aún, en la vida de mi hermana.


Lady Sylvanie se quedó muy quieta, mientras observaba atentamente el rostro de Darcy, pero éste no pudo saber qué era lo que buscaba. Luego, enarcando una ceja, dijo:


—Me alegra muchísimo que esa mujer y su hermana se hayan reconciliado con el trato miserable de la providencia. Pero usted, señor Darcy, ¿le sonreirá a la adversidad y dirá que una tragedia es «buena» sólo porque el cielo le dice que lo haga? —dio un paso hacia él, con los ojos brillantes, de manera irritante, y luego susurró con tono seductor—: Yo sé cómo es. Lo que usted cree que debe decir delante de los demás, delante del mundo. ¡Pero usted no es estúpido!



En ese momento, Darcy se sintió impulsado a responderle de la manera que ella pretendía. La palabra no era tan simple: ¿qué hombre no se apresuraría a declarar con toda contundencia que no era un estúpido? Instintivamente, Darcy también sabía que un «no» haría que la dama cayera enseguida en sus brazos, y su pregunta de aquella mañana sobre si ella podría recibirlo con gusto quedaría contestada. Los ojos de lady Sylvanie lo buscaron mientras apoyaba su mano en el brazo del caballero; el aliento de la muchacha temblaba con pasión, y él, sin pensarlo, se acercó un poco más. Una cascada de placer sensual se abrió ante él cuando ella colocó la otra mano sobre su pecho y, con los labios entreabiertos, lo miró a los ojos.


—Señora —dijo Darcy jadeando, tanto a manera de advertencia como para expresar su placer.


—¡Señor Darcy! —la voz de Fletcher retumbó desde el otro extremo de la galería— ¡Señor, señor Darcy! —la dama dejó escapar un chillido de rabia cuando Darcy levantó la cabeza y vio a Fletcher acercándose rápidamente hacia ellos, mientras agitaba algo que llevaba en la mano— ¡Señor, ha llegado una carta de la señorita Darcy!

lunes, 17 de enero de 2011

DEBER Y DESEO. Capítulo VIII

Una novela de Pamela Aidan

El Papel de la mujer



Darcy iba por la mitad del camino hacia el salón cuando escuchó las primeras notas de una melodía. El sonido era, indudablemente, el de un arpa. Pero a medida que se fue acercando, algo en la sonoridad del instrumento llamó su atención. Con curiosidad tanto por la particularidad del sonido como por la nostálgica melodía, Darcy no pudo evitar impacientarse ante la cantidad de criados uniformados que parecían salir de todas partes para abrir las puertas a su paso. Cuando llegó finalmente a las puertas del salón y éstas se abrieron, vio, para su sorpresa, que había un pequeño grupo de invitados reunido no alrededor de la gran arpa que estaba al fondo del salón, sino en una especie de círculo cerca del fuego. La mayoría de los presentes eran caballeros; las damas todavía no habían bajado, a excepción de lady Chelmsford y su hermana, lady Beatrice, que estaban sentadas juntas en un diván, conversando en voz baja. Los caballeros, por su parte, estaban un poco más dispersos —Monmouth estaba recostado contra la chimenea, mientras que el asiento de Chelmsford se encontraba ligeramente oculto entre las sombras al otro lado y Poole se había acomodado en el borde de un diván cerca del fuego—, pero todos tenían la vista fija en la arpista que estaba en el centro.


Lady Sylvanie notó la llegada de Darcy con una mirada fugaz, pero sus dedos no vacilaron ni un instante mientras continuaba tocando la música que había captado la atención del caballero. La pequeña arpa que tenía apoyada contra el hombro resplandecía a la luz del fuego. Y el reflejo que se extendía por sus sinuosas curvas parecía vibrar en respuesta a la pulsación de cada cuerda. La mirada de Darcy se sintió atraída primero hacia los delicados dedos, que arrancaban tan triste dulzura a las cuerdas, pero pronto su atención se dirigió hacia los esbeltos brazos y la curva de los hombros pálidos, hasta llegar al rostro de la intérprete. La dama tenía los ojos ligeramente cerrados, pero Darcy pensó que eso no obedecía a la concentración que requería su interpretación. En lugar de eso, tuvo la sensación de que mientras lady Sylvanie parecía cerrar los ojos a todo lo que la rodeaba, los abría para observar un lugar secreto que la música creaba. Por la manera en que enarcaba ligeramente una de sus oscuras cejas y la sonrisa que adornaba su rostro, Darcy sospechó que lady Sylvanie apenas era consciente de su público. Su sonrisa se fue haciendo más profunda a medida que tocaba. El caballero, conteniendo el aliento, creyó haber visto otra vez a una salvaje princesa de las hadas.


Fascinado, observó que la sonrisa de la dama se iba desvaneciendo hasta fruncir ligeramente el entrecejo, como si estuviese sufriendo. Lady Sylvanie abrió un poco los labios y súbitamente comenzó a brotar de ellos una canción cuya letra Darcy no pudo entender, pero intuitivamente supo que era un himno a la tristeza. La belleza de la canción lo invadió antes de que tuviera tiempo de prepararse y se vio obligado a sentarse. Gaélico. Llegó a reconocer la lengua, pero no logró entender ni una palabra del significado de la canción. La letanía de sílabas cantadas al azar y la inolvidable melodía penetraron en su mente, evocando imágenes y emociones de tiempos muy remotos: la felicidad de galopar por los campos de Pemberley sobre el lomo de su primer pony, el asombro de las excursiones infantiles a través del bosque más allá de los jardines, la sensación de camaradería de la excusión para pescar que había hecho con su padre a Escocia, el verano antes de su primer año lejos de casa.


