martes, 27 de abril de 2010

MI IMAGEN 10 Y ORGULLO Y PREJUICIO Capítulos del LVIII al LIX






Desde el blog El rincón de Jane Austen, Scarlett me invitó a que participe en un juego, se trata de "Mi imagen 10" debo elegir una imagen que tenga para mi un valor sentimental o artístico, o bien la imagen favorita de mi blog, o la número 10 según el orden de entradas; bueno he optado por las dos primeras, la primera es un montaje de mi cosecha e inspiración, ¿de quien? pues de la pareja más romántica de todos los tiempos, y la segunda, el único retrato de Jane Austen, ambos significan mucho para mi, por ser inspiración y ensoñación de todos mis días.
Bien, debo pasar el juego a otros cinco blogs afortunados, y son:

EN LA CORTE DEL REY SOL
TERRITORIO ENEMIGO
LA HORMIGUITA HIPPIE
UN MINUTO DE MI ETERNIDAD
DUELISTAS, RELATOS SOBRE DUELOS DE HONOR.

Ahora continúo con esta maravillosa historia que va llegando al final, que la disfruten.


CAPÍTULO LVIII

Pocos días después de la visita de lady Catherine, Bingley no sólo no recibió ninguna carta de excusa de su amigo, sino que le llevó a Longbourn en persona. Los caballeros llegaron temprano, y antes de que la señora Bennet tuviese tiempo de decirle a Darcy que había venido a visitarles su tía, cosa que Elizabeth temió por un momento, Bingley, que quería estar solo con Jane, propuso que todos salieran de paseo. Se acordó así, pero la señora Bennet no tenía costumbre de pasear y Mary no podía perder el tiempo. Así es que salieron los cinco restantes. Bingley y Jane dejaron en seguida que los otros se adelantaran y ellos se quedaron atrás. Elizabeth, Darcy y Catherine iban juntos, pero hablaban muy poco. Catherine tenía demasiado miedo a Darcy para poder charlar; Elizabeth tomaba en su fuero interno una decisión desesperada, y puede que Darcy estuviese haciendo lo mismo.
Se encaminaron hacia la casa de los Lucas, porque Catherine quería ver a María, y como Elizabeth creyó que esto podía interesarle a ella, cuando Catherine les dejó siguió andando audazmente sola con Darcy.




Llegó entonces el momento de poner en práctica su decisión, y armándose de valor dijo inmediatamente:
––Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta que no me preocupo más que de mis propios sentimientos, sin pensar que quizá lastimaría los suyos. Pero ya no puedo pasar más tiempo sin darle a usted las gracias por su bondad sin igual para con mi pobre hermana. Desde que lo supe he estado ansiando manifestarle mi gratitud. Si mi familia lo supiera, ellos también lo habrían hecho.
––Siento muchísimo ––replicó Darcy en tono de sorpresa y emoción–– que haya sido usted informada de una cosa que, mal interpretada, podía haberle causado alguna inquietud. No creí que la señora Gardiner fuese tan poco reservada.
––No culpe a mi tía. La indiscreción de Lydia fue lo primero que me descubrió su intervención en el asunto; y, como es natural, no descansé hasta que supe todos los detalles. Déjeme que le agradezca una y mil veces, en nombre de toda mi familia, el generoso interés que le llevó a tomarse tanta molestia y a sufrir tantas mortificaciones para dar con el paradero de los dos.
––Si quiere darme las gracias ––repuso Darcy––, hágalo sólo en su nombre. No negaré que el deseo de tranquilizarla se sumó a las otras razones que me impulsaron a hacer lo que hice; pero su familia no me debe nada. Les tengo un gran respeto, pero no pensé más que en usted.
Elizabeth estaba tan confusa que no podía hablar. Después de una corta pausa, su compañero añadió:



