viernes, 28 de mayo de 2010

Y ENTONCES PENSÉ...¿QUÉ ME HACE FELIZ?



Hago una breve parada en esta narración, para hablarles un poco de algo más ligero, mi buena amiga Akasha desde su romántico blog Un minuto de mi Eternidad me animó a que participe de un juego que consiste en descubrirme ante uds. en siete momentos que logren arrancarme una sonrisa, y como parte de ellos es ser impredecible e irme en contra de la corriente (eso me hace muy feliz) trataré de mencionar los que vengan a mi memoria que por supuesto son mucho más de siete, pero antes les contaré algo si el tiempo se los permite, claro. (es bueno saber que están acostumbrados a mis entradas largas : D)
Siempre tengo una respuesta para todo, pero cuando me hicieron esta pregunta, debo confesar que quedé perpleja y muda, esperé varios días para poder dar una respuesta sensata que pudieran oir, pero no sería honesto; les pregunté a muchos qué les hacía feliz a ver si me daban una pista y me respondieron:  su familia, sus hijos, y hasta ver mover la cola a su perro!... no quería tampoco caer en obviedades como el tipo de lectura, las películas que me gustan, etc, etc,  y cosas por el estilo que me hacen feliz, porque las personas que me leen ya lo saben y hasta el cansancio. Esta pregunta me resultó más compleja de lo que parecía. Pero sólo hasta no hace mucho que mi vida dió un vuelco y mientras me encontraba convalesciente y teniendo mucho tiempo para mirar el techo de una habitación y meditar el por qué estaba yo ahí o por qué me pasaba ésto a mí, (compadeciéndome absurdamente) fue que empecé a diferenciar entre las cosas que te hacen feliz o se supone que deben hacerte feliz y la felicidad propiamente dicha sin condiciones ¡y vaya por Dios! que hoy vengo a caer en ese recuerdo.
A veces cada día se nos presentan cosas,  algunas tristes y otras que pueden darnos un toque de felicidad y cuando se nos presentan no podemos desperdiciarlas. Pero...¿ podemos realmente verlas cuando están frente a nosotros?...¡Nooo!... es cuando pasan y se van, que nos damos cuenta lo tontos que fuimos; cuando pasan y nos damos cuenta que estaban ahí, y que podías ser feliz con esas pequeñas cosas cotidianas de la vida...porque pedir la felicidad completa y absoluta es absurdo (salvo que nos saquemos el premio mayor de la loteria).
Así es que desde entonces, he aprendido a sacar prevecho de mis errores, aprendí a no dejar pasar, a no desperdiciar esas cosas insignificantes, y aún más,  cuando llegan esas grandes cosas: como el trabajo esperado, el amor de tu vida, un gran amigo, el viaje soñado, o qué se yo!. Pero lo que más aprendí y lo que me hace mucho más feliz, es que no me interesa que tan mal me fue hoy, no me interesa si hoy me siento más enferma que nunca, si las palabras de un amigo o la mirada que esperabas nunca llegaron; no importa si fue un día horrible, porque mañana volveré a empezar, y tendré los ojos nuevamente abiertos y trataré de tener un poquito de felicidad.
Les dejo una larga lista, no son todas las cosas que me hacen feliz pero seguro que me satisfacen enormemente.

* soy feliz cuando pinto mis cuadros y me encierro en mi taller horas enteras, sin a veces dormir,  y  aun más feliz cuando por fin dejo mi firma en él.
* soy feliz cuando leo y releo una carta de amor.
* soy feliz cuando leo un libro de primera edición.
* soy feliz cuando tengo entre mis manos un libro con dedicatoria.
* soy feliz cuando escucho las historias de un anciano.
* soy feliz cuando escucho a un niño reir.
* soy feliz cuando recuerdo a mi padre.
* me hace feliz acordarme de alguien con una canción.
* me hace feliz ver durante horas un cielo estrellado.
* me hace feliz cocinar y que me pidan repetición.
* me hace feliz decorar el árbol de Navidad.
* abrazar mi almohada al dormirme.
*  me hace feliz que me abracen fuertemente hasta casi perder el aliento.
*  me hace feliz observar siempre que puedo el comportamiento masculino.
*  me hace feliz poder ser sincera y no tener miedo al decir cuánto quiero o respeto a alguien.
*  me hace feliz tener conversaciones en las que uno empieza a decir algo y el otro lo termina, (saber que estamos de alguna manera conectados es  maravilloso).
*  me hace feliz hacerle una broma cruel a alguien y me diga...¡no!... en serio!!? (cómo me divierte... ahí sale un poco mi lado oscuro)
*  soy feliz viendo películas de Walt Disney.
*  soy feliz viendo un buen drama en la última fila de la sala de cine (así puedo llorar a mi antojo y nadie se dará cuenta)
*  ir de compras cuando estoy comenzando a deprimirme... y cargarlo todo a la cuenta (así sea la mía) (ahí sale mi lado frívolo y materialista)
*  abrir un enooorme regalo para mí. (otra frivolidad, pero son las mejores)
*  que toquen todos los semáforos en verde cuando estoy apurada.
*  me hace feliz filosofar con amigos al calor de una chimenea o de una fogata en el campo.
*  tocar guitarra y cantar con amigos.
*  me hace feliz mojarme en la lluvia.
*  el olor a campo y hierba mojada.
*  soy feliz cuando me dicen una palabra bonita o me brindan un detalle (una flor, un poema, una sonrisa...)
*  soy feliz cuando alguien que no te conoce, de pronto te sonríe.
*  me hace feliz el momento preciso de una buena comunicación con alguien.
*  me hace feliz tener la seguridad que no necesito de una segunda oportunidad.
*  me hace feliz tener retos, y no problemas.
*  me hace feliz sentir un aroma suave y varonil, rozar por encima de mi hombro.
*  me hace feliz abrazar y besar con pasión.
*  soy feliz escribiendo historias y poemas, aunque se queden encerrados en un cajón.

y algunas cosas que nunca he hecho, pero seguramente me harían muy feliz... nadar con delfines. 
Y dejando el decoro y el recato por un breve instante....nadar... haciendo juego con la naturaleza en un lago solitario y paradisíaco. (ahí salió a flote mi vena sensual  ; ) )
Espero haber salido airosa de este predicamento, en cierto modo es gratificante sentirse con menos capas de cebolla que pelar. (una cosa más para sentirme feliz)

Lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero el presente es tuyo.
                                                                                                        
                                                                                                  Proverbio árabe.

viernes, 21 de mayo de 2010

UNA FIESTA COMO ESTA Capítulo III


Capítulo III


¡En guardia!