Luego la música cambió y el ritmo se fue haciendo más lento hasta pasar a un registro totalmente distinto, durante el cual Darcy se vio al lado de la cama de su madre, con el corazón encogido por el terrible temor de estar dándole el último adiós, y revivió luego la absoluta sensación de pérdida que había experimentado cuando su padre murió. Luchando por librarse de ese giro en el torbellino de sus emociones, cerró los ojos y trató de protegerse de aquella música. Como si respondiera a sus deseos, la voz de la dama comenzó a desvanecerse suavemente, hasta disolverse en el silencio, mientras sus dedos acariciaban las cuerdas con delicadeza. ¿Acaso lady Sylvanie había notado su incomodidad? Darcy la miró con disimulo, pero vio que ella tenía la cabeza inclinada sobre el instrumento.


—¡Soberbia! —exclamó Poole, rompiendo el silencio, mientras aplaudía la actuación de lady Sylvanie— ¡Absolutamente magnífica! —el resto de caballeros se unieron a él en una vigorosa ovación.


—¿Cómo se llama, milady? —le preguntó Monmouth a la dama, que todavía tenía la cabeza inclinada— ¿Es una canción irlandesa? Parecía irlandés.


Darcy miró atentamente, mientras lady Sylvanie levantaba la cabeza, con total serenidad, aunque todavía tenía cerrados sus deslumbrantes ojos grises.


—Sí, milord —respondió ella con claridad—, es una melodía irlandesa —lady Sylvanie abrió de pronto los párpados y alcanzó a captar la mirada de Darcy, antes de que él pudiera desviarla. La sonrisa que danzaba en sus ojos reflejaba tal comprensión que Darcy se sintió tentado a creer que ella era realmente un hada y conocía sus pensamientos.


—«El lamento de Deirdre» —continuó diciendo, clavando sus ojos en los de Darcy, traspasándolo.


—¿Perdón? —respondió Monmouth.


Lady Sylvanie bajó las pestañas, liberando a Darcy, antes de prestarle toda su atención a Monmouth.


—Se llama «El lamento de Deirdre» y es una antigua canción, milord —en ese momento la puerta del salón se abrió y todos se giraron a mirar a Lady Felicia, que entraba del brazo con la señorita Farnsworth, seguidas por Sayre, su esposa y, por último, Manning. Después de su aparición, lady Sylvanie hizo ademán de abandonar el arpa y levantarse, pero las protestas de los tres caballeros que estaban cerca del fuego la detuvieron. Con un elegante gesto de aceptación volvió a llevarse el instrumento al pecho y lo apoyó otra vez contra su hombro, mientras los recién llegados se acomodaban.


Demasiado desconcertado con lo que había pasado entre él y la cantante como para poner en orden el cúmulo de sensaciones que lo inundaban, Darcy se abstuvo de unirse a los ruegos de los otros. Pero no pudo apartar la mirada cuando los esbeltos dedos de la dama acariciaron nuevamente las cuerdas y cerró los ojos mientras se preparaba para comenzar. Sin embargo, la pieza que ofreció fue totalmente distinta de la anterior. El ritmo dinámico y alegre de las notas hizo que Darcy pensara en una danza popular. Otros miembros del público tuvieron la misma impresión, porque comenzaron a mover los pies discretamente bajo el vestido y algunos caballeros llevaron el ritmo con las manos sobre las rodillas. Al terminar, Darcy casi sintió que podía descartar sus impresiones anteriores como fruto de la fantasía, una prueba más de que los acontecimientos del día habían acabado casi por completo con su buen sentido.


Lady Sylvanie se levantó con modestia e hizo una reverencia agradeciendo la entusiasta ovación de su público, a la cual ahora Darcy se sumó. Radiante por el éxito de la actuación, Sayre se levantó también, la tomó de la mano y volvió a presentarla ante todos los asistentes. Darcy notó que en esta segunda ronda, el entusiasmo de las damas pareció un poco más contenido, y el aplauso más frío, mientras miraban con molestia las continuas muestras de admiración por parte de los caballeros. Darcy se rió para sus adentros y aplaudió con más energía.


—¡Espléndida, encantadora, querida! —lord Sayre se inclinó ante su hermanastra— Ahora, ¿a quién debo concederle el privilegio de tu compañía para la cena? ¿Quién será el afortunado? —Sayre no prestó atención a la dama, por si ella quería expresar alguna preferencia, sino que miró alrededor del salón con la actitud de alguien que finalmente ha encontrado que tiene la facultad de entregar un codiciado premio. Su mirada pasó rápidamente por todos sus antiguos compañeros de estudios hasta detenerse en Darcy— ¡Darcy, serás tú! Ven y reclama tu dama, porque la cena está lista y tú vendrás detrás de mí.


Levantándose de inmediato, Darcy avanzó hacia Sayre. Una rápida mirada a lady Sylvanie mostró que la dama no lamentaba la elección de su hermano, pero Darcy tampoco podía decir que manifestara ningún placer en particular.