––Es usted demasiado generosa para burlarse de mí. Si sus sentimientos son aún los mismos que en el pasado abril, dígamelo de una vez. Mi cariño y mis deseos no han cambiado, pero con una sola palabra suya no volveré a insistir más.
Elizabeth, sintiéndose más torpe y más angustiada que nunca ante la situación de Darcy, hizo un esfuerzo para hablar en seguida, aunque no rápidamente, le dio a entender que sus sentimientos habían experimentado un cambio tan absoluto desde la época a la que él se refería, que ahora recibía con placer y gratitud sus proposiciones. La dicha que esta contestación proporcionó a Darcy fue la mayor de su existencia, y se expresó con todo el calor y la ternura que pueden suponerse en un hombre locamente enamorado. Si Elizabeth hubiese sido capaz de mirarle a los ojos, habría visto cuán bien se reflejaba en ellos la delicia que inundaba su corazón; pero podía escucharle, y los sentimientos que Darcy le confesaba y que le demostraban la importancia que ella tenía para él, hacían su cariño cada vez más valioso.






Siguieron paseando sin preocuparse de la dirección que llevaban. Tenían demasiado que pensar, que sentir y que decir para fijarse en nada más. Elizabeth supo en seguida que debían su acercamiento a los afanes de la tía de Darcy, que le visitó en Londres a su regreso y le contó su viaje a Longbourn, los móviles del mismo y la sustancia de su conversación con la joven, recalcando enfáticamente las expresiones que denotaban, a juicio de Su Señoría, la perversidad y descaro de Elizabeth, segura de que este relato le ayudaría en su empresa de arrancar al sobrino la promesa que ella se había negado a darle. Pero por desgracia para Su Señoría, el efecto fue contraproducente.

––Gracias a eso concebí esperanzas que antes apenas me habría atrevido a formular. Conocía de sobra el carácter de usted para saber que si hubiese estado absoluta e irrevocablemente decidida contra mí, se lo habría dicho a lady Catherine con toda claridad y franqueza.
Elizabeth se ruborizó y se rió, contestando:
––Sí, conocía usted de sobra mi franqueza para creerme capaz de eso. Después de haberle rechazado tan odiosamente cara a cara, no podía tener reparos en decirle lo mismo a todos sus parientes.
––No me dijo nada que no me mereciese. Sus acusaciones estaban mal fundadas, pero mi proceder con usted era acreedor del más severo reproche. Aquello fue imperdonable; me horroriza pensarlo.
––No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde ––dijo Elizabeth––. Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos hemos ganado en cortesía desde entonces.
––Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El recuerdo de lo que dije e hice en aquella ocasión es y será por mucho tiempo muy doloroso para mí. No puedo olvidar su frase tan acertada: «Si se hubiese portado usted más caballerosamente.» Éstas fueron sus palabras. No sabe, no puede imaginarse cuánto me han torturado, aunque confieso que tardé en ser lo bastante razonable para reconocer la verdad que encerraban.
––Crea usted que yo estaba lejos de suponer que pudieran causarle tan mala impresión. No tenía la menor idea de que le afligirían de ese modo.
––No lo dudo. Entonces me suponía usted desprovisto de todo sentimiento elevado, estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su expresión al decirme que de cualquier modo que me hubiese dirigido a usted, no me habría aceptado.
––No repita todas mis palabras de aquel día. Hemos de borrar ese recuerdo. Le juro que hace tiempo que estoy sinceramente avergonzada de aquello.
Darcy le habló de su carta:
––¿Le hizo a usted rectificar su opinión sobre mí? ¿Dio crédito a su contenido?
Ella le explicó el efecto que le había producido y cómo habían ido desapareciendo sus anteriores prejuicios.
––Ya sabía ––prosiguió Darcy–– que lo que le escribí tenía que apenarla, pero era necesario. Supongo que habrá destruido la carta. Había una parte, especialmente al empezar, que no querría que volviese usted a leer. Me acuerdo de ciertas expresiones que podrían hacer que me odiase.
––Quemaremos la carta si cree que es preciso para preservar mi afecto, pero aunque los dos tenemos razones para pensar que mis opiniones no son enteramente inalterables, no cambian tan fácilmente como usted supone.
––Cuando redacté aquella carta ––replicó Darcy me creía perfectamente frío y tranquilo; pero después me convencí de que la había escrito en un estado de tremenda amargura.
––Puede que empezase con amargura, pero no terminaba de igual modo. La despedida era muy cariñosa. Pero no piense más en la carta. Los sentimientos de la persona que la escribió y los de la persona que la recibió son ahora tan diferentes, que todas las circunstancias desagradables que a ella se refieran deben ser olvidadas. Ha de aprender mi filosofía. Del pasado no tiene usted que recordar más que lo placentero.
––No puedo creer en esa filosofia suya. Sus recuerdos deben de estar tan limpios de todo reproche que la satisfacción que le producen no proviene de la filosofía, sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. Pero conmigo es distinto: me salen al paso recuerdos penosos que no pueden ni deben ser ahuyentados. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque no en los principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las siguiese cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único durante varios años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi padre, que era la bondad y el amor personificados, me permitieron, me consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo, hacia la despreocupación por todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos. Así desde los ocho hasta los veintiocho años, y así sería aún si no hubiese sido por usted, amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una lección que fue, por cierto, muy dura al principio, pero también muy provechosa. Usted me humilló como convenía, usted me enseñó lo insuficientes que eran mis pretensiones para halagar a una mujer que merece todos los halagos.
––¿Creía usted que le iba a aceptar?
––Claro que sí. ¿Qué piensa usted de mi vanidad? Creía que usted esperaba y deseaba mi declaración.



––Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin embargo muchas veces me equivoco. ¡Cómo debió odiarme después de aquella tarde!
––¡Odiarla! Tal vez me quedé resentido al principio; pero el resentimiento no tardó en transformarse en algo mejor.
––Casi no me atrevo a preguntarle qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Le pareció mal que hubiese ido?
––Nada de eso. Sólo me quedé sorprendido.
––Su sorpresa no sería mayor que la mía al ver que usted me saludaba. No creí tener derecho a sus atenciones y confieso que no esperaba recibir más que las merecidas.
––Me propuse ––contestó Darcy–– demostrarle, con mi mayor cortesía, que no era tan ruin como para estar dolido de lo pasado, y esperaba conseguir su perdón y atenuar el mal concepto en que me tenía probándole que no había menospreciado sus reproches. Me es difícil decirle cuánto tardaron en mezclarse a estos otros deseos, pero creo que fue a la media hora de haberla visto.
Entonces le explicó lo encantada que había quedado Georgiana al conocerla y lo que lamentó la repentina interrupción de su amistad. Esto les llevó, naturalmente, a tratar de la causa de dicha interrupción, y Elizabeth se enteró de que Darcy había decidido irse de Derbyshire en busca de Lydia antes de salir de la fonda, y que su seriedad y aspecto meditabundo no obedecían a más cavilaciones que las inherentes al citado proyecto.
Volvió Elizabeth a darle las gracias, pero aquel asunto era demasiado agobiante para ambos y no insistieron en él.
Después de andar varias millas en completo abandono y demasiado ocupados para cuidarse de otra cosa, miraron sus relojes y vieron que era hora de volver a casa.
––¿Qué habrá sido de Bingley y de Jane?
Esta exclamación les llevó a hablar de los asuntos de ambos. Darcy estaba contentísimo con su compromiso, que Bingley le había notificado inmediatamente.
––¿Puedo preguntarle si le sorprendió? ––dijo Elizabeth.
––De ningún modo. Al marcharme comprendí que la cosa era inminente.
––Es decir, que le dio usted su permiso. Ya lo sospechaba.
Y aunque él protestó de semejantes términos, ella encontró que eran muy adecuados.
––La tarde anterior a mi viaje a Londres ––dijo Darcy–– le hice una confesión que debí haberle hecho desde mucho antes. Le dije todo lo que había ocurrido para convertir mi intromisión en absurda e impertinente. Se quedó boquiabierto. Nunca había sospechado nada. Le dije además que me había engañado al suponer que Jane no le amaba, y cuando me di cuenta de que Bingley la seguía queriendo, ya no dudé de que serían felices.
Elizabeth no pudo menos que sonreír al ver cuán fácilmente manejaba a su amigo.
––Cuando le dijo que mi hermana le amaba, ¿fue porque usted lo había observado o porque yo se lo había confesado la pasada primavera?
––Por lo primero. La observé detenidamente durante las dos visitas que le hice últimamente, y me quedé convencido de su cariño por Bingley.
––Y su convencimiento le dejó a él también convencido, ¿verdad?
––Así es. Bingley es el hombre más modesto y menos presumido del mundo. Su apocamiento le impidió fiarse de su propio juicio en un caso de tanta importancia;. pero su sumisión al mío lo arregló todo. Tuve que declararle una cosa que por un tiempo y con toda razón le tuvo muy disgustado. No pude ocultarle que su hermana había estado tres meses en Londres el pasado invierno, que yo lo sabía y que no se lo dije a propósito. Se enfadó mucho. Pero estoy seguro de que se le pasó al convencerse de que su hermana le amaba todavía. Ahora me ha perdonado ya de todo corazón.
Elizabeth habría querido añadir que Bingley era el más estupendo de los amigos por la facilidad con que se le podía traer y llevar, y que era realmente impagable. Pero su contuvo. Recordó que Darcy tenía todavía que aprender a reírse de estas cosas, y que era demasiado pronto para empezar. Haciendo cábalas sobre la felicidad de Bingley que, desde luego, sólo podía ser inferior a la de ellos dos, Darcy siguió hablando hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se despidieron.