Darcy dejó transcurrir unos instantes antes de seguir a Bingley. Cerró lentamente la puerta de la biblioteca al salir y esperó todavía unos segundos hasta oír cómo se desvanecía por el corredor el eco de la pesada puerta de roble al cerrarse. Avanzó un poco con paso lento y luego se detuvo frente a uno de los grandes espejos situados entre las ventanas que adornaban el pasillo, para revisarse la corbata y arreglarse el chaleco. ¡Farsante!, pensó, acusando al reflejo que el espejo le devolvía. ¡Limítate a deslizarte en silencio, consigue una posición fácil de defender y espera a que termine el desafortunado y tedioso asunto! El rostro del espejo lo miró con desconfianza, aparentemente dudando de la efectividad de dicha táctica. ¡Entonces aconséjame una estrategia mejor y así se hará! La imagen lo miró fijamente un momento, pero como no tenía ninguna sugerencia, bajó la mirada. ¡Eso pensé!, gruñó Darcy mientras tiraba del chaleco hacia abajo.
El ruido de conversaciones y risas comenzó a llegar hasta él y, tras echar un último vistazo burlón a su desgraciado reflejo, enderezó los hombros y se acercó a Stevenson, que enseguida abrió con destreza las puertas del salón y se preparó para anunciar su llegada. Cuando el criado tomó aire, Darcy lo agarró del brazo y le hizo un gesto negativo con la cabeza, indicándole que guardara silencio. Haciéndose rápidamente a un lado, Stevenson lo dejó pasar y cerró las puertas.
Darcy observó el salón con gesto adusto. Todavía no estaba lleno, pues aún era temprano. Bingley tenía razón en que la mayoría de los visitantes eran personas que ya conocían. Caroline Bingley estaba desempeñando su papel de anfitriona a la perfección, aunque, pensó Darcy, su sonrisa no reflejaba una sinceridad igual de perfecta. Examinó con cuidado al grupo que la rodeaba: estaba compuesto por una serie de esposas de terratenientes y destacados comerciantes. Bingley ya tenía en la mano una taza de té y estaba absorto en una conversación con el vicario y su esposa, mientras que una bandada de jovencitas merodeaba a su alrededor, lo suficientemente cerca como para escucharlo, esperando ansiosamente, sin duda, que el vicario se fuera. Darcy se giró para observar a los jóvenes caballeros y oficiales militares que habían formado un semicírculo alrededor de la gran ventana en forma de arco desde la cual se divisaba el sendero por el que entraban los carruajes a Netherfield.
—Señor —murmuró una criada que pasaba con una bandeja. Darcy dirigió la vista hacia la bandeja y la inspeccionó—. Con un saludo de parte de la señorita Bingley, señor. —El aroma de su café favorito, preparado de la forma que le gustaba, se elevó desde una taza que reposaba junto a un exclusivo surtido de galletas. Darcy le dirigió una mirada a la señorita Bingley e hizo una leve inclinación de cabeza, al tiempo que ella hacía lo mismo para indicar que había notado su gesto, y agarró la taza. En ese momento, se produjo una agitación entre el grupo de hombres que estaba en la ventana. Varios jóvenes rompieron la formación y comenzaron a dispersarse por el salón, principalmente en dirección a las puertas. Como la curiosidad superó su sentido de discreción, Darcy se deslizó hacia uno de los lugares que quedaron abandonados junto a la ventana, para ver cuál era la causa de tanta expectación.
Un carruaje vulgar, tirado por un solo caballo, recorría el sendero. Apenas se había detenido, cuando se abrió de par en par la portezuela y una confusión de enaguas descendió sobre el sendero de gravilla.
—La señorita Lydia —dijo riendo uno de los hombres que estaba cerca de Darcy.
—¡Ahora sí tendremos un poco de diversión! —exclamó otro, y los dos dieron media vuelta para reunirse con sus amigos en la puerta. Darcy recordaba vagamente haber visto en el baile el rostro que se vislumbraba bajo el sombrero, pero no pudo ubicarlo exactamente en una familia concreta. Le dio un sorbo a su café, con curiosidad por saber quién saldría del vehículo. Lo que vio lo dejó frío mientras bebía. ¡La matrona del otro día! Tragó de un golpe la bebida hirviente. ¡Eso significaba…!
En el exterior, la señora de Edward Bennet estaba arreglándose el vestido y el chal, preparándose para subir las escaleras de Netherfield. Tras ella venían la señorita Jane Bennet y otra hermana, que ayudaban a su madre en esos preparativos, y detrás, asomando ligeramente la cabeza por la portezuela, se encontraba la señorita Elizabeth Bennet. La señora Bennet se dio la vuelta y le hizo un comentario a su hija, cuando bajaba del carruaje. La señorita Elizabeth respondió y luego le lanzó una fugaz sonrisa de complicidad a su hermana mayor, mientras su madre procedía a subir las escaleras. El hecho de haber sido testigo involuntario de ese intercambio íntimo hizo que Darcy se sonrojara de incomodidad y se retirara enseguida de la ventana. Al dar media vuelta, vio un asiento vacío que tenía una excelente perspectiva de la puerta y se apoderó de él.
Desde luego, la agitación que tuvo lugar en la ventana no pasó inadvertida para los hermanos Bingley. Caroline se volvió hacia su hermano con el ceño fruncido, éste se disculpó enseguida con el vicario y se dirigió rápidamente hacia la ventana. Al ver sólo un coche vacío que se retiraba de la entrada, dio media vuelta para buscar a Darcy, cuando se abrieron las puertas del salón. Apareció Stevenson y, con una voz ahogada por la contención de toda emoción, anunció: «La señora de Edward Bennet, la señorita Bennet, las señoritas Elizabeth, Mary, Catherine y Lydia Bennet». Por un instante, se hizo un silencio total en el salón, tan portentoso como el que se produce antes de la aparición de una novia. Sin percatarse de la expectación causada por su llegada, la señora Bennet reprendió a una de sus hijas que venía detrás para que dejara de moverse y entró en el salón para presentarle sus respetos a la anfitriona. Cuando las chicas Bennet finalmente aparecieron en el umbral, todo el salón pareció soltar la respiración contenida. La señorita Bennet, un poco ruborizada, sonrió con delicadeza ante las damas y los caballeros que la saludaron, mientras avanzaba hacia la señorita Bingley. La hermana más joven entró tan pegada a la mayor que casi tropieza con la cola del vestido de ésta, lo cual le proporcionó una excusa para agarrarse del brazo masculino más cercano en busca de apoyo. Riéndose y agitando los rizos, saludó al joven por el nombre y pronto estuvo rodeada de jóvenes caballeros y oficiales, lo cual le hizo olvidar por completo la obligación de presentarle sus respetos a las damas de la casa.
Darcy observó con aprensión cómo Bingley se abría paso entre el corrillo de personas que rodeaba a sus hermanas y se detenía junto al diván, como si quisiera saludar apropiadamente a las recién llegadas. Con cierto alivio, notó que su amigo saludaba a la señorita Bennet con toda formalidad y corrección, aunque, tal vez, con una mirada un poco más intensa de lo habitual. Un chillido, seguido de una risita, atrajo nuevamente la atención de Darcy hacia los oficiales, donde identificó su origen en la tan esperada «señorita Lydia».
A pesar de su decisión, la mirada de Darcy se deslizó otra vez hacia la puerta, que ahora enmarcaba a la última recién llegada. La señorita Elizabeth Bennet. Su llegada hizo que más de un joven oficial abandonara su lugar y avanzara hacia la puerta. Esos movimientos pronto la ocultaron de la vista de Darcy, pero no antes de que él pudiera apreciar en su rostro una expresión de ironía que fue reemplazada por una sonrisa al responder al afectuoso saludo de sus amigos. En realidad, la naturaleza de dicha expresión sorprendió bastante a Darcy. Inconscientemente se levantó de la silla en busca de un ángulo desde el que pudiera observar mejor a la dama, hasta que se encontró, para su disgusto, junto a Charles tras el diván, justo en el momento en que la señorita Elizabeth se inclinaba para saludar a la señorita Bingley. Mirándola fijamente, Darcy tuvo la esperanza de captar algún rastro de esa expresión de ironía que ya comenzaba a atribuirle a su propia imaginación.
La señorita Elizabeth Bennet todavía tenía inclinada la cabeza cuando se levantó, pero Darcy pudo ver que tenía apretado el labio inferior y se lo mordía en un vano intento por evitar que apareciera un hoyuelo. Ella miró fugazmente hacia arriba, antes de bajar nuevamente la mirada como era apropiado.
¡Aja! ¡Sí, yo no estaba equivocado! ¡Qué criatura tan insolente! Darcy se enderezó y se felicitó por no haberse dejado engañar por la modesta expresión que aparecía en aquel momento en el rostro de la señorita Bennet, mientras miraba a su anfitriona.
—Señorita Elizabeth —saludó la señorita Bingley arrastrando las palabras—. ¿Ya conoce a mi hermano, el señor Bingley? —Sin esperar a recibir una respuesta a su pregunta, la señorita Bingley señaló a su hermano, que estaba detrás de ella—. Charles —comenzó a decir, mientras giraba la cabeza para mirar a su hermano por encima del hombro—, la señorita Elizabeth Ben… —Fuese lo que fuese a decir, quedó, de repente, atascado en su garganta, al ver no sólo a su hermano, sino también a Darcy, esperando con ansiedad la presentación—. Señorita Elizabeth Bennet —repitió, forzando un poco la sonrisa.
La invitada se inclinó para hacer otra reverencia, al mismo tiempo que Charles hacía una ligera inclinación. Esta vez, cuando se levantó, Darcy notó que lo hizo con una actitud decididamente más suave.
—Señorita Elizabeth, creo que nos conocimos brevemente durante el baile del viernes pasado, así que ya han transcurrido tres días desde que le debo una disculpa. —La sonrisa de Bingley traicionaba la seriedad de sus palabras.
—¿Una disculpa, señor Bingley? —respondió ella con el mismo ánimo—. Aceptaré encantada cualquier disculpa que tenga que ofrecerme, pero insisto en que primero me informe usted de las circunstancias que la ocasionaron. Por favor, señor, ilústreme, si es usted tan amable.
—¿Insiste usted en recibir una confesión además de una disculpa? —La fingida actitud horrorizada de Bingley le arrancó una encantadora y discreta sonrisa a su interlocutora.
—¡Desde luego! Y hágalo enseguida, o su sentencia será mucho más severa.
—¡Dios me libre, lo confesaré todo! Se trata de lo siguiente: olvidé reclamar el baile que usted tan amablemente me prometió concederme. ¿Una vergüenza, no es así, señorita Elizabeth?
—Sí, así es, señor. Debería estar mortalmente ofendida por semejante descuido.
—Una serie de circunstancias lo justifican, se lo aseguro —se apresuró a explicar Bingley—. Inmediatamente antes de que la música empezara, descubrí que la señorita Bennet necesitaba un refresco, que me ofrecí a ir a buscar, creyendo que tendría suficiente tiempo antes de que la orquesta se organizara. De camino a la mesa fui abordado por dos, no, por tres caballeros…
—¿Salteadores de caminos, sin duda? —lo interrumpió Elizabeth—. Le advierto, señor Bingley, que lo único que calmaría mi indignación sería el ataque de tres asaltantes, como mínimo.
—Sí, fueron tres salteadores, estoy seguro —confirmó Bingley, adoptando tal actitud de desesperación que Elizabeth no pudo reprimir la risa a la que se sumó inmediatamente él.
—Está usted perdonado, señor Bingley, pero sólo porque su abandono se debió al deseo de ayudar a mi hermana. Dicha gentileza siempre debe ser alentada.
—Gracias. Es usted muy amable, señorita Bennet. —Bingley miró a su lado y se encontró con la expresión cautelosa de Darcy—. Pero soy negligente y pronto me veré obligado a ofrecerle otra disculpa, por la cual no seré perdonado con tanta facilidad.






—Bingley se enderezó—. Señorita Elizabeth Bennet, ¿me permite presentarle a mi amigo, el señor Darcy?
Darcy no se sintió capaz de interferir en la charada representada por Bingley y la señorita Bennet y justificó su reticencia en el hecho de que no habían sido adecuadamente presentados. La habilidad de la muchacha para responder con ingenio lo sorprendió. Se dejó absorber por completo por la pequeña farsa, pero cuando Bingley retomó el tono formal y los presentó, Darcy volvió de nuevo al presente. La actitud con la que la señorita Bennet aceptó la presentación fue, pensó Darcy, inusualmente contenida, teniendo en cuenta el buen humor que había mostrado con Bingley. Darcy sintió que asumía otra vez su tensa actitud de indiferencia.
—Darcy, tengo el gran placer de presentarte a la señorita Elizabeth Bennet y, si me disculpáis, veo que su hermana parece estar necesitando algo y yo soy el único que sabe dónde está. —Respondiendo con un guiño a la cara de alarma de su amigo, Bingley hizo una inclinación y se marchó apresuradamente hacia donde estaba la señorita Bennet.
—Señor Darcy —murmuró Elizabeth. Una vez que ella hizo la oportuna reverencia y él le correspondió, Darcy trató de buscar algo que decir, mientras se reprendía mentalmente por quedar atrapado precisamente en medio de una situación que había decidido evitar. Sin tener todavía una estrategia para romper el hielo, cayó en las trivialidades sociales que tanto detestaba, mientras fijaba la mirada en algo que estaba aparentemente más allá de la muchacha.
—Encantado, señorita Bennet. ¿Lleva mucho tiempo viviendo en Meryton?
—Toda mi vida, señor Darcy.
—Entonces, ¿nunca ha estado en Londres? —preguntó Darcy con sorpresa.
—He tenido oportunidad de visitar Londres, señor, pero no durante la temporada de eventos sociales, si es a eso a lo que se refiere con «estar en Londres». —La aspereza del tono de la muchacha hizo que Darcy frunciera un poco el ceño, mientras se preguntaba qué habría querido decir y, sin darse cuenta, la miró directamente a la cara. La señorita Elizabeth parecía toda inocencia, pero algo le dijo que aquello no era cierto. Tal vez era la manera casi imperceptible en que había enarcado una de sus bien formadas cejas, o la tendencia de su hoyuelo a asomarse. No obstante, Darcy sabía que estaba siendo objeto de una burla. Y no le gustó sentirse así.
—Yo no diría que el hecho de haber viajado a Londres sólo para visitar tiendas de modistas es haber estado realmente en la ciudad —replicó con frialdad.
—¡Señor Darcy, es usted demasiado amable! —La sonrisa de la muchacha era tan afectada que Darcy supo enseguida que no debía tomarla por otra cosa que una falsedad y que su intento de disminuir la impertinencia de la muchacha había fracasado estrepitosamente. Entrecerró los ojos. ¿Por qué razón debía ella fingir un sentimiento de gratitud? ¡Estaba claro que él no había tenido intención de elogiarla! Sus sospechas sobre el propósito de la muchacha se confirmaron rápidamente—. ¡Cómo puede un caballero tan distinguido como usted pensar que mi vestido es un diseño londinense! Me temo que debo desengañarlo, señor. Sólo se trata de una confección local, pero tenga la seguridad de que le repetiré a mi modista su amable cumplido.