—Milady —Darcy hizo una reverencia formal y le ofreció su brazo. La actitud de la dama, aunque totalmente correcta, le produjo una punzada de decepción, y la frialdad con la que aceptó su brazo le causó una cierta desazón. Después de una mirada como la que le había lanzado hacía un rato, esperaba ver más entusiasmo.


Darcy condujo a lady Sylvanie al lugar acordado, detrás de Sayre y su esposa, y los siguieron al comedor, mientras aprovechaba el trayecto para continuar su examen de la dama. Notaba su mano liviana sobre el brazo y la tela azul grisácea de su vestido flotaba ligeramente mientras caminaban, marcando las agradables curvas de su figura y la blancura de sus hombros. El cabello, hermosamente recogido, brillaba con un resplandor de ébano a la luz de las velas del corredor, y un fragante aroma a hierbas dulces y lluvia fresca llegó hasta su nariz. No, decidió Darcy, no se sentía en absoluto molesto con la decisión de Sayre. De hecho, aquélla era exactamente la oportunidad que necesitaba para conocer más a lady Sylvanie sin tener que acercársele de una forma más específica, lo cual sólo daría pie una infame ola de especulaciones. Con estos pensamientos en mente, se relajó un poco, mientras crecía su interés por la mujer que tenía al lado.


Cuando todos se sentaron a la mesa, se notó la ausencia de la señorita Avery y Trenholme. La explicación del hermano de la dama, según la cual «la señorita Avery no se sentía lo suficientemente bien para bajar a cenar», fue aceptada sin más comentarios. Sayre, por el contrario, no pudo ofrecer ninguna información acerca de su hermano y envió a uno de los criados a preguntar si el señor Trenholme los acompañaría, antes de hacerles señas a los demás para que comenzaran a servir la cena.


Cuando sirvieron el primer plato, Darcy se dedicó a la delicada tarea de entretener a su acompañante.


Se sentía intrigado por la dama, pero no estaba tan seguro de que ella tuviese interés en que él la conociera más. La conducta de lady Sylvanie hacia Darcy había sido totalmente contradictoria. A veces lo ignoraba y al minuto siguiente lo subyugaba con sus ojos de pitonisa. Pero el caballero tendría que comenzar.


—Milady...


—¡Milady! —desde el otro lado, la voz de Manning compitió con la de Darcy por la atención de la dama. Mientras lady Sylvanie vacilaba entre los dos, Darcy miró brevemente a los ojos de su antiguo compañero, pero no encontró en ellos la rivalidad que esperaba. En lugar de eso, vio a un hombre que luchaba contra una emoción desconocida. Lady Sylvanie se giró a mirar a Darcy, enarcando una ceja para rogarle su comprensión. Darcy volvió a mirar a Manning y luego asintió con la cabeza en señal de que retiraba su solicitud.


—Milady —comenzó a decir otra vez Manning, en voz baja y contenida—, por favor permítame que le muestre mi agradecimiento una vez más. Su amabilidad con mi hermana ha sido de gran ayuda. La he dejado durmiendo tranquilamente, ¡algo que no pensé que fuese posible después de esta tarde! —Manning le lanzó una mirada a su otra hermana e hizo una mueca de disgusto. Luego se dirigió nuevamente a lady Sylvanie— Usted le ofreció un consuelo mucho mayor del que le brindó mi hermana. Ella sólo estuvo cinco minutos con Bella antes de comenzar a acosarla a preguntas... con la intención de que le contara todo el horroroso asunto. ¡Estúpida mujer! —hizo una pausa y luego concluyó con voz suave—: Estoy en deuda con usted, señora.


—Lord Manning —Darcy alcanzó a oír la melodiosa respuesta de la dama con claridad, a pesar de que ella le estaba dando la espalda—, ¿cómo podría haberme negado a brindarle un poco de consuelo a su pobre hermana? Su angustia despertó mi compasión enseguida y el único agradecimiento que puedo desear es saber que mis esfuerzos resultaron de alguna utilidad.


—Nunca lo olvidaré —insistió Manning—, como tampoco olvidaré el papel que desempeñaste tú, Darcy. ¡Dios, qué asunto tan horrible! —Manning suspiró y guardó silencio. Luego tomó el tenedor y se concentró en su comida.


Con una sonrisa fugaz, teñida de un poco de rubor, lady Sylvanie se percató de la evidente expresión de aprobación que vio en los ojos de Darcy, pero enseguida volvió a adoptar su impasible compostura. Eso fue suficiente, sin embargo, para mostrarle al caballero que su acompañante tenía un corazón bondadoso, así como un alma de artista, sintiéndose complacido con sus descubrimientos.


—No tuvimos el placer de disfrutar de su compañía esta tarde —comenzó a decir Darcy—. Espero que ya se encuentre mejor, milady. ¿O acaso está ocultando su malestar? —preguntó, al recordar su mirada de dolor antes de empezar la canción.


—Usted se está acordando de mi canción, señor Darcy —lady Sylvanie posó fugazmente los ojos en Darcy, pero la fuerza de su mirada parecía momentáneamente oscurecida—. ¡Qué capacidad de percepción! ¡Ésa es una cualidad muy poco común en un hombre! Sí, ya estoy recuperada de la imprudencia que cometí anoche y le agradezco su interés. Lo que usted vio hace un rato ha sido debido, simplemente, al triste contenido de la canción.