CAPÍTULO LIX

Elizabeth, querida, ¿por dónde has estado paseando?
Ésta es la pregunta que Jane le dirigió a Elizabeth en cuanto estuvieron en su cuarto, y la que le hicieron todos los demás al sentarse a la mesa. Elizabeth respondió que habían estado vagando hasta donde acababa el camino que ella conocía. Al decir esto se sonrojó, pero ni esto ni nada despertó la menor sospecha sobre la verdad.
La velada pasó tranquilamente sin que ocurriese nada extraordinario. Los novios oficiales charlaron y rieron, y los no oficiales estuvieron callados. La felicidad de Darcy nunca se desbordaba en regocijo; Elizabeth, agitada y confusa, sabía que era feliz más que sentirlo, pues además de su aturdimiento inmediato la inquietaban otras cosas. Preveía la que se armaría en la familia cuando supiesen lo que había ocurrido. Le constaba que Darcy no gustaba a ninguno de los de su casa más que a Jane, e incluso temía que ni su fortuna ni su posición fuesen bastante para contentarles.
Por la noche abrió su corazón a Jane, y aunque Jane no era de natural desconfiada, no pudo creer lo que su hermana le decía:
––¡Estás bromeando, Eliza! ¡Eso no puede ser! ¡Tú, comprometida con Darcy! No, no; no me engañarás. Ya sé que es imposible.
––¡Pues sí que empieza mal el asunto! Sólo en ti confiaba, pero si tú no me crees, menos me van a creer los demás. Te estoy diciendo la pura verdad. Darcy todavía me quiere y nos hemos comprometido.
Jane la miró dudando:
––Elizabeth, no es posible. ¡Pero si sé que no le puedes ni ver!
––No sabes nada de nada. Hemos de olvidar todo eso. Tal vez no siempre le haya querido como ahora; pero en estos casos una buena memoria es imperdonable. Ésta es la última vez que yo lo recuerdo.
Jane contemplaba a su hermana con asombro. Elizabeth volvió a afirmarle con la mayor seriedad que lo que decía era cierto.
––¡Cielo Santo! ¿Es posible? ¿De veras? Pero ahora ya te creo ––exclamó Jane––. ¡Querida Elizabeth! Te felicitaría, te felicito, pero..., ¿estás segura, y perdona la pregunta, completamente segura de que serás dichosa con él?