—Elizabeth hizo otra fugaz inclinación antes de que Darcy, que aún no salía de su asombro, pudiera pensar en una respuesta coherente y dijo—: Por favor, discúlpeme, señor Darcy. Mi madre me necesita.
¿Amable cumplido? ¡Vaya cumplido! Mientras farfullaba en silencio, Darcy se quedó mirando cómo la señorita Elizabeth se abría paso a través del salón que ahora sí estaba abarrotado. Tal como acababa de decirle, se dirigió hasta donde estaba su madre, deteniéndose sólo brevemente para intercambiar saludos con amigos o vecinos junto a los cuales pasó deslizándose con elegancia. Darcy obligó a su cabeza a dejar de dar vueltas en círculo y trató de volver al principio, al momento en que ella había entrado por la puerta y en su rostro se reflejó la opinión que tenía de sus anfitriones. O, más exactamente, de su anfitriona, se corrigió Darcy, y recordó la animada conversación que sostuvo con Charles y su genuina sonrisa. Darcy miró a su alrededor en busca de la señorita Bingley y la descubrió con facilidad, rodeada por un círculo de invitados que, según parecía, escuchaban con atención cada una de sus palabras. En ese momento ella estaba contando algo acerca de la «terrible multitud» que había en casa de lord y lady…, lo que ella le había dicho a lady…, y cuál había sido su respuesta al ingenioso comentario del señor…, enfatizando todo con un altivo suspiro y el elegante gesto de encogerse de hombros. El grupo soltó una carcajada, y Darcy notó que varias jovencitas trataban de imitar el ademán de Caroline, al tiempo que una oleada de hombros subía y bajaba. Elizabeth Bennet no estaba entre ellas, pues se encontraba ocupada con un pequeño círculo de admiradores y amigas cercanas.
No, la señorita Elizabeth Bennet no estaba impresionada con la sofisticación londinense de la señorita Bingley o de la señora Hurst, y tampoco parecía sentir la necesidad de modificar su manera de ser para imitar la gracia de Caroline, como estaban haciendo la mayor parte de sus vecinas en ese preciso momento. En lugar de eso, pensó Darcy, comprendiéndolo por fin, ¡a la señorita Bennet le parecía que la conducta de la señorita Bingley era reprobable! A juzgar por la expresión de burla de sus ojos, lejos de cultivar una amistad con la señorita Bingley, la señorita Elizabeth parecía haberle asignado un lugar entre las cosas ridículas, como haría uno con una relación divertida pero un poco alocada. Después de satisfacer su deseo de saber qué se proponía la señorita Elizabeth Bennet, Darcy encontró que aquel descubrimiento había engendrado en él dos emociones equivalentes pero opuestas, que luchaban valerosamente en su pecho. La primera era la indignación que le causaba la impertinencia de una dama que se atrevía a juzgar a sus superiores. La segunda era el impulso de reírse por estar de acuerdo con su juicio. Una chispa de humor casi había surgido en los ojos de Darcy, cuando fue asaltado por el recuerdo de que la señorita Bingley no era el único residente de Netherfield que le causaba gracia a la señorita Elizabeth Bennet. La chispa de humor fue suprimida sin piedad cuando volvió a pensar en la manera en que la señorita Elizabeth se comportaba con él.
Ella le había propinado un buen vapuleo; a Darcy no le quedó más remedio que reconocerlo con cierta imparcialidad. La manera en que había logrado dar la vuelta a su insultante comentario, apenas disfrazado, para convertirlo en un supuesto elogio había sido magistral. Pero ¿qué le había sucedido para hablarle así a aquella muchacha? Darcy revisó mentalmente los sucesos de su encuentro. ¿Acaso había sido la rudeza de la respuesta de la joven a sus desesperados intentos por entablar una conversación banal, o tal vez se había molestado desde el principio, debido al evidente cambio de actitud de ella después de que Bingley se la presentara? A ella le gustaba Bingley, pero ¿qué pensaba de él, de Darcy?
¿Me considerará el mismo tipo de personaje que la señorita Bingley?, se preguntó, ¿o no será que su manera de comportarse es sólo una farsa, un juego de coquetería con el que espera atraer mi atención? De manera distraída, Darcy comenzó a darle vueltas al anillo de rubí que llevaba en el dedo meñique. ¿Podría tratarse de otra cosa totalmente distinta? Recordó cómo la señorita Bennet había bromeado con Bingley sobre el hecho de que él la hubiese ignorado en el baile y su amenaza de exigir un castigo. De repente, sintió que los músculos de su estómago se contraían, pues volvió a repasar mentalmente los sucesos del baile. ¡Eso era! ¡Tenía que ser! La señorita Bennet había alcanzado a oír su imprudente y desconsiderado comentario.
—¡Idiota! —El insulto hacia sí mismo se escapó de sus labios. Al no haber recibido una disculpa, ella piensa exigir lo que le corresponde a fuerza de ingenio. Consideró su teoría, mientras observaba atentamente el objeto de sus cavilaciones, que, en ese momento, se encontraba conversando animadamente con la señorita Lucas. ¿Qué debería hacer, si es que debo hacer algo?, se preguntó con sentimiento de culpa. Debía excusarse con la muchacha, sin duda, pero ¿qué podía decir: «Discúlpeme, señorita Bennet, me comporté como un patán el viernes pasado»? Y si lo hiciera, ¿cuál sería la respuesta de ella? ¿Lo perdonaría con un bonito discurso o aprovecharía la ocasión para hacerle un desplante frente a todo el mundo?
Darcy hizo una pausa en medio de su reflexión sobre la posibilidad de cerrar los ojos y masajearse las sienes con los dedos. No, no importaba que él hubiese herido el orgullo de la muchacha, no se arriesgaría a sufrir el reproche de una campesina cualquiera, sólo para el entretenimiento de ella o sus amigas. Si ella hubiese decidido guardarle rencor, estaría obligado a hacerlo, pero tal como estaban las cosas, Elizabeth había optado por desenfundar la espada. Darcy volvió a levantar la vista y encontró a Elizabeth Bennet al lado de su hermana mayor, mientras las dos miraban una carpeta con los últimos dibujos de la señorita Bingley. ¡Un movimiento audaz! Darcy sonrió para sus adentros. ¡Ahora la entiendo, pero me temo que usted está equivocada si cree que puede jugar a ese juego conmigo! Una mirada sarcástica acompañó entonces a su sonrisa, mientras se inclinaba para dedicarse a la tarea de descubrir todas las cualidades de su adversaria.
Se entretuvo dando una vuelta por el salón, intercambiando una palabra aquí, un saludo allá con los nuevos vecinos de Bingley y, de paso, observando a Elizabeth Bennet sin ser visto. Se dio cuenta de que su voz era bien modulada y agradable al oído, aunque no le resultó extraño después de haberla oído cantar en la iglesia el día anterior. La forma de comportarse entre sus amigas mostraba una espontaneidad y una sinceridad encantadoras, pero que ciertamente no reflejaban la conducta que se esperaba de una señorita del nivel social al que él estaba acostumbrado. Su rostro, decidió Darcy, era de la variedad «lechera»: redondo, limpio y saludable, pero carente de la distinción que se necesitaba para que fuera considerado modernamente clásico. Se movía con bastante gracia, reconoció Darcy, pero el temblor de su vestido dejaba intuir una falta de simetría en su figura que no le habría agradado a un purista.
Poco común en sus modales, eso es seguro, sentenció Darcy, pero le falta la gracia física y social que revela una educación verdaderamente aristocrática. Es bueno para ella que los oficiales estén cautivados, porque eso es lo más lejos a lo que podrá aspirar. Darcy esperó en vano a que sus emociones secundaran su veredicto, pero éstas se mostraron poco dispuestas a aceptar ese juicio y, en lugar de eso, exigieron más información, de manera que la decisión final sobre la dama quedaría pospuesta hasta una fecha posterior. Al volver su atención sobre la familia de la muchacha, Darcy no encontró las mismas reservas. Nadie que tuviera ojos u oídos podía dejar de notar los modales estridentes y claramente calculadores de su madre y el atrevimiento descarado de sus hijas más jóvenes, cuya única disculpa era su juventud. Darcy suspiró con fuerza para expresar su disgusto con ellas.
—Vamos, vamos, Darcy, qué actitud tan negativa. Estoy seguro de que la partida de caza de mañana será muy agradable. —Absorto en su debate interno, Darcy apenas había notado que estaba cerca de Bingley y el grupo de caballeros que lo acompañaban. Era evidente que estaban planeando una cacería, y su resoplido había sido interpretado como la expresión de su disgusto ante la idea. Pero nada podría estar más lejos de la verdad. Un día al aire libre, con perros y armas, alejado de las intrigas de un salón social de provincias, era exactamente lo que necesitaba.
—Al contrario, Bingley, una idea excelente. —Darcy palmeó a su amigo en el hombro y el alivio engendrado por la perspectiva de un día así hizo que estuviera más comunicativo de lo acostumbrado entre desconocidos—. Caballeros, ¿ya les ha hablado Bingley de su más reciente adquisición? Es la escopeta ligera más hermosa que ustedes hayan visto…


Más tarde, durante la cena, la señorita Bingley estaba relatando los sucesos de la mañana a quienes se hallaban sentados a la mesa. Antes de que se anunciara la cena, el señor Hurst se excusó diciendo que tenía un terrible dolor de cabeza y ahora se encontraba feliz en su habitación, ocupado con un botellón de brandy, mientras sus compañeros y su esposa formaban parte de la audiencia de la señorita Bingley. Bingley se sentó cómodamente en su asiento a la cabecera de la mesa y se dedicó a prestarle a su hermana toda la atención que le permitía su bondadosa naturaleza. La aparente compostura de la señorita Bingley esa mañana, cuando se marchaban los invitados, no había engañado a Darcy ni por un instante; era evidente que ardía en deseos de contar, analizar, criticar y regodearse. Mientras esperaban en el salón de armas a que los llamaran a cenar, Bingley le advirtió a Darcy que cualquier intento de detenerla sería inútil. Dijo que le daría a su hermana rienda suelta —como si pudiera hacer otra cosa— y que Darcy debía prepararse para una velada de habladurías y maliciosa satisfacción.
—Y no, no puedes alegar que tienes dolor de cabeza, pues esa excusa ya ha sido utilizada por el señor Hurst. ¡Y si crees por un momento que podrás huir de lo que ni siquiera yo, que soy su hermano, puedo escapar, estás completamente loco! Eso forma parte de ser el hermano de una mujer cuya primordial preocupación es llegar a los primeros círculos de la sociedad. —Bingley suspiró, cerrando un ojo y mirando otra vez por el cañón de la escopeta ligera para revisar el último ajuste de la mira—. Ella tiene que examinar exhaustivamente los acontecimientos de hoy. ¿Qué opinas? —añadió, alcanzándole el rifle a Darcy—, ¿está bien?
—¿El deseo de pertenecer a los círculos más altos de la sociedad o sus métodos para llegar a ellos? —respondió Darcy, mientras se llevaba el arma a la mejilla y apoyaba la culata contra el hombro.
—¡Ninguno de ellos! Me refiero a la mira —replicó Bingley de manera tajante, y luego guardó silencio mientras Darcy, un poco arrepentido por su ligereza, revisaba la alineación. Cuando terminó, bajó el arma del hombro y se la puso a Bingley en las manos.
—Charles —comenzó a decir.
—Tienes mucha suerte de tener la hermana que tienes, Darcy —lo interrumpió Bingley en voz baja—. La señorita Darcy no te atormenta tanto. ¿Acaso te ha dado un solo minuto de preocupación? —Darcy se quedó inmóvil al oír las palabras de su amigo y esperó—. Ella es mucho más joven que tú y estará en la cima de la sociedad tan pronto como sea presentada —continuó Bingley sin notar el silencio de Darcy. Luego comenzó a reírse entre dientes—. ¡Imagínate si Georgiana fuera mi hermana menor! —Bingley invitó a Darcy a reírse con él de aquella absurda idea—. Oh, sería demasiado delicioso. —Un golpe en la puerta terminó con la diversión y Stevenson anunció la cena—. Ah, el deber llama; y, amigo mío, se requiere tu presencia, aunque sólo sea para ayudar a recoger los pedazos de lo que quedará de nuestros vecinos cuando ella termine —dijo Bingley.
De acuerdo con lo prometido, Bingley no intentó dirigir la conversación durante la cena, excepto por un ocasional «¡Shhh, shhh, Caroline!» y unas cuantas sacudidas de cabeza. El hecho de encontrar tan poca resistencia a sus comentarios pareció animar a la señorita Bingley, haciéndole pensar que sus observaciones y opiniones eran compartidas por quienes la acompañaban en la mesa. La señora Hurst, desde luego, se hacía eco de los sentimientos de su hermana, o los adornaba, y ambas se animaban mutuamente a alcanzar un nivel más alto en la crítica y la ridiculización.
—Vamos, Louisa, ¡eso es tan cruel! —La señorita Bingley le dio un golpecito a su hermana en la mano. La señora Hurst dijo estar arrepentida hasta que su hermana continuó con malicia—: Yo sólo le conté dos barbillas a la señora, pero, claro, yo no tuve el placer de verla sentada, como tú. —La señora Hurst dejó escapar un pequeño chillido y se cubrió la boca con la mano, mientras la señorita Bingley se recostaba en su silla con una sonrisita disimulada—. En realidad estos pueblerinos no son muy interesantes. —Le lanzó una discreta mirada a Darcy—. Los caballeros sólo hablan de caballos y cacerías. ¡Y las damas! ¡Ninguna de ellas pudo hacer un solo comentario sobre la moda actual o ha tenido el mínimo contacto con el teatro! Y la poesía probablemente es un idioma tan desconocido aquí como el italiano —concluyó, dirigiendo una maliciosa sonrisa a Darcy.
La señora Hurst soltó una risita indulgente, pero la falta de respuesta por parte de Darcy hizo que la señorita Bingley siguiera un camino más directo.
—Charles, he decidido aceptar esta semana tres invitaciones particulares a cenar y otra para tomar el té. Por favor, ten la bondad de reservar algo de tiempo para eso.
—¿Puedo preguntar, querida hermana, dónde tenemos esos compromisos? —Bingley entrelazó los dedos y apoyó la barbilla sobre los pulgares, girándose y haciendo un guiño a Darcy.
—El miércoles por la noche con el squire
Justin; el jueves, con el señor y la señora King. A ellos se les tiene por gente bastante importante y se dice que tienen una renta de tres mil libras al año, ¡imagínate! El viernes cenamos con el coronel Forster y su esposa. ¿Crees que la mujer se ríe así a propósito, Louisa, o acaso soy la única a la que le parece un burro? —A medida que iba oyendo los nombres, Bingley se iba hundiendo un poco más en la silla, y al mencionar al coronel, en su rostro apareció una expresión totalmente desesperanzadora—… Y la noche del sábado, en casa de sir William Lucas. —La señorita Bingley hizo una marca al lado del último nombre de su lista y levantó la mirada justo a tiempo para ver cómo se animaba su hermano—. ¿Te parece bien, Charles?
—Dejo el aspecto social de esta empresa en tus hábiles manos, Caroline. Sólo te pido que me dejes algún tiempo para ocupaciones más masculinas y que, mientras estemos aquí, programes asistir a los servicios religiosos. Con regularidad —añadió, con una mirada que transmitía el mensaje de que no aceptaría objeciones.
Al oír eso, los ojos de la señorita Bingley se posaron involuntariamente sobre Darcy, en cuya mirada se veía reflejada la más profunda indiferencia.
—Desde luego, Charles. Eso está fuera de toda discusión, como bien sabes.
—Ahora —dijo Bingley, aprovechando el éxito de su petición y el estado de confusión en que se había sumido su hermana—, me gustaría señalar que la mañana ha transcurrido estupendamente. Caroline, mereces una felicitación. —La señorita Bingley protestó con dulzura—. No tengo la menor duda de que nuestra «mañana de puertas abiertas» será tema de muchas conversaciones y que hemos entrado con el pie derecho en la sociedad de Hertfordshire. —Bingley le permitió a su hermana la oportunidad de restarle importancia a su logro, aunque brevemente, y continuó con determinación—: Debes saber que he programado una partida de caza para mañana por la mañana y espero que vengan seis o más caballeros. Si tú haces los arreglos para el desayuno y lo notificas al personal de la casa, yo me encargaré de anunciarles nuestros planes al encargado de las caballerizas, el vigilante del campo y el guardabosques. —Bingley golpeó los brazos de la silla con los dedos al enumerar cada detalle, con la cara roja de felicidad por saberse el dueño de una propiedad donde podía ordenar cuanto deseaba—. Mañana será mi turno, queridas hermanas, de ir más allá del punto al que habéis llegado hoy.
Durante el siguiente intercambio de preguntas, advertencias y aseveraciones entre Bingley y sus hermanas, Darcy volvió a concentrarse en sus propios pensamientos. Había notado la desilusión de su amigo al no oír un nombre concreto entre la lista de compromisos sociales de su hermana y, a continuación, su entusiasmo ante la mención de sir William. Al haber observado personalmente la estrecha relación de la señorita Lucas con una de las hermanas Bennet, no fue difícil deducir la razón del súbito entusiasmo de Bingley. Él espera que la señorita Bennet también esté presente. Es totalmente probable. Lo que significa que… Darcy dejó que su pensamiento quedara inconcluso y se obligó a concentrarse de nuevo en el problema de su amigo y la señorita Bennet.
Estiró la mano para tomar su vaso de vino y, balanceando suavemente la copa en la mano, agitó su contenido mientras miraba distraídamente el líquido de color rojo oscuro. Quizás estaba viendo en la deferencia de Bingley por la señorita Bennet algo más de lo que había o habría alguna vez. Su amigo había sido el primero en admitir su propensión a enamorarse y desenamorarse más rápido de lo que se reproduce una liebre. No había razón para suponer que aquella atracción era distinta. Darcy se llevó el vaso a los labios y paladeó momentáneamente el vino antes de dejarlo deslizar por la garganta y sentir su calidez. Deja que las cosas sigan su curso. Ofrécele otros incentivos para distraer su atención. Mantenlo ocupado con Netherfield. Darcy volvió a colocar el vaso sobre la mesa con cuidado. Con seguridad esto pasará.
Tan pronto como Darcy dejó el vaso en la mesa, su anfitriona le hizo una seña al mayordomo para que volviera a llenárselo, pero él cubrió la copa con la mano y negó con la cabeza.
—¿Acaso el vino no es de su agrado, señor Darcy? —preguntó la señorita Bingley con diligencia—. Si lo desea, pedimos otra botella.
—No, no se inquiete —respondió Darcy—. El vino es excelente. —Comenzó a levantarse de su asiento, pero la señorita Bingley se apresuró a detenerle.
—Señor Darcy, no puede usted dejarnos tan pronto. Todavía no hemos oído sus impresiones sobre la sociedad de Hertfordshire. —Miró alrededor de la mesa en busca de apoyo para su requerimiento—. Estoy segura de que será muy interesante.