—¿Se conmueve usted fácilmente con el sufrimiento? —preguntó Darcy.


—¿Conmoverme fácilmente con el sufrimiento? —repitió ella, sorprendida— No entiendo a qué se refiere, señor Darcy.


Darcy señaló a Manning al otro lado.


—La magnitud de sus atenciones con la señorita Avery, que la hicieron ganarse la gratitud de Manning, demuestra que es usted muy intuitiva en lo que se refiere a esa condición del corazón humano —lady Sylvanie comenzó a negar con la cabeza para rechazar el cumplido de Darcy, pero éste no lo permitió, insistiendo en el tema—. Aún más, si una canción puede evocar en usted el dolor de alguien más... Y no puede negármelo, porque la he visto.


—Veo que sería inútil tratar de negarlo, porque usted no va a cambiar de opinión, señor —lady Sylvanie pareció sentirse un poco incómoda y sus pálidas mejillas se ruborizaron—. Pero parece que, sin saberlo, unimos nuestras manos en la misma causa, señor Darcy. La señorita Avery me dijo que usted la rescató y me contó que fue muy tierno al tratar de calmar su histeria —levantó la copa y lo miró de manera inquisitiva por encima del borde—. Tal vez yo no sea la única que se «conmueve fácilmente con el sufrimiento».


—Tal vez —Darcy le devolvió la sonrisa y decidió intentar una táctica diferente—. Su música... Le confieso que no es lo que estaba acostumbrado a oír en salones como el del castillo de Norwycke.


—Le ruego que me perdone si no le ha gustado


—respondió ella.


—No me ha entendido, señora —la contradijo Darcy enseguida, sin saber muy bien si ella estaba bromeando o realmente se había ofendido—. Su música ha resultado ser todo lo que su hermano dijo y más. Me ha gustado muchísimo. Me refiero a que jamás había visto a una dama tocar un arpa como ésa o cantar de esa manera. Por lo general el arpa se usa para exhibir la maestría en la interpretación del instrumento y se presentan arreglos más formales. ¿O también estoy equivocado en eso?


—Usted puede afirmar eso con mayor autoridad que yo —aceptó ella y sus ojos se dirigieron momentáneamente a Sayre—. Yo no he tenido el privilegio de asistir a muchos recitales de salón —Darcy siguió la mirada de la dama, sin saber qué responder. ¿Por qué razón Sayre había mantenido a su hermanastra prácticamente escondida del mundo? ¿Acaso era la manera de despreciar a la viuda de su padre, tal como le había revelado lady Felicia? Y si estaba en lo cierto, ¿por qué estaba siendo presentada en sociedad ahora, a una edad en que estaba peligrosamente cerca de ser catalogada como «solterona»?


Las puertas del comedor se abrieron de repente y salvaron a Darcy de responder, porque toda la atención del salón se concentró en la entrada de Trenholme. Lady Sylvanie frunció el ceño con repulsión, cuando ella y Darcy, al igual que el resto de los comensales, se dieron cuenta del estado en que el hombre se encontraba. No se había quitado todavía la ropa de montar y la chaqueta y el chaleco flotaban desabrochados a su alrededor. Aparentemente, había tratado de quitarse la corbata, pero con tan poco éxito que sólo logró aflojársela y ahora colgaba suelta de su cuello. Entró dando tumbos y estuvo a punto de caerse antes de llegar a su sitio entre lady Beatrice y lady Felicia, que arrastraron nerviosamente sus asientos para alejarse del fuerte olor a ginebra que despedía el hermano más joven de la casa.


—Pero eso no tiene importancia —lady Sylvanie recuperó la compostura y le sonrió a Darcy, pero no antes de que él alcanzara a ver una curiosa mirada, que estuvo tentado a creer que era producto de la satisfacción.


—¿Le causa curiosidad mi arpa, señor Darcy? Era de mi madre. Ella fue la que me enseñó a tocar y a cantar las canciones que usted ha oído esta noche. Pasamos muchas noches compartiendo la música y las historias de su pueblo. Ella era irlandesa, como usted sabe, y descendiente de reyes irlandeses. Era evidente que yo aprendiera su música.


—Sssíí, lo era —tronó Trenholme desde el otro lado de la mesa, sin vocalizar con claridad—. Irlandes-sa, quiero decir. ¡Tan írlandessa como que la hierba es verde, Darcy! Y todos los irlandesses son desseendientes de reyes, ya lo sabes. Sólo hay que arañarlos y todos tienen ssangre azul.


—¡Bev, estás borracho! —exclamó Sayre con disgusto.


—Tottalmente borrraccho, mi querido hermano —Trenholme se puso de pie e hizo una reverencia, pero el movimiento le hizo perder el equilibrio y se volvió a desplomar sobre el asiento—. Y tú también lo esstarías si... No, nno debo deccirlo... ¿Dónde esstaba? —se acercó a lady Felicia, que hizo una mueca llena de confusión.


—Estabas haciendo el ridículo —dijo Manning de manera tajante—, y lo estabas haciendo muy bien. Sayre, llama a su criado y mándalo a la cama antes de que diga alguna inconveniencia.


—Yo puedo decir lo que quiera en mi propia cassa, Manning. Porque todavía es nuesstra cassa, ¿no es assí, Sayre? —Trenholme miró hacia el extremo de la mesa, tratando de fijar los ojos en su hermano.