Darcy miró a Bingley, buscando disimuladamente su ayuda, pero su amigo se limitó a hacer una mueca y encogerse de hombros. Después de lanzarle una mirada feroz, Darcy volvió a tomar asiento y adoptó una actitud de indiferencia hacia las damas.
—Tal como usted ha dicho, señorita Bingley, los lugareños de aquí «no son muy interesantes». Sin embargo, ellos son lo que comúnmente se llama «el músculo del Imperio» y en la medida en que dependemos de ellos para que proporcionen la tan necesitada fuerza física, tal vez sea ilógico que esperemos un exceso de ingenio.
De las dos damas, la señorita Bingley fue la primera en recuperar la compostura, pero no antes de recurrir a su servilleta para limpiarse las lágrimas que la risa había dejado en sus ojos.
—Pero ¿qué hay de las damas, señor Darcy? —Un destello malicioso iluminó sus ojos—. Seguramente no incluirá a las mujeres en el suministro de la fuerza física, ¿o sí?
—De ningún modo, señorita Bingley. No sería tan desconsiderado.
—Pero, señor —insistió ella—, usted ha aceptado su falta de fuerza física y ha desestimado su ingenio. ¿Con qué criterio, entonces, podemos clasificar a las damas de Hertfordshire?
—Usted apunta a la característica más obvia cuando se trata de mujeres, señorita Bingley. Desea que yo comente sus atributos físicos, su belleza, si quiere. —Enormemente incómodo con el giro de la conversación, Darcy señaló a Bingley—. Es a su hermano y no a mí a quien debería pedirle ese juicio.
—Nosotras sabemos lo que piensa Charles —respondió la señorita Bingley con un matiz de irritación en la voz—. Para él todas son diamantes preciosos. Lo que nos gustaría oír es su opinión. ¿No es así, hermana?
—Sí, señor Darcy, por favor, cuéntenos —pidió la señora Hurst con entusiasmo y luego, después de lanzarle una mirada a su hermana, agregó con tono travieso—: En especial quisiera oír sus opiniones sobre las muchachas Bennet.
—Darcy —dijo Bingley con cierto timbre de pretendida amenaza en la voz—, no toleraré ningún comentario sobre la señorita Jane Bennet que no sea del más alto nivel. Puedes limitar tu análisis a sus hermanas… ¿a la señorita Elizabeth, tal vez? Ahora bien, ella sería mi ideal de belleza si no fuera por su hermana mayor.
El silencio invadió el salón, mientras los tres acompañantes de Darcy esperaban su respuesta. Al mismo tiempo que se limpiaba las manos con la servilleta que tenía en el regazo, se le pasó por la cabeza la idea de que, de una forma misteriosa, la señorita Elizabeth Bennet seguía exigiendo un castigo por su estúpida torpeza. Así que, mientras criticaba su rostro, su figura y sus modales con toda la despreocupación que pudo reunir, dejó bien claro que la señorita Elizabeth Bennet no era su ideal de perfección en una mujer.

lunes, 17 de mayo de 2010

UNA FIESTA COMO ESTA Capítulo II

Capítulo II


Un propietario


Darcy regresó a Netherfield tras su cabalgada matutina, sintiendo todavía más admiración por el paisaje en el que estaba enclavada la mansión. Las granjas eran limpias y, a juzgar por la reciente cosecha, parecían prósperas. Los campos estaban rodeados de tapias, cercas o filas de árboles, en una disposición que era agradable a la vista y satisfacía incluso el gusto de un ávido cazador o jinete. Las tierras que correspondían a Netherfield necesitaban atención, pero Darcy no encontró nada especialmente incorrecto, o que no se pudiera corregir en poco tiempo con una cuidadosa administración y una inversión de capital. En resumen, era una buena propiedad, con problemas mínimos, excepto aquellos que mostrarían a Bingley lo que significaba ser un propietario.





Tras desmontar, Darcy le dio a Nelson una fuerte y cariñosa palmada en el cuello, que terminó con una caricia sobre la amplia frente y un terrón de azúcar contra el hocico. Después de comer con cuidado el dulce manjar de la mano de Darcy, Nelson soltó un relincho para demostrar su satisfacción. Con una carcajada, el caballero se lo entregó al muchacho que salió del establo.
Un propietario. Una delicada sonrisa, apenas perceptible, cruzó el rostro de Darcy mientras oía en su cabeza el eco de esas palabras, pero pronunciadas por su padre. Bajo la cuidadosa tutela de su progenitor, comenzó a aprender a una tierna edad el significado exacto de esas palabras. En el primer recuerdo que acudía a su mente estaba sentado a horcajadas sobre una montura, instalado con seguridad en el regazo de su padre, aferrando con los dedos la crin del caballo, mientras el antiguo señor Darcy realizaba la inspección de primavera de las granjas y dependencias de Pemberley. Quizás estaba en aquel entonces empezando a caminar o, como mucho, tendría tres años, pero el recuerdo era lo suficientemente vivo como para convencer incluso a sus padres de que era cierto. Aquel paseo a caballo sirvió para introducirlo en su posición en la vida y las responsabilidades que venían aparejadas a ella, las cuales ahora sobrellevaba solo, con una justificada satisfacción que reflejaba, sin duda, la excelente preparación que le había dado su padre. Con mucha frecuencia, Darcy tenía ocasión de dar gracias al cielo por el ejemplo diario de atención al deber que había recibido de su padre y la experiencia práctica que había ganado bajo su orientación. Eso había hecho de Pemberley la joya que era. Darcy esperaba poder servir a su amigo Bingley de igual manera.
—¡Aja, así que estás aquí! —resonó la voz de Bingley cuando Darcy entró en el vestíbulo de Netherfield—. Supongo que no puedo esperar que hayas aguardado un poco para permitirme el placer de llevarte a hacer un recorrido por las tierras de Netherfield, ¿no es cierto? —Bingley estaba parado en la puerta del salón, con los brazos cruzados y el ceño fruncido en una fingida actitud de seriedad, mientras miraba con indignación a su amigo.
—No tienes ninguna esperanza, Bingley —respondió Darcy sin remordimiento alguno—. ¡Es este maldito tiempo otoñal, que lo empuja a uno a salir!
—¿De verdad? —inquirió Bingley con tono imperativo, obviamente disfrutando de la inusual experiencia de tener una ventaja sobre su amigo—. Yo más bien pienso que lo que te empujó a salir fue la perspectiva de tener que entretener a Caroline toda la mañana. ¡Dios sabe que yo también saldría disparado! —La actitud de superioridad que Bingley había asumido fue reemplazada por una queja genuina cuando continuó—: Pero, de verdad, Darcy, yo tenía la ilusión de recorrer la propiedad contigo.
—Y lo harás —se apresuró a decir Darcy—. Me disculpo por adelantarme, pero necesitaba ver Netherfield tal como es, sin hacerlo a través de tus ojos, como ocurriría si fuéramos juntos. Sabes perfectamente que me estarías llenando la cabeza de poesías sobre cada riachuelo o cada bosque. —Darcy hizo una breve pausa al ver la expresión de contenida objeción de Bingley ante aquella descripción—. ¡Sabes que tengo razón! Tales distracciones no me darían la oportunidad de serte de verdadera utilidad.
Con una sonrisa de amargura, Bingley reconoció que la excusa de su amigo era razonable.
—Sé que no es, y nunca será, como Pemberley. Pero hasta yo mismo puedo apreciar que puede convertirse en más de lo que es —respondió—. La cuestión es que no tengo ni la menor idea de por dónde empezar.
—Puedes comenzar por permitirme quitarme esta ropa de montar y reunirte conmigo para tomar algo fresco en… —Darcy miró alrededor, buscando una habitación en la cual fuera poco probable que entraran las damas o el señor Hurst— en la biblioteca. —Y aprovechando la oportunidad, agregó—: ¿Sería posible, Charles, trasladar allí un par de cómodas sillas? Es un lugar bastante espartano.
—Desde luego, Darcy, enseguida. No sabes cuánto…
—Entonces no digas nada, amigo. Contén tu gratitud hasta que me hayas oído. —Darcy no pudo evitar sonreír al ver el entusiasmo que se reflejó en el rostro de Bingley—. Si después de estar enterrado hasta la cintura en papeles, plumas rotas, informes de cosechas y cuentas, todavía sientes el impulso de mostrarme agradecimiento, estaré encantado de recibir tu gratitud. —Comenzó a avanzar hacia las escaleras y luego se detuvo y se volvió hacia su amigo con expresión severa—. Te advierto, Bingley, que obtener un diploma en Cambridge no es nada comparado con convertirse en un propietario cabal. Lo aprendí de la mayor autoridad.
—¿Y quién ha sido, si haces el favor de revelarme su nombre, esa persona, oh magnífico maestro? —bromeó Bingley.
—Mi padre —respondió Darcy en voz baja, dando media vuelta y subiendo las escaleras—. Él hizo las dos cosas.
Después de llegar a su habitación, Darcy sacó con cuidado del bolsillo de la chaqueta la carta de su hermana y leyó nuevamente la primera parte; sus ojos se detuvieron un momento en la última línea de la primera página: «Bajo su cuidado me estoy recuperando y he ido adquiriendo más fortaleza de ánimo». Volvió a doblar la carta con ternura y se la llevó a los labios.
—Por favor, Dios, que así sea —murmuró. Luego puso la carta en su escritorio y tocó la campanilla para llamar a Fletcher, su ayuda de cámara, y prepararse para un día en la propiedad rural de su amigo.


Escondidos amigablemente en la biblioteca, entre la amenaza de una tormenta de papeles y plumas rotas, el resto de la mañana pasó rápidamente para Darcy y Bingley. Cuando Stevenson golpeó en la puerta para anunciar que el refrigerio de la tarde estaba servido y las damas solicitaban su compañía, los dos se levantaron y abandonaron su ocupación satisfechos con el progreso alcanzado, y listos para un poco de diversión.
—¿Qué has estado haciendo toda la mañana, Charles? ¡Caroline y yo no pudimos encontrarte por ninguna parte! —se quejó la señora Hurst, mientras servía el té para los caballeros y su hermana—. El señor Hurst tenía especiales deseos de ver las perdices y discutir los planes para una partida de caza esta mañana, ¿no es así, querido? —Hizo una pausa para mirar vagamente a su esposo que, en ese instante, parecía más interesado en cazar los manjares que tenía enfrente, y no aquellos menos seguros que volaban en el exterior. Darcy y Bingley aceptaron sus tazas y rápidamente se instalaron en el extremo opuesto de la mesa del comedor.
—Pasé la mañana de la manera más satisfactoria, Louisa. Darcy ha accedido a hacerme algunas sugerencias sobre cómo puedo mejorar Netherfield, hacerlo más…
—¡Más como Pemberley! —exclamó la señorita Bingley, fijando en Darcy una mirada de súplica—. Ay, señor Darcy, ¿es eso posible?
—Caroline, no me has entendido. —Bingley la miró con un cierto fastidio—. Has de tener presente que Netherfield nunca podrá ser Pemberley, ¡porque Hertfordshire no puede ser Derbyshire! Sin embargo, yo creo, y Darcy está de acuerdo, que Netherfield tiene interesantes posibilidades que el tiempo y la paciencia revelarán. Ahora —se apresuró a continuar—, ¿qué noticias hemos recibido de nuestros vecinos? Espero que después de anoche nos envíen varias tarjetas.
—Sí, supongo que se podría decir que hemos recibido algunas. —La señorita Bingley frunció el ceño mientras golpeaba con los dedos el montón de correspondencia que reposaba sobre la bandeja frente a ella—. Hay una docena de cartas de bienvenida, siete invitaciones a cenar, cuatro invitaciones a tomar el té y tres anuncios de fiestas o veladas musicales privadas. De verdad, Charles, ¿qué hace uno para encontrar compañía en un lugar como éste?
—¿Para encontrar compañía? —preguntó Bingley—. ¡Disfrutar! El baile de anoche, por ejemplo. Estoy seguro de que rara vez había tenido una velada más placentera. Sí, ¡es verdad! ¡No frunzas el ceño, Caroline! La música era animada, la gente nos recibió con gran afecto y las jóvenes…
—Charles, tú eres demasiado complaciente —interrumpió la señorita Bingley—. Nunca había conocido gente con menos capacidad de conversación, o menos distinguida y más engreída. En cuanto a las jóvenes, sin duda eran jóvenes, pero…
—Vamos, Caroline, no puedo permitir que hables así al menos de una joven —interrumpió Bingley. Se volvió hacia Darcy, que acababa de levantarse de la mesa, con la taza y el plato en la mano—. Darcy, ¡apóyame en esto! ¿No es Jane Bennet una muchacha absolutamente adorable?
Darcy se dirigió hacia una ventana, mientras le daba sorbos a su té, y miró hacia el césped rodeado de madera de boj y un sendero de piedras. El desacuerdo entre Bingley y sus hermanas era ya antiguo y se había manifestado de innumerables maneras desde que los conocía. En general, Darcy siempre tendía a simpatizar con Bingley en aquellos desagradables intercambios, pero hoy el giro de la conversación le recordó la decisión que había tomado la noche anterior de prevenir a su amigo.
Sin darse la vuelta, respondió:
—¿Adorable? Creo que dije que era guapa. Si es adorable, me inclino ante tu criterio superior, teniendo en cuenta que tú bailaste con ella. Yo no.
—¡Pero tú tienes ojos, hombre! —replicó Bingley de manera enérgica.
—Y ante tu insistencia, los empleé, por si no lo recuerdas. —Darcy cambió de posición, pero mantuvo la mirada fija en el paisaje que se veía por la ventana. Le dio otro sorbo a su té—. Sonríe demasiado.
—Sonríe demasiado —repitió Bingley con incredulidad.
—Un hombre debe hacerse muchas preguntas ante tanta profusión de sonrisas. ¿Cuál puede ser la causa? —En ese momento Darcy dio media vuelta y clavó en Bingley una mirada penetrante, como si quisiera infundirle la magnitud de su desaprobación—. «Engañosa es la gracia y vana la hermosura», si se me permite la audacia de citar. ¡Piensa, hombre! ¿Acaso esas sonrisas indican una disposición feliz y tranquila, o son una pose ensayada, una manera de fingir buen carácter diseñada para atrapar o esconder la ausencia de verdadera inteligencia? —Darcy hizo una pausa, mientras sus palabras despertaban en él violentos recuerdos de George Wickham, cuyas sonrisas y halagos, tanto del hombre como del niño, habían encubierto una naturaleza vil y corrupta. Sin poder confiar en que sus emociones no lo traicionaran, Darcy se volvió bruscamente de nuevo hacia la ventana.
Bingley miró a su amigo con un poco de asombro, mientras sus hermanas asentían juiciosamente con la cabeza para mostrar su acuerdo con la opinión de Darcy.
—El señor Darcy es muy perceptivo, como siempre, Charles —comentó la señorita Bingley—. La señorita Bennet parece muy dulce, pero ¿qué puede pretender con esa permanente sonrisa en su rostro? Debo decir que yo nunca he encontrado tantas cosas que me diviertan o me agraden tanto como para sonreír todo el tiempo. Es indigno y muestra la carencia de una buena educación. ¿Qué piensas tú, Louisa?
—Estoy totalmente de acuerdo, Caroline. La señorita Bennet parece una chiquilla dulce y encantadora, y le deseo toda la suerte que se merece. Aunque no puedo decir lo mismo del resto de la familia. Es una sorpresa que sean bien recibidos, a excepción de las sonrisas de la señorita Bennet.
Darcy apenas escuchaba mientras las hermanas procedían a despellejar a sus nuevos vecinos. El repentino ataque de rabia que sintió cuando estaba disuadiendo a su amigo lo sorprendió y no sabía muy bien cómo serenar sus emociones en medio del salón y en compañía de otras personas. Atravesó la estancia hasta la ventana del fondo, como si quisiera tener una perspectiva diferente del jardín. Lo que necesitaba era ejercicio, ejercicio físico violento, para alejar sus demonios personales.
¡Wickham! ¿Acaso no había jurado dejar atrás a Wickham y la historia de su infamia? ¿No se había prometido a sí mismo no permitir que las acciones de ese hombre, su traición, alteraran su compostura? No obstante, las sonrisas inocentes de una completa desconocida habían atizado de nuevo la rabia y la sensación de impotencia que sentía… todavía. Darcy apoyó un brazo contra el marco de la ventana y su rostro se reflejó en el vidrio con la apariencia de una máscara severa y blanca. ¡Suficiente! La influencia venenosa de Wickham tenía que llegar a su fin. Debía terminar o Georgiana la vería reflejada en sus ojos cada vez que lo mirara y él no quería volver a hacerle daño, en especial ahora que había recuperado la fuerza para enfrentarse al mundo.
Darcy dejó escapar un suspiro discreto y calculado, mientras trataba de calmarse. Pero su cuerpo no parecía tan dispuesto a ello. ¡Qué no daría por tener en este momento una buena espada y un oponente de altura! Poco le faltó para soltar una carcajada. Pero, en lugar de eso, recordó su propósito, que era contener la galopante admiración de Bingley por la señorita Bennet, y no animarlo a entrar en conflicto con sus vecinos. Reconoció que tal vez había sido demasiado duro, pero era lo mejor. No sería bueno para Bingley atarse desde tan joven y mucho menos a una jovencita provinciana. No obstante, había que rescatar a los vecinos de las tiernas atenciones de las hermanas Bingley.
—¡… sus hermanas, las cuatro! —La risa desdeñosa de la señorita Bingley lo devolvió a la conversación bruscamente—. Señor Darcy, usted no puede aprobar la conducta tan poco modesta de las hermanas de la señorita Bennet, ¿verdad? Usted no desearía que su hermana se comportara de esa manera. —Darcy confirmó el comentario de la señorita Bingley con una silenciosa inclinación de cabeza—. Pero a la milicia local no parecen incomodarle esas extravagancias —continuó diciendo—. Están de acuerdo contigo en ese aspecto, Charles. Las Bennet son las preferidas. ¡No sólo la señorita Bennet sino la que la sigue en edad, la señorita Elizabeth Bennet, también es considerada una belleza! Señor Darcy, ¿qué piensa usted de eso? ¿Es la señorita Elizabeth Bennet una belleza?
De manera involuntaria, la mano de Darcy apretó la delicada taza de porcelana. ¡Elizabeth! Sí, ese debía de ser su nombre, el nombre de una reina… ¡Por eso lo había mirado con una actitud tan franca! ¿Una belleza? Una mujer misteriosa, una mujer irritante, más bien, con esa actitud tan desafiante. Pero ¿una belleza? Con sus emociones dirigidas ahora hacia un objeto totalmente distinto, Darcy siguió mirando por la ventana, de espaldas al salón, a pesar de que Bingley se dirigió a él con una clara nota de exasperación en la voz.
—¿Y bien, Darcy?
Sin darse la vuelta, Darcy recuperó la compostura para desviar el dardo de la señorita Bingley y disciplinar sus propios pensamientos desbocados.
—Ella, ¿una belleza? —repitió con una dicción precisa y tajante—. Antes estaría dispuesto a afirmar que su madre es muy ingeniosa.
Las ligeras brumas de una mañana de otoño se levantaban alrededor de Netherfield susurrando una invitación a salir al campo y los bosques, pero Darcy se vio obligado a declinarla. Esto le resultó especialmente difícil puesto que no esperaba que las actividades de la mañana fueran a ser demasiado agradables. Con cierta renuencia, se apartó de la ventana de la biblioteca y de su contemplación de los encantos que la creación estaba revelando para considerar la difícil prueba que tenía frente a él. Estaba seguro de que se trataría más bien de una prueba que de una experiencia placentera. De hecho, la «mañana de puertas abiertas» era el tipo de ritual social del que podía prescindir por completo, pero las actuales circunstancias y su particular naturaleza lo convertían en un mal necesario.
Darcy tomó el libro en el que se había concentrado antes de ser atraído por la belleza de la mañana y se hundió en uno de los grandes sillones orejeros que adornaban ahora la biblioteca. En aquel paso en la incursión de Bingley en la vida de los burgueses propietarios de tierras, Darcy sabía que no sería de mucha ayuda y era consciente de su cuestionable talento. Bingley debía establecerse bien en su nuevo vecindario y eso implicaba recibir a los habitantes más importantes. Aunque no formaba parte del círculo más exclusivo de la sociedad londinense, la familia Bingley tenía una destacada posición social y ciertamente asumiría el liderazgo de la sociedad de Meryton y sus alrededores. Tales expectativas exigían una «mañana de puertas abiertas». No había forma de evitarlo. Darcy pasaba distraídamente las páginas del libro con el ceño fruncido, mientras contemplaba la mañana.
—¡Así que estás aquí! —La voz de Bingley rompió el silencio antes de que el sonido de sus pasos llegara a oídos de Darcy—. Apuesto a que estás aquí desde antes del desayuno. —Examinó rápidamente el lugar—. Sí, veo tu café sobre el escritorio, estoy seguro de que tengo razón. Yo sabía que estarías aquí o montando a caballo. —Le guiñó un ojo mientras tomaba asiento en el otro sillón—. ¿Preparándote para el sacrificio? —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. ¿O planeando una huida estratégica?
—Lo primero, muchacho impertinente —respondió Darcy con cauteloso humor—. Aunque me gustaría más lo último, como bien sabes.
—Oh, no será tan malo, Darcy —replicó Bingley, recostándose en el sillón y estirando las piernas para revisar rápidamente el brillo de sus botas—. Ya conocemos a la mayoría; los vimos en la fiesta del pasado viernes o ayer en la iglesia. Me hace ilusión tenerlos aquí. —Lanzó una mirada al rostro de Darcy y luego volvió a examinarse las botas—. Es decir, á algunos de ellos. Me hace ilusión, bueno, ver… —Dejó la frase sin terminar.