—¡Cierra la boca, Bev! —le ordenó Sayre con expresión de alarma—. O juro que haré que los criados te saquen.


—Muy bien. Sácame a mí, pero quédate con essa pequeña medio irlandessa b...


—¡Trenholme! —Darcy se levantó del asiento con aspecto amenazante. No estaba dispuesto a tolerar más la desenfrenada descortesía que invadía Norwycke—. Cuida tu lengua. No permitiré que insultes más a tu hermana, no importa cómo...


—Her-manastra —lo corrigió Trenholme—. No lo olvidess, herman... —se levantó tambaleándose— Bueno, Sayre, esso te debe alegrar, ¿no? ¡La está defendiendo! —se volvió hacia Darcy y le hizo señas de que se acercara— Ella no lo necessita, ¿sabess? Pequeña b... Perdón, su sseñoría se puede cuidar ssola.


—Que parece ser más de lo que tú puedes hacer —Manning se levantó y se unió a Darcy—. Lady Sylvanie cuidó a Bella con más compasión que... —se detuvo y levantó la mirada al techo para contenerse— Trenholme, me das asco, y si ésta es la forma en que nos vais a atender, juro que haré maletas con Bella y regresaré a Londres tan pronto como ella esté en condiciones.


—No es necesario llegar a ese extremo, Manning —Sayre rompió el silencio que se formó tras la declaración del barón y después se dirigió a su hermano con tono enérgico—: Bev, no necesitamos tu compañía esta noche. Te sugiero firmemente que vayas a tu habitación y dejes que tu criado se ocupe de ti.


Trenholme miró a su hermano y a los invitados con una sonrisa desafiante hasta que llegó junto a su hermanastra; de repente su actitud se volvió sombría y llena de rabia. Al ver la reacción de Trenholme, Darcy se acercó más a lady Sylvanie. Cuando bajó la vista para mirar a la dama a la cara, en busca de una indicación sobre cómo podía ayudarla, Darcy vio que lady Sylvanie tenía otra vez esa mirada fiera e imperturbable y que observaba a su hermanastro con todo su poder. De repente, Trenholme se levantó y arrojó la servilleta al suelo.


—Os dejaré ssolos, entonces. Yo me conssidero eximido. ¡Hey, vosotros! —Les hizo señas a los criados— Necesito vuestra ayuda. Creo que esstoy ebrio —pasó un brazo por el cuello del que estaba más cerca y apoyándose en él, salió dando tumbos.


El resto de la cena transcurrió en medio de esa artificialidad contenida que Darcy detestaba. No podía dejar de pensar en la manera tan ofensiva en que Trenholme había tratado a su hermano, a sus invitados y, especialmente, a lady Sylvanie; y tampoco podía dejar de preguntarse si eso tendría alguna relación con el infame asunto de las piedras. Las palabras dirigidas hacia lady Sylvanie habían sido de la naturaleza más cruel. A Darcy no le sorprendía que todo el mundo estuviese pensando en la escena de la que habían sido testigos, y como eso no ayudaba a entablar conversaciones interesantes, el buen humor de la velada se esfumó. Una vez que Trenholme se hubo marchado, lady Sylvanie volvió a adoptar su actitud de indiferencia, y a Darcy no se lo ocurrió nada que decirle que no pudiese considerarse como una invasión a su privacidad. Así que se limitó a observarla con admiración, mientras ella se comportaba como una reina durante el resto de la cena, ajena a las miradas de curiosidad que le lanzaban los otros invitados.


Cuando llegó la hora de que las damas se retiraran, Darcy se levantó y la ayudó a arrastrar el asiento. Ella no llevaba guantes esa noche, así que cuando posó su delicada mano sobre la de Darcy, él pudo sentir todo su calor y suavidad. La sensación fue muy agradable, pensó él, y la expresión de gratitud con que la dama se despidió fue muy gratificante. El caballero volvió a sentarse con una sonrisa que apenas pudo disimular, antes de que Sayre los llamara a todos a probar una de las mejores botellas de su cava.


—Me temo que no podemos retrasarnos mucho —siguió diciendo Sayre después de proponer un brindis y darle a su brandy un sorbo que se llevó buena parte del contenido del vaso—. Las damas quieren jugar a charadas y si queremos tener un poco de paz más tarde —agregó, haciendo un guiño—, debemos presentarnos en el salón sin mucho retraso.


Los caballeros gruñeron y se rieron, pero luego llenaron su tiempo con conversaciones insulsas y sin importancia. Una creciente impaciencia con la compañía que lo rodeaba hizo que Darcy se alejara hacia una de las ventanas, para observar como la luz de la luna iluminaba tenuemente el laberinto de setos naturales que había en el jardín. El juego de luz y sombra sobre la nieve le hizo pensar en un tablero de ajedrez que estuviera un poco torcido, clavado a la tierra aquí y allá por las esculturas del jardín. ¿Y qué pieza soy yo en ese tablero? Mientras se tomaba el brandy a sorbos pequeños, se apoderó de él la curiosidad de saber cómo estaría manejando lady Sylvanie el sutil examen al que seguramente estaba siendo sometida en el salón por parte de las damas. Tiró de la leontina y sacó su reloj de bolsillo. Otros cinco minutos serían sin duda suficientes para este obligatorio ritual masculino. Le dio otro sorbo a su copa y esta vez se concentró en disfrutar del fuego que se deslizaba por su garganta. No muy distinto al de la dama, pensó para sus adentros, frío y feroz. No necesitaba preocuparse por la forma en que lady Sylvanie se estaría defendiendo de las otras mujeres, pero ciertamente le habría gustado verla.