Darcy lamentaba la brecha que se había abierto entre ellos desde que le había prevenido sobre la señorita Bennet y le molestaba profundamente que Bingley no se sintiera cómodo para hablar con él sobre ella. Sabía que sería mejor arreglar eso antes de que el tiempo lo convirtiera en un abismo.
—Me imagino que algunos miembros de ciertas familias se presentarán esta mañana, Charles. —Fue recompensado con una sonrisa cautelosa, así que continuó—: Espero, por tu bien, que la señora Bennet no traiga a todas sus hijas, o tendrás que repartir tus atenciones con tanta generosidad como hiciste ayer.
Bingley soltó una carcajada.
—Acepto tus buenos deseos, a pesar de que sé que fue difícil ofrecérmelos, y coincido de todo corazón. No tenía idea de la sensación que causaríamos sólo por el hecho de asistir a la iglesia. —Sacudió la cabeza con incredulidad—. ¡Ya has visto el resultado! No alcanzaba a terminar una frase cuando ya me estaban inundando con cinco nuevas preguntas o invitaciones.
—La señorita Bennet, según recuerdo, no formaba parte del corrillo —señaló Darcy.
—No, ni ella ni su hermana, la señorita Elizabeth Bennet. —Fue la melancólica respuesta. Darcy decidió ignorar la última observación—. Ambas estuvieron todo el tiempo absortas en una prolongada conversación con el vicario y su esposa.
—¿Sin sonrisas? —preguntó Darcy, pero de inmediato deseó haberse abstenido del comentario sarcástico.
—En realidad, sí —contestó Bingley en tono neutro, sin estar totalmente seguro de la intención de la pregunta, pero evidentemente decidido a no dejarse intimidar—. Alcancé a ver su mirada antes de que Caroline nos apresurara para que nos subiéramos al coche. —Hizo una pausa y adoptó una actitud dramática, poniéndose la mano sobre el corazón—. Fui recompensado con una sonrisa que ha mantenido mis esperanzas durante casi… veinticuatro horas. —En ese momento, él y Darcy soltaron una carcajada, tanto por la actuación de Bingley como en señal de alivio por haberse reconciliado.
Cuando recuperaron la compostura, Bingley se levantó.
—Ya casi es hora, ya sabes. Venía a decirte que un mozo del establo trajo la noticia de que había visto un carruaje a poco más de un kilómetro de la puerta. —Hizo una pausa, respiró profundamente y, mirando directamente a Darcy, prosiguió—: Sé cuánto te molestan estas cosas y me considero afortunado por el hecho de que hayas aceptado acompañarme. No sé cómo…
—No hay necesidad, Bingley —interrumpió Darcy, girando un poco la cabeza—. Tu amistad es suficiente razón y recompensa para cualquier servicio que pueda prestarte. —Se dirigió rápidamente hacia una mesita sobre la que había una licorera—. Ahora, completemos nuestra preparación para la mañana que nos aguarda. ¿Qué te parece un vasito de licor antes de enfrentarnos a los dragones de Meryton? —Anticipándose a una respuesta positiva, Darcy retiró la tapa de cristal y sirvió el líquido amarillo en los vasos. Bingley se apropió de uno y, levantándolo, brindó con Darcy. Su amigo le devolvió el gesto con solemnidad.
Instantes después de haber dejado los vasos sobre la bandeja, oyeron un golpe en la puerta de la biblioteca, que se abrió para dejar entrar a la señorita Bingley. Casi antes de que la dama se incorporara después de hacer su reverencia, le tendió la mano a su hermano y miró a los dos caballeros con una sonrisa espléndida.
—Charles, señor Darcy, nuestros primeros invitados están bajándose del coche y acaban de decirme que han visto otro carruaje no muy lejos. Tendremos una numerosa asistencia, no me cabe duda.
—Y tú la dirigirás maravillosamente, Caroline —dijo Bingley, mirando a su hermana—. En muy poco tiempo estarás dominando la sociedad de Meryton.
La señorita Bingley agradeció el cumplido de su hermano con una sonrisa forzada.
—Ya veremos, hermano —dijo y luego se giró hacia Darcy, con una expresión totalmente distinta—. Señor Darcy, debo agradecerle nuevamente que haya compartido su libro de plegarias conmigo ayer. No entiendo cómo he podido perder el mío. ¡Es tan irritante! Estoy segura de que lo encontraré pronto. Nunca puedo tenerlo muy lejos, ya sabe. —Durante ese extraordinario discurso, Bingley miró con gesto inquisitivo a su hermana, pero al oír su última afirmación se sobresaltó visiblemente y dirigió la vista a Darcy para ver su reacción ante esta última solicitud de aprobación por parte de Caroline.
Darcy necesitó de todo su autodominio para reprimir un gesto delator en sus labios, mientras que, con una solemnidad digna de un obispo, le aseguraba a la señorita Bingley que estaba seguro de que su búsqueda pronto tendría éxito.
—No obstante —concluyó—, tanta constancia en el estudio de sus versículos debe restarle importancia al hecho de haberlo perdido, pues usted seguramente conoce de memoria la mayoría de las plegarias. —El anuncio de la llegada de invitados salvó a la señorita Bingley de la necesidad de responder. Después de hacer una pronunciada reverencia y en medio del susurro que producía el roce de su falda, abandonó rápidamente la biblioteca.
Bingley se contuvo únicamente hasta que se aseguró de que su hermana se había alejado suficientemente.
—¿Qué es toda esa historia acerca de su libro de plegarias? —logró decir entre jadeos. La mirada inocente de Darcy no lo engañó ni por un instante—. ¡Vamos, tienes que contármelo! Caroline no había vuelto a mirar su libro de plegarias desde que salió de la escuela para señoritas, ni a prestar atención a un sermón. Cuando tú bajaste ayer a desayunar, preparado para asistir a los servicios religiosos, creí que a mis hermanas se les salían los ojos de las órbitas. Me parece que voy a tener que recompensar a sus doncellas con una guinea extra por la conmoción que tuvieron que soportar al ayudarlas a arreglarse por segunda vez en una mañana.
—¿Por qué habrían de asombrarse por el hecho de que yo asistiera a la iglesia? —preguntó Darcy—. Me han visto hacerlo regularmente en Derbyshire y con seguridad saben que tengo un banco en St…, en Londres, que Georgiana y yo rara vez dejamos de ocupar.
—No estoy seguro. Tal vez porque no estamos en Derbyshire ni en Londres. —Al ver la expresión de desconcierto de Darcy, Bingley elaboró un poco más la idea—: Creo que ellas piensan que tú lo haces sólo para que te vean —se apresuró a explicar—. Ellas sólo asisten si saben que va a ir algún personaje influyente. El que tú asistas con más frecuencia se justifica, supongo, por el hecho de que debes sentirte obligado a darles ejemplo a tus arrendatarios y a tu hermana, y porque tu posición exige que guardes ciertas apariencias para mantener determinadas relaciones. —Bingley cayó en un silencio incómodo.
Darcy había enarcado significativamente la ceja izquierda durante la explicación de Bingley y, cuando su amigo concluyó, dio un paso hacia atrás y le dio la vuelta al sillón para dejarle ver el libro que había tenido la intención de comenzar: el primer volumen de Las obras del reverendo George Whitefield. Bingley se puso colorado y luego soltó una confusa carcajada.
—Desde luego, ellas no te conocen tanto como yo. Qué ideas tan estúpidas…
Darcy se inclinó sobre el respaldo del sillón, tomó el volumen y, con una sonrisita sarcástica, se lo lanzó a Bingley, en cuyo rostro apareció de inmediato una oleada de alivio.
—Es posible que ellas no estén tan equivocadas en su apreciación, Charles. No puedo negar que mi motivación más frecuente ha sido el deber, más que cualquier cosa que se parezca a la verdadera devoción. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el libro que reposaba en las manos de Bingley—. Al menos, ésa sería la opinión del reverendo Whitefield.
Bingley colocó el libro rápidamente sobre el escritorio, como si de repente se hubiese vuelto demasiado caliente para tenerlo en las manos.
—Pero tú quieres saber qué significa lo del libro de plegarias. —Darcy se rió brevemente—. En realidad, es bastante simple. Tú recuerdas, claro, que llegamos con retraso a la iglesia de Meryton debido a que tus hermanas se cambiaron de ropa. Cuando por fin encontramos sitio y abrimos nuestros libros de salmos, algo llamó poderosamente mi atención: una voz femenina que se oía detrás de nosotros. Nunca había oído a una soprano tan refinada y potente fuera de un coro de Londres, así que, en contra de mi voluntad, me giré un poco para ver quién podía ser.
—La señorita Elizabeth Bennet, ¿no es así, Darcy? —Al ver el gesto de asentimiento de su amigo, Bingley continuó—: Sí, yo también la oí y estaba muy complacido escuchándola. Su voz ocultaba el maullido al que Louisa llama cantar.
—No comentaré nada sobre el talento de tu hermana, pero por lo que respecta a la voz de la señorita Elizabeth Bennet, estoy completamente de acuerdo. —Darcy hizo una pausa, tratando de evocar el momento—. Fue un inesperado placer oír cantar los salmos con tanto sentimiento y belleza. Confieso que eso fue lo que me inspiró a intentar leer otra vez a Whitefield, después de evitarlo durante algún tiempo. —Se estremeció un poco—. No obstante, la señorita Bingley notó mi distracción y la causa de ella. Poco después, descubrió que había perdido su libro de plegarias y, como era correcto, yo le ofrecí la posibilidad de compartir el mío. Casi no lo necesito, pues yo me sé los salmos más comunes de memoria. Creo que ella también lo notó y, si ponemos los incidentes de la mañana uno junto al otro, llegamos a la explicación de la conversación de hace unos minutos.
Bingley sacudió la cabeza con una expresión de consternación, mientras abría la puerta de la biblioteca.
—Debo decir que has actuado muy bien, Darcy. —Luego asomó la cabeza para echar un vistazo al corredor y, guiñando un ojo, se dio la vuelta y exclamó—: ¡No hay moros en la costa! —Luego avanzó por el pasillo hacia el salón.

martes, 11 de mayo de 2010

UNA FIESTA COMO ESTA Capitulo I

Una novela de Pamela Aidan.

Poco se sabe del enigmático y atractivo Fitzwilliam Darcy, y lo que vamos descubriendo de él, lo vemos a través de los ojos de Elizabeth Bennet. Pero muchas veces nos hemos preguntado ¿ donde radica el misterio de Fitzwilliam Darcy? La historia se repite, pero esta vez desde la perspectiva de Darcy, desde el momento en que visita Hertfordshire y siguiendo uno a uno con los acontecimientos que dan vida a Orgullo y Prejuicio. Viajaremos al mundo interno de Darcy en donde descubriremos como se entrelazan su aparente personalidad seria y arrogante, con la realidad de sus sentimientos.

Pamela Aidan nos trae esta novela con un estilo fresco, cercano a Austen, pero con una ironía y un humor propios, incluyendo una selección de personajes nuevos que hacen contrapunto con los originales de Austen, presentándonos con ingenio, una visión del pasado y presente de Fitzwilliam Darcy.



Feliz lectura.