Finalmente, Sayre dio por terminado el exilio de los caballeros. Darcy dejó su vaso y siguió a los demás lleno de curiosidad. Tal como había imaginado, lady Sylvanie estaba sentada con gran serenidad cerca de la chimenea, lo cual no le dejó la menor duda de que ella había resistido incluso las más probadas estrategias de salón. La sonrisa de lady Felicia al ver entrar a los caballeros pareció un poco forzada, y la señorita Farnsworth parecía estar manteniendo una profunda y seria conversación con su madre y su tía. La expresión de alivio y felicidad que se reflejó en el rostro de lady Sayre al ver entrar a su marido fue, probablemente, la mayor demostración de alegría que Sayre había visto en su esposa en mucho tiempo.


—Ah... bien, querida —comenzó Sayre con torpeza—. Entonces vamos a jugar a las charadas, ¿no es así? ¿Ya están listas las papeletas?


—N-no, Sayre —dijo tartamudeando lady Sayre—, pero lo haremos enseguida. Felicia, querida, ¿serías tan amable? —los caballeros se dispersaron por el salón, entre las damas, en espera a que se formaran los equipos. Darcy se dirigió hacia la chimenea y se quedó allí, detrás de lady Sylvanie, sonriéndole mientras ella lo seguía con la mirada.


—¿Le gusta tanto jugar a las charadas, señor Darcy, que sonríe usted de esa forma?


—En general evito todas las actividades que implican actuar, milady. Mi sonrisa no tiene nada que ver con esos juegos —lady Sylvanie enarcó una ceja.


—Pero usted está jugando a uno en este preciso momento, ¿no es verdad? El juego de salón de amagar, esquivar y retirarse. Creo que eso ha sido un amague, señor, y se espera que yo lo evite. ¿O acaso el movimiento correcto sería retirarse? Debe usted perdonar mi desconocimiento del juego. Como ya le dije, no tengo experiencia en los rituales de salón.


—Sus movimientos dependen de sus fuerzas, no de las expectativas de su oponente —Darcy sonrió de manera más amplia, cuando comprendió mejor la alusión de la dama al juego de la esgrima—. Siempre hay que moverse de la manera más ventajosa.


—Extrañas palabras para que un hombre se las diga a una mujer, señor Darcy. Yo había entendido que el objeto de los machos de la raza humana era permitir que las hembras tuvieran las menores ventajas posibles. ¿Está totalmente seguro de que no desea retractarse de su consejo?


Darcy se rió entre dientes ante la agudeza del comentario.


—Es un regalo peligroso, ¡lo admito! Supongo que podría decirse que soy un traidor a mi propio sexo, pero no me retracto —la sonrisa de Darcy se desvaneció un poco, a medida que adoptaba un tono menos frívolo—. Creo, señora, que es un consejo que usted ya ha puesto en práctica —hizo un gesto con la cabeza hacia las otras damas—. Y con razón —Darcy se detuvo, con curiosidad por ver si ella iba a confiar en él o descartaría sus palabras como simple charla.


—¡Lady Sylvanie! —la voz de Monmouth los interrumpió.


—¿Sí, milord? —lady Sylvanie miró al vizconde.


—Usted está en el mismo grupo con Darcy, lady Beatrice y yo —agitó las papeletas con los nombres—. Formaremos un espléndido equipo, incluso si Darcy se queda tieso como una estatua, ¡no tengo la menor duda!


Darcy entornó los ojos y lady Sylvanie se rió.


—Así es, sin duda, lord Monmouth.


Lady Felicia se acercó a ellos.


—Milord, vizconde, usted debe estar equivocado. El nombre del señor Darcy no puede estar entre sus papeletas, porque está aquí, entre las mías. —estiró la mano con las papeletas para que Monmouth las viera.


—Ahí está el nombre de Darcy, sí señora, pero también está entre las mías —Monmouth puso las papeletas de lady Felicia junto a las suyas—. Usted debe haberlo escrito dos veces.


Lady Felicia miró con perplejidad sus papeletas y luego las de Monmouth.


—No es posible —declaró en voz baja, con desconcierto.


—Pero así es —contestó Monmouth con firmeza—, y como yo sólo tengo dos nombres más y en cambio Darcy sería el quinto miembro de su equipo, debo insistir en quedarme con él, ¡aunque sea el tipo más torpe para jugar a las charadas!


—Gracias, Tris —Darcy hizo una inclinación fingida—. Yo, por mi parte, me abstendré de informar a los demás acerca de tus defectos. Pero si alguien pregunta sobre la desafortunada aventura conduciendo la diligencia del norte, me veré forzado a divulgarlo todo.


—¡Darcy! —dijo Monmouth riéndose— ¡Eso pasó hace ocho años!


—Y todavía eres un pésimo conductor, viejo amigo —replicó Darcy secamente, mientras observaba a lady Felicia, que seguía examinando intrigada los dos grupos de papeletas y sacudía los rizos con el ceño fruncido.