Capítulo I

Fitzwilliam George Alexander Darcy se levantó de su sitio en el carruaje de los Bingley y descendió con lentitud ante el salón de fiestas que había en el segundo piso de la única posada que poseía la pequeña localidad comercial de Meryton. Por la ventana abierta del salón se podía oír la alegre melodía de una cancioncilla popular, aunque ejecutada con escasa maestría, que invadía la serenidad de la noche. Con una mueca de disgusto, Darcy bajó la vista hacia el sombrero que tenía en las manos y, con un suspiro, se lo puso, ajustándolo en el ángulo preciso. ¿Cómo has podido permitir que Bingley te convenciera para hacer esta absurda incursión en la vida social pueblerina?, se reprochó. Pero antes de que pudiera pasar revista a los acontecimientos que le habían llevado hasta allí, un perro que se había encamado sobre un carruaje próximo soltó un melancólico aullido.
—Precisamente —se lamentó Darcy en voz alta, al tiempo que se volvía hacia el resto de sus acompañantes. Enseguida vio que las hermanas de su amigo tenían las mismas expectativas que él sobre la posibilidad de disfrutar de una noche agradable. La mirada que se cruzaron mientras se arreglaban la falda dejaba entrever una dosis de elegante desdén y resignación al mismo tiempo. Darcy miró entonces a su joven amigo, cuyo rostro, en cambio, estaba lleno de entusiasmo y curiosidad. Una vez más se preguntó cómo era posible que Charles Bingley y sus hermanas fueran de la misma familia. Las mujeres Bingley eran debidamente reservadas, mientras que Charles era, sin lugar a dudas, una persona muy sociable. La señora Hurst y la señorita Bingley eran elegantes en su forma de vestir y su manera de comportarse. Charles era… Bueno, ahora se vestía de manera moderna pero discreta —Darcy había logrado influenciarlo al menos en ese aspecto—, pero seguía teniendo una desafortunada propensión a tratar a cualquier persona que acabaran de presentarle como si fuera un amigo íntimo. Las hermanas Bingley no se impresionaban con facilidad e irradiaban un estudiado aburrimiento ante todo lo que no se incluyera entre las diversiones más exclusivas; su hermano, en cambio, disfrutaba con todo.
Precisamente este carácter eufórico había convertido a Charles en objeto de varias bromas crueles por parte de los caballeros más sofisticados de la ciudad y, por esa razón, Darcy se había fijado en él. Al ser testigo involuntario de la planificación de una de tales humillaciones durante una partida de cartas en su club, Darcy oyó lo suficiente como para enfadarse y tomar la decisión de buscar al infortunado joven para advertirle que tuviera cuidado con aquellos que él consideraba sus amigos. Para sorpresa de Darcy, lo que comenzó como un deber cristiano se fue transformando en una gratificante amistad. Desde entonces, Charles se había convertido en la primera persona a la que visitaba en la ciudad, pero todavía había momentos, como éste, en los que perdía la esperanza de llegar a inculcar en él una apropiada discreción.
—Entonces, ¿entramos? —preguntó Charles, tan pronto se puso a su lado—. La música parece espléndida y yo espero que las damas también lo sean. —Se dio la vuelta y le ofreció el brazo a su hermana soltera—. Vamos, Caroline, conoceremos a nuestros nuevos vecinos.
Darcy se colocó en segundo plano, dejando paso a los Bingley, que entraban ya en el pequeño vestíbulo y subían las escaleras hasta el piso del salón de baile. Tras despojarse ellos de sus sombreros y las damas de sus capas, Bingley, su cuñado, el señor Hurst, y Darcy escoltaron a las damas hasta la entrada, donde se detuvieron para examinar los detalles del salón y de sus rústicos ocupantes. Desafortunadamente, en ese momento la melodía también llegó a su fin y los que estaban bailando ejecutaron el último paso de la danza, lo que provocó que todas las miradas se dirigieran hacia la puerta. Durante unos pocos y tensos instantes, la ciudad y el campo se evaluaron mutuamente y llegaron a una vertiginosa serie de conclusiones.
Darcy empujó suavemente a Bingley hacia el interior de la estancia, mientras los bailarines comenzaban a abandonar la pista en busca de refrescos y comentarios. Podía sentir sobre él los ojos de todo el mundo y se preguntaba cómo había podido dudar alguna vez de la vulgaridad de los modales provincianos. Era tan terrible como había temido. El salón se había convertido en un hervidero de especulaciones, y él y los Bingley parecían ser examinados con detalle hasta la última guinea. Casi podía oír el tintineo de las monedas, a medida que los ocupantes del salón calculaban su fortuna. En el transcurso de pocos minutos, el hombre al que Darcy suponía que debía culpar por la invitación al baile de esa noche se dirigió apresuradamente hacia ellos. Haciendo una inclinación unos grados más pronunciada de lo necesario, estrechó la mano de Bingley de manera vigorosa.
—Bienvenido, bienvenido, señor Bingley. Sean bienvenidos usted y todos sus distinguidos acompañantes —exclamó sir William Lucas, mientras los miraba a todos con una gran sonrisa—. Nos sentimos muy honrados con su presencia en nuestra pequeña fiesta. Desde luego, estamos todos ansiosos por conocer a sus respetables invitados… —Sir William dejó la frase en suspenso, mientras miraba expectante a Darcy y a las hermanas Bingley.
Con gran entusiasmo, Bingley hizo las presentaciones reglamentarias. Darcy respondió al saludo del adulador hombrecillo con una simple inclinación de cabeza. Sin embargo, en lugar de disminuir la deferencia de sir William hacia él, ese gesto tuvo, para desgracia de Darcy, el desafortunado efecto de aumentar su interés y reafirmar sus continuos esfuerzos por entablar una conversación con él. Finalmente, después de que las damas y el señor Hurst fueron presentados, sir William los acompañó a todos hacia la mesa donde estaban los refrescos y la señorita Lucas, su hija mayor, en compañía de su madre y su familia. Allí todo el grupo conoció al resto de la familia Lucas y Bingley, que sabía perfectamente cuáles eran sus obligaciones sociales, se ofreció a bailar con la señorita Lucas la siguiente pieza. Sir William le ofreció el brazo a la señorita Bingley y los Hurst siguieron a las otras dos parejas hasta la pista de baile.
Cuando la música comenzó a sonar y los otros bailarines ocuparon sus puestos, Darcy buscó un sitio contra la pared, lejos de la mesa y los círculos de vecinos y parientes que rodeaban el salón. Mirase adonde mirase, veía ojos entrecerrados que lo examinaban con descaro, o que batían las pestañas con pretendida modestia. Endureciendo su expresión, Darcy se refugió en una actitud de estudiada indiferencia que enmascaraba el frío desdén que combatía en su pecho contra una ardiente furia, mientras observaba ante él el ir y venir de la sociedad provinciana.
¿Por qué había accedido a desperdiciar de esa manera la velada? A excepción de sus propios acompañantes, no había en todo el salón ni el más mínimo atisbo de belleza, charla interesante o buen gusto. En lugar de eso, estaba rodeado de gente común, insulsa y banal, esa clase de pequeños burgueses cuya idea de conversación se limitaba a un intercambio de vulgares rumores, como aquellos de los que él estaba siendo objeto en ese momento. Darcy no pudo evitar comparar aquella situación con la última vez que estuvo en Tattersall’s en busca de un nuevo semental Thoroughbred, apropiado para sus potrancas. Allí mismo juró en secreto que nunca volvería a comprar caballos en una subasta.
Cuando la música llegó a su fin, Darcy buscó con la mirada a Bingley con la esperanza de aliviar un poco la solitaria inquietud que sentía. Finalmente, lo localizó al otro lado del salón, en el momento en que le presentaban a una matrona rodeada de varias mujeres jóvenes. Darcy miró con resignación mientras Bingley se inclinaba ante cada una de ellas durante la presentación y luego le ofrecía el brazo a la muchacha más agraciada, comprometiéndose para el siguiente baile. La facilidad con que su amigo se movía en cualquier reunión social en que se encontrara era algo que siempre le había causado admiración. ¿Cómo hacía uno para conversar con unos completos desconocidos, pasando por encima de los límites de clase o posición y en un lugar como ése? Un torrente de reservas y restricciones adquiridas a través de los años flotó de manera sombría sobre su cabeza, haciendo más intensa su incomodidad y su reticencia con respecto a las relaciones sociales. Sus ojos siguieron a Bingley y su pareja durante los primeros pasos del baile y luego volvieron a fijarse en la matrona y su entorno. Lo que allí vio le hizo soltar una exclamación de desaprobación que sorprendió a un joven que pasaba a su lado y que, tras lanzarle una rápida mirada a su impasible rostro, se apresuró a continuar su camino.
La mujer que le había provocado semejante disgusto tenía la expresión de un viejo gato atigrado y gordo, al que le acaban de servir un tazón de leche. El gesto de satisfacción y avaricia de la mujer mientras observaba atentamente a Bingley y a la muchacha era casi palpable. ¿Su hija? Probablemente, dedujo Darcy, aunque no se parecen mucho. No tuvo la menor duda de la dirección de los pensamientos de la mujer; había visto esa mirada demasiadas veces para dejarse engañar. Había que prevenir a Bingley para que no manifestara ningún interés particular en esa dirección. Si apreciaba la más mínima deferencia, aquella mujer terminaría acampando en la puerta de Netherfield, la casa de su amigo.
Darcy se acercó a la mesa en la que habían dispuesto los refrescos, con la espalda tiesa ante la desagradable perspectiva de tener que prevenir a su amigo. Después de aceptar una copa de ponche que le ofreció la muchacha que estaba detrás de la mesa, soportó sus sonrisas y risitas con una compostura que estaba lejos de sentir.
En ese momento, Bingley apareció junto a él, tomó una copa de manos de la muchacha con una sonrisa y un guiño y, dirigiéndose a él, dijo:
—Bueno, Darcy, ¿alguna vez en tu vida habías visto tantas jovencitas adorables reunidas en un solo lugar? ¿Qué piensas ahora de los modales campesinos?
—Pienso lo mismo que siempre he pensado, pues esta noche ciertamente no he tenido ninguna razón para cambiar de parecer.
—Pero, Darcy, no es posible que te hayas ofendido por las atenciones de sir William. —Bingley sonrió con compasión—. Es un buen tipo, un poco insistente, pero…
—Al responder a tu pregunta, no estaba pensando precisamente en las atenciones de sir William. No es posible que no te hayas percatado del vulgar chismorreo del que somos objeto incluso en este momento. —Darcy apretó la mandíbula, molesto, tras echar un rápido vistazo al salón para confirmar la veracidad de su afirmación.
—Probablemente se están preguntando, al igual que yo, por qué aún no has bailado esta noche. Vamos, Darcy, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes. Hay muchas muchachas bonitas que, sin duda, estarían…
—¡No pienso hacerlo! Sabes cómo detesto bailar, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como ésta me resultaría insoportable —dijo, recorriendo el salón con una mirada de desprecio—. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay aquí sería como un castigo para mí.