—Estoy segura de que lo escribí sólo una vez —dijo en voz baja—. ¿Cómo es posible que... ? —de repente se detuvo y se levantó con rapidez, y entrecerrando los ojos, los clavó en lady Sylvanie— A menos que alguien más haya incluido otra vez su nombre.


Como Darcy estaba parado detrás de ella, no pudo ver la cara que lady Sylvanie puso al oír la tácita acusación de lady Felicia. Pero a juzgar por la manera en que la dama apretó los hombros y tras ver la expresión defensiva que cubrió el rostro de lady Felicia, Darcy habría apostado que la fiera princesa de las hadas había sido bastante explícita. De pronto, sintió una súbita oleada de simpatía por lady Felicia, pero rápidamente lo suprimió.


—Milady —la voz de lady Sylvanie había perdido toda su melodiosidad—. Eso se puede probar fácilmente. ¿Acaso no fue usted quien escribió todos los nombres? Entonces examine las papeletas y vea si hay alguna que no esté escrita con su letra.


—A mí todas me parecen iguales —Monmouth miró las papeletas por encima del hombro de lady Felicia.


—Ríndase, milady, ha sido un simple error... o un ingenioso truco. No obstante —dijo sonriendo—, usted no podrá contar con Darcy —lady Felicia le lanzó una mirada indignada, que tiñó sus mejillas, pero cuando se giró hacia lady Sylvanie, ya había recuperado la compostura. Al ver la palidez de su rostro y la mirada de sus ojos, Darcy no pudo evitar pensar en un venado atrapado por la mira de un cazador. Sin decir palabra, lady Felicia hizo una reverencia rápida y se retiró al otro extremo del salón.


Monmouth observó durante unos instantes a lady Felicia, que se retiraba del campo de batalla, y luego miró a Darcy, con las cejas levantadas en señal de asombro.


—Una victoria más bien fácil, ¿no te parece, Darcy?


Darcy rodeó la silla en la que estaba sentada lady Sylvanie y se inclinó para captar la atención de la dama. Ella levantó su rostro para mirarlo y sus ojos grises brillaban divertidos, pero el caballero notó que también estaban buscando su aprobación. Darcy le respondió con una sonrisa que le arrancó a la dama una carcajada llena de más felicidad de la que le había oído expresar hasta el momento.


—Una victoria fácil, sin duda, Tris —dijo Darcy por encima del hombro—, pero me pregunto quién ha ganado.


El juego de las charadas transcurrió rápidamente y, para sorpresa de Darcy, fue bastante agradable. Lady Felicia se mantuvo alejada de él y de los otros caballeros de una manera que se ajustaba más a la idea que Darcy tenía de la forma correcta en que debía comportarse la prometida de su primo. Monmouth y lady Beatrice fueron unos compañeros de juego muy agradables, tan ingeniosos en sus propias mímicas y poses como en la deducción de las de sus oponentes. Él y lady Sylvanie fueron menos ágiles en la representación de sus papeles, pero apoyaron al grupo con agudas observaciones y la rápida identificación de los temas y las frases del equipo contrario.


Cuando las damas finalmente se levantaron, Darcy sintió un poco de pesar al pensar en lo corta que había sido esa parte de la velada. La verdad es que se había divertido, y sabía a quién le debía esa diversión. Junto a los otros caballeros, se colocó en fila al lado de la puerta para desearles buenas noches a las damas, a medida que iban abandonando el salón. Cuando llegó el turno de que lady Sylvanie se despidiera de él, Darcy no pudo evitar el impulso de tomar su mano y retenerla sólo un momento. Ella levantó la vista para mirarlo y le sonrió con una pregunta:


—¿Sí, señor Darcy?


—Un momento, milady, por favor —respondió él en voz baja—. Esta noche he pasado un rato más agradable del que esperaba.


La sonrisa de la dama pasó de la simple cortesía a ser algo totalmente distinto y, como había ocurrido varias veces esa noche, Darcy se sintió atrapado por el misterio de esos ojos.


—Lo mismo digo, señor —respondió ella suavemente—, mucho más agradable —lady Sylvanie suspiró delicadamente y retiró la mano—. ¿Puedo preguntarle si va usted a jugar a las cartas con los otros caballeros esta noche? —al oír que era probable que así fuera, ella apretó un poco los labios y luego se inclinó hacia él—. Juegue mirando hacia una ventana —susurró; al ver la mirada de incredulidad de Darcy, explicó—: Es una vieja superstición. No puede le ningún daño, y a mí me hará feliz saber que usted tiene una pequeña ventaja sobre los demás, en agradecimiento por el placer de esta velada.


—Como usted quiera, milady —Darcy volvió a hacerle una reverencia y, tras dedicarle una última sonrisa, la dama salió del salón.


—¿Qué les parece si nos retiramos un rato—preguntó Sayre— y nos encontramos en la biblioteca dentro de media hora, caballeros? —miró a su alrededor mientras todos asentían e hizo una inclinación antes de marcharse— ¡Bien, bien! Me pregunto si esta noche llegaremos a jugarnos esa espada, Darcy, ¿qué dices?


—La decisión es tuya, Sayre —respondió Darcy de manera distraída, todavía un poco turbado por la última visión de la dama.


—Entonces tal vez sea esta noche. Ya veremos, ¿no es así? —lord Sayre se frotó las manos. Darcy hizo una inclinación, salió y se dirigió a su habitación, para ponerse una ropa más cómoda con la cual enfrentarse a las batallas de la suerte con las que concluiría la velada.