—¡No deberías ser tan exigente y quisquilloso! —se quejó Bingley—. ¡Por lo que más quieras! Te juro por mi honor que nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como esta noche; y hay algunas que son particularmente bonitas.
—Tú estás bailando con la única muchacha guapa del salón —replicó Darcy, mirando a la última pareja de baile de Bingley.
—¡Ah! ¡Es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero, ven, ella tiene una hermana encantadora que creo que podría ser de tu agrado, al menos por esta noche. Déjame presentártela. Está sentada al lado de la pista, por allí.
—¿A cuál te refieres? —preguntó Darcy, girándose y siguiendo la mirada de Bingley. Sentada a escasa distancia de donde ellos estaban, había una jovencita de alrededor de veinte años que, a diferencia de él, obviamente estaba disfrutando de la velada. A pesar de estar sentada debido a la escasez de caballeros, sus pequeños pies se negaban a ser desplazados del baile y se movían discretamente bajo el vestido, llevando el ritmo. De ojos brillantes y entretenida en la contemplación de la escena que tenía frente a ella, parecía ser bastante popular entre la gente, pues la saludaban tanto las damas como los caballeros que pasaban a su lado. Estaba lo suficientemente cerca de ellos como para que un ligero cambio en la dirección de su mirada hiciera que Darcy se preguntara si habría escuchado la conversación. Sus sospechas se confirmaron cuando la sonrisa de la muchacha pareció adoptar una apariencia más sugerente.
¿Qué estará pensando? Intrigado, Darcy se permitió examinarla. En ese momento, el objeto de su estudio se volvió hacia él, todavía con una sonrisa, aunque enarcando delicadamente una ceja, en señal de desaprobación por su descarado escrutinio. Darcy se apresuró a darse la vuelta y su incomodidad por el hecho de que ella lo hubiese descubierto lo hizo sentirse más molesto con su amigo. ¡Si Bingley pensaba que Darcy se contentaría con lo que otros hombres habían despreciado, mientras que él disfrutaba de la compañía de la única joven pasable de la reunión, estaba muy equivocado!
—No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y ahora no estoy de humor para dedicarle mi atención a las jóvenes que han dejado de lado otros hombres —objetó Darcy de manera tajante—. Será mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas, porque estás perdiendo el tiempo conmigo. —Dejando que Bingley tomara su consejo como mejor le pareciera, se dio media vuelta y se alejó todo lo que pudo de la presencia de la perturbadora mujer. Durante el resto de la velada se entretuvo bailando con las dos hermanas de su amigo y, cuando no estaba con ellas, desanimando a cualquiera que tratara de darle conversación. Su indignación por el absoluto desperdicio de una velada entera en compañía de burdos desconocidos se manifestaba a través de una actitud tan odiosa que rápidamente se quedó solo. Cuando la fiesta por fin terminó y el carruaje de los Bingley se estacionó frente a la entrada para recogerlos, sólo pudo suspirar de alivio.
Mientras Bingley elogiaba con satisfacción la velada, Darcy se recostó en su asiento y se dedicó a observar a sus acompañantes. Tal como había sospechado, la señorita Bingley y la señora Hurst discrepaban del entusiasmo de su hermano y no tuvieron la menor duda en expresar su total desacuerdo. Darcy dejó a los Bingley debatiendo sus diferencias y dirigió su mirada hacia la noche, a través de la ventanilla del carruaje. Un pequeño revuelo a la entrada de la posada atrajo su atención e, inclinándose hacia delante, vio cómo varios miembros de la milicia local presentaban sus respetos a un grupo de jovencitas que salían por la puerta. Con grandes aspavientos y exageradas reverencias, competían entre ellos para escoltar a las damas hasta su carruaje. Una de ellas dejó escapar una risa suave y deliciosa que hizo que Darcy se inclinara más para buscar la fuente de tal sonido. La encontró allí, bajo una antorcha que chisporroteaba, y con un pequeño sobresalto vio que se trataba de la joven de la sonrisa enigmática que tanto lo había perturbado hacía un rato. Observó cómo la joven rechazaba con delicadeza el brazo de un joven oficial y lo dirigía hacia una de sus hermanas. Luego, con un suspiro de placer, se arregló con gracia la capa y levantó el rostro hacia el hermoso cielo nocturno. La simplicidad de su dicha conmocionó a Darcy y, a medida que el carruaje avanzaba, descubrió que no podía apartar los ojos de la muchacha. Con una inexplicable fascinación, se quedó mirándola hasta que una curva de la calle hizo que la perdiera de vista.
—Ejem.
Darcy se recostó nuevamente en el asiento y miró a Bingley, cuya tos y la ceja que tenía enarcada expresaban una pregunta que él no estaba dispuesto a responder. Se encogió de hombros y volvió a dirigir su mirada hacia la noche a través de la ventanilla, tratando de alejar con determinación todos los pensamientos acerca de muchachas campesinas, en especial aquellas cuyos ojos brillantes parecían esconder interesantes secretos.

A la mañana siguiente a la fiesta de Meryton, Darcy se encontraba solo, sentado a la mesa del soleado comedor pequeño de Netherfield, acariciando una taza de café negro mientras leía con atención una carta de su hermana. Los Bingley y los Hurst todavía no habían bajado, pues se estaban recuperando de los sucesos de la noche anterior. Al no encontrar ninguna razón para romper el hábito de levantarse temprano, Darcy bajó a la hora acostumbrada y encontró que tenía el comedor sólo para él y que, sobre la mesita, lo aguardaba una muy esperada carta de su hermana Georgiana. Se sirvió una taza de la humeante bebida, se metió la carta bajo el brazo y miró a su alrededor en busca de un lugar cómodo donde pudiera disfrutar de las dos cosas. Si estuviera en su casa de Londres o en su mansión campestre, Pemberley, se habría dirigido a la biblioteca. Pero aquello no era Pemberley sino Netherfield. Y como la casa había sido recientemente alquilada por su amigo, la biblioteca estaba tristemente descuidada y era casi la habitación más incómoda de todo el lugar. Así que tendría que instalarse en aquella estancia, que era menos tranquila, y confiar en que sus anfitriones decidieran abandonarse un rato más al sueño, permitiéndole la privacidad que su carta merecía.
Mientras el delicioso aroma del café flotaba a su alrededor, Darcy rompió el sello de la carta de su hermana, que tenía un significado más considerable que las que acostumbraba recibir. Últimamente, desde el incidente con George Wickham, sus cartas consistían apenas en unas pocas líneas: informes sobre sus clases, sus progresos en la interpretación del piano, el nombre de los visitantes y cosas por el estilo. El suave brillo que hasta entonces había caracterizado a Georgiana se había convertido en un polvo ceniciento que cubría su corazón y la obligaba a retirarse del mundo. Darcy rezaba para que aquello fuese una cuestión pasajera y que haberse visto expuesta a semejante vileza no hubiese dañado de manera permanente la capacidad de su hermana para asumir su lugar en la sociedad. Abrió las hojas cuidadosamente dobladas y leyó:

18 de octubre
Queridísimo hermano:
Espero que al recibir esta carta te encuentres bien y contento durante tu estancia con el señor Bingley y su familia. ¿Qué te parece Netherfield? ¿Es agradable, tal como prometió el señor Bingley?

¿Qué le parecía Netherfield? La mansión era bastante agradable, excepto por la biblioteca. Se trataba, ciertamente, de una propiedad que Bingley podía administrar en ese momento de su vida. Sí, funcionaría… si los vecinos… Darcy volvió a concentrarse en la carta.

Recibí tu carta del… el pasado miércoles y tuve la intención de responder a tu amable solicitud enseguida, pero encontré que, en ese momento, no tenía mucho que contar que justificara el esfuerzo de enviar una carta hasta Hertfordshire. Eso ha cambiado radicalmente y dudo que pueda expresarme de una manera que transmita adecuadamente mis sentimientos actuales.

Darcy se enderezó un poco en la silla, mientras un cosquilleo de preocupación se deslizaba por su espalda. Estiró la mano para tomar la taza de café y le dio un largo sorbo.

Sé que has estado muy preocupado por mí desde los sucesos del verano pasado y, sinceramente, querido hermano, me he sentido muy mal. No creía que fuera posible confiar en nadie, excepto en ti, o aceptar la más mínima deferencia sin sospechar. No deseaba tener ningún contacto social y nada me hacía feliz excepto mi música que, debo confesártelo, también se había cubierto con un velo de melancolía. Esto no pasó inadvertido para la nueva dama de compañía que me enviaste. La señora Annesley, que es una mujer sabia, decidió no presionarme ni reprenderme por eso. Sin embargo, insistió en dar largos paseos por Pemberley, afirmando que sólo yo podía mostrarle realmente su hermosura y, desde luego, mis lugares favoritos. También me animó a retomar la tarea que nuestra madre abandonó hace tantos años: visitar a las familias de nuestros arrendatarios. Después de considerar su propuesta, encontré que deseaba hacer esas visitas; de hecho, que debía haberlas hecho hace mucho tiempo.
No sé exactamente cómo sucedió, hermano, pero ya no me encuentro agobiada por el pasado. Siempre me afectará, pero ahora sé que no gobernará mi vida. El gentil consejo y sereno aplomo de la señora Annesley han sido un bálsamo curativo y un valioso ejemplo. Elegiste bien, querido hermano, y bajo su cuidado me estoy recuperando y he ido adquiriendo más fortaleza de ánimo.

La carta cayó suavemente sobre la mesa al tiempo que la tensión de Darcy se evaporaba con un suspiro que no pudo reprimir. El resto contenía los acostumbrados informes sobre sus progresos académicos y musicales, aunque redactados con un tono más alegre que los que había recibido de Georgiana durante algunos meses. Cerró los ojos un momento. Ella estará bien, se aseguró mentalmente.
Al oír pasos, Darcy dobló rápidamente la carta, la deslizó en el bolsillo de la chaqueta y se levantó del asiento. La señorita Bingley entró en el comedor y enseguida vio que Darcy estaba solo en la mesa. Le hizo señas a un criado para que abandonara su puesto junto a la puerta y actuara de camarero, inclinó la cabeza ligeramente como respuesta a la reverencia de Darcy y permitió que él eligiera una silla para que ella se sentara.
—Señor Darcy, es usted un modelo para todos nosotros. —La señorita Bingley levantó la vista hacia él, mientras Darcy la ayudaba a sentarse—. Levantarse tan temprano, me atrevería a decir que antes del amanecer, después de una noche tan extenuante, en una compañía tan agotadora. ¡Me admira su fortaleza, señor!
Darcy recuperó su café y volvió a tomar asiento en el otro extremo de la mesa.



—No puedo reclamar ningún mérito por eso, señorita Bingley. Es únicamente una cuestión de costumbre, se lo aseguro.
—Una costumbre muy buena, señor Darcy, estoy convencida. ¡Pero su café ya debe de estar frío! Deje que Stevenson le sirva otro. ¡Pocas cosas pueden ser tan desagradables como el café frío! No puedo permitirlo. —La señorita Bingley se estremeció suavemente. Darcy ocultó tras la taza una incipiente mueca de disgusto, mientras daba otro sorbo a su café. Estaba tibio, pero él no iba a darle a Caroline Bingley la oportunidad de representar esa escena de intimidad doméstica que estaba intentando comenzar, en otro desafortunado intento por llamar su atención. Darcy colocó la taza sobre el platillo con determinación y comenzó a levantarse, cuando la señorita Bingley lo sorprendió con una pregunta sobre la carta.
—Por favor, cuénteme qué dice su querida hermana. Deseo saber qué tal le va con su nueva dama de compañía. ¿Se queja de ella, o es demasiado pronto para eso? ¡Cómo desearía que hubiese venido con nosotros a Netherfield! —Suspiró con irritación—. Su compañía sería un gran alivio para soportar a los galanes locales y sus «respetables» damas. —La señorita Bingley reorganizó la comida en el plato, mientras pensaba en sus nuevos vecinos—. Charles insiste en que hagamos visitas. Estoy segura, señor Darcy, de que usted coincidirá conmigo en que eso difícilmente sería un placer. Al igual que la fiesta de anoche. Dígame una cosa, señor, ¿acaso la velada de anoche no fue toda una prueba para su sensibilidad?
Darcy rememoró algunos momentos del baile del día anterior. ¿Una prueba para su sensibilidad? Un eco del disgusto que había sentido reverberó a través de su cuerpo. Sí, una verdadera prueba. Aduladores fastidiosos, tímidas jovencitas e impertinentes mujeres mayores. Todos ellos calculando, evaluando, siguiendo con los ojos cada movimiento… De repente, recordó unos ojos con unas expresivas cejas enarcadas que lo desafiaban, intrigantes ojos llenos de interesantes secretos. Darcy se quedó absorto en ese recuerdo durante unos instantes, hasta que el tintineo de una cuchara golpeada con fuerza contra una taza le hizo recuperar la noción de la realidad, devolviéndolo a la presencia de su interrogadora. La sonrisa de la señorita Bingley apenas ocultaba la indignación que claramente estaba sintiendo por la falta de atención, pues tenía los ojos entrecerrados mientras esperaba una respuesta a su pregunta.
—¿Una prueba, señorita Bingley? Tal vez para aquellos caballeros que, como yo, no disfrutaron con el baile. Pero con seguridad usted fue objeto de muchas amables atenciones y gran admiración. —Darcy esbozó una sonrisa de satisfacción. Ella no podía negar la evidente cortesía con que la habían tratado durante todo el baile. Despreciar esa gentileza sería inapropiado, aunque reconocer que había tenido éxito en medio de una sociedad tan limitada no era algo que pudiera exhibir como un trofeo, en especial en su compañía—. Tendrá que disculparme, señorita Bingley —continuó diciendo Darcy, en un tono que exigía más que solicitaba su permiso para retirarse. Con una sonrisa de desconcierto, Caroline no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza mientras él se levantaba para marcharse. Mientras se dirigía hacia la puerta y los establos, la imagen de una joven muy distinta, con los ojos levantados hacia el cielo nocturno, apareció en su mente, haciéndole detenerse inesperadamente. Sacudiendo la cabeza, siguió su camino a los establos. ¡Al caballo, señor! ¡Has venido a inspeccionar los campos y las cercas, no las escuelas locales!
Darcy entró en el patio de la caballeriza y se alegró de ver a Nelson ya preparado e impaciente por una buena carrera. Balanceándose sobre la montura, concentró sus pensamientos en su caballo y señaló con la cabeza un campo bañado por los rayos de una deliciosa mañana otoñal.