Rememorando los placeres de la noche, llegó hasta su puerta, entró por su propia mano y avanzó hasta el vestidor, antes de percatarse de que Fletcher no estaba. Las velas ya casi se estaban apagando, aunque al lado de cada candelabro había velas nuevas cuidadosamente dispuestas. La ropa para el juego de la noche estaba lista, así como un par de cómodos zapatos. De hecho, todo estaba preparado, pero no había ni rastro de Fletcher. Lo llamó por las escaleras de servicio desde el vestidor, pero no obtuvo respuesta alguna. Cerró la puerta y se dirigió hacia el candelabro más cercano. Reemplazó las velas consumidas y lo agarró para examinar el vestidor. Todo estaba organizado con el meticuloso orden de Fletcher, incluso la forma en que reposaban sobre la cómoda su cepillo del pelo y su peine.


Incómodo por la ausencia de su ayuda de cámara, Darcy puso el candelabro sobre una mesa cercana con un gesto de preocupación y comenzó a soltarse el nudo de la corbata. Tal vez había sido una imprudencia enviar a Fletcher a buscar pistas sobre el responsable del sacrificio en la Piedra del Rey. El hombre era un experto en reunir información, pero la mano que estaba detrás de esa abominable acción difícilmente descuidaría los detalles. Dado el carácter sangriento de las pruebas, era posible que hubiese puesto en peligro a Fletcher tontamente.


—¡Maldición! —estalló de repente, dirigiendo aquel reproche tanto a su propia imprudencia al arriesgar de esa manera a un hombre tan bueno, como al nudo que ese mismo hombre le había hecho alrededor del cuello— Paciencia, Darcy —se dijo, y como recompensa, el nudo se aflojó de repente. Después de deshacerlo, se quitó la corbata; luego siguieron la chaqueta y el chaleco, aunque esto le costó un poco de trabajo y se le ocurrieron unas cuantas observaciones airadas sobre la inteligencia del hombre que había decretado que la ropa de los caballeros fuese tan ceñida. Regresó a la cómoda, se quitó los gemelos y los puso sobre la mesa, y luego se quitó los zapatos. Volvió a mirar hacia la puerta que daba a la escalera de servicio, pero no oyó ningún ruido de pasos, ni rápidos ni lentos. Se quitó los pantalones de gala y los tiró al lado de la chaqueta. Se puso los pantalones que Fletcher le había dejado listos y se dispuso a abrocharlos, mirando otra vez hacia la puerta, con la esperanza de que Fletcher estuviese al otro lado, pero todo siguió igual. Suspiró con consternación. No le quedaba más remedio que ir a la biblioteca.


Cuando le faltaban sólo los zapatos y el chaleco, Darcy avanzó hacia el lugar donde Fletcher los había dejado y deslizó un pie dentro del zapato, mientras se estiraba para agarrar el chaleco. Un crujido suave llegó hasta sus oídos al sentir que en el zapato había algo que le impedía asentar el pie apropiadamente. Se inclinó, tomó el zapato y lo acercó a la luz. Allí metido había un trozo de papel. Darcy lo sacó y, tras acercarlo al candelabro, lo alisó y leyó:


Señor Darcy:


Si usted está leyendo esta nota es porque todavía no he regresado de buscar la explicación a un curioso acontecimiento que puede tener algo que ver con sus preocupaciones. Tan pronto como usted salió para la cena y antes de organizar el vestidor, puse la manga de su chaqueta a remojar en la lavandería del primer piso. Cuando regresé arriba, encontré que su cepillo y su peine no estaban donde los habíamos dejado. No puedo decir qué puede significar esto, ¡pero intento averiguarlo! He hecho buenas relaciones con la servidumbre de lord Sayre y las criadas de las damas y mis compañeros ayudas de cámara me miran con cierto respeto (¡la fama del roquet ha llegado incluso hasta Oxfordshire!). Todos, menos una persona, a quien voy a vigilar de cerca esta noche. Espero regresar para ayudarlo cuando termine su velada con los caballeros esta noche y espero tener algo importante que contarle, señor.


Su obediente servidor,


Fletcher.


Aliviado, Darcy arrugó la nota. Luego la llevó a la habitación y la arrojó al fuego. Las llamas lamieron el trozo de papel con voracidad y lo redujeron a cenizas en segundos, bajo su atenta mirada. ¡Así que alguien había estado en su alcoba! Evidentemente no faltaba nada; si algo faltara, Fletcher se habría dado cuenta enseguida. Pero ¿por qué había venido alguien si no era para robar algo, y luego se había marchado después de manipular solamente su cepillo del pelo? ¿Y cómo había hecho Fletcher para suponer que podía haber una conexión entre su cepillo, entre una infinidad de cosas, y el descubrimiento de esa tarde en la Piedra del Rey? Regresó al vestidor y terminó de arreglarse. Tendría que olvidarse de esos asuntos si quería regresar ileso a su habitación, después del juego de esa noche; y a pesar de lo mucho que detestaba sucumbir a la trampa de Sayre, la verdad es que sí le gustaría ganar aquella estupenda espada. Apagó la mayor parte de las velas y dejó sólo unas pocas encendidas en espera del regreso de Fletcher y, con el ferviente deseo de que los dos tuvieran suerte aquella noche abandonó la habitación.


* * * * * *