––Sin duda alguna. Ya hemos convenido que seremos la pareja más venturosa de la tierra. ¿Estás contenta, Jane? ¿Te gustará tener a Darcy por hermano?
––Mucho, muchísimo, es lo que más placer puede darnos a Bingley y a mí. Y tú, ¿le quieres realmente bastante? ¡Oh, Elizabeth! Haz cualquier cosa menos casarte sin amor. ¿Estás absolutamente segura de que sientes lo que debe sentirse?
––¡Oh, sí! Y te convencerás de que siento más de lo que debo cuando te lo haya contado todo.
––¿Qué quieres decir?
––Pues que he de confesarte que le quiero más que tú a Bingley. Temo que te disgustes.
––Hermana, querida, no estás hablando en serio. Dime una cosa que necesito saber al momento: ¿desde cuándo le quieres?
––Ese amor me ha ido viniendo tan gradualmente que apenas sé cuándo empezó; pero creo que data de la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.
Jane volvió a pedirle formalidad y Elizabeth habló entonces solemnemente afirmando que adoraba a Darcy. Jane quedó convencida y se dio enteramente por satisfecha.
––Ahora sí soy feliz del todo ––dijo––, porque tú vas a serlo tanto como yo. Siempre he sentido gran estimación por Darcy. Aunque no fuera más que por su amor por ti, ya le tendría que querer; pero ahora que además de ser el amigo de Bingley será tu marido, sólo a Bingley y a ti querré más que a él.
¡Pero qué callada y reservada has estado conmigo! ¿Cómo no me hablaste de lo que pasó en Pemberley y en Lambton? Lo tuve que saber todo por otra persona y no por ti.
Elizabeth le expuso los motivos de su secreto. No había querido nombrarle a Bingley, y la indecisión de sus propios sentimientos le hizo evitar también el nombre de su amigo. Pero ahora no quiso ocultarle la intervención de Darcy en el asunto de Lydia. Todo quedó aclarado y las dos hermanas se pasaron hablando la mitad de la noche.
––¡Ay, ojalá ese antipático señor Darcy no. venga otra vez con nuestro querido Bingley! ––suspiró la señora Bennet al asomarse a la ventana al día siguiente––. ¿Por qué será tan pesado y vendrá aquí continuamente? Ya podría irse a cazar o a hacer cualquier cosa en lugar de venir a importunarnos. ¿Cómo podríamos quitárnoslo de encima? Elizabeth, tendrás que volver a salir de paseo con él para que no estorbe a Bingley.
Elizabeth por poco suelta una carcajada al escuchar aquella proposición tan interesante, a pesar de que le dolía que su madre le estuviese siempre insultando.
En cuanto entraron los dos caballeros, Bingley miró a Elizabeth expresivamente y le estrechó la mano con tal ardor que la joven comprendió que ya lo sabía todo. Al poco rato Bingley dijo:
Señor Bennet, ¿no tiene usted por ahí otros caminos en los que Elizabeth pueda hoy volver a perderse?
––Recomiendo al señor Darcy, a Lizzy y a Kitty ––dijo la señora Bennet–– que vayan esta mañana a la montaña de Oagham. Es un paseo largo y precioso y el señor Darcy nunca ha visto ese panorama.
––Esto puede estar bien para los otros dos ––explicó Bingley––, pero me parece que Catherine se cansaría. ¿Verdad?
La muchacha confesó que preferiría quedarse en casa; Darcy manifestó gran curiosidad por disfrutar de la vista de aquella montaña, y Elizabeth accedió a acompañarle. Cuando subió para arreglarse, la señora Bennet la siguió para decirle:
––Lizzy, siento mucho que te veas obligada a andar con una persona tan antipática; pero espero que lo hagas por Jane. Además, sólo tienes que hablarle de vez en cuando. No te molestes mucho.
Durante el paseo decidieron que aquella misma tarde pedirían el consentimiento del padre. Elizabeth se reservó el notificárselo a la madre. No podía imaginarse cómo lo tomaría; a veces dudaba de si toda la riqueza y la alcurnia de Darcy serían suficientes para contrarrestar el odio que le profesaba; pero tanto si se oponía violentamente al matrimonio, como si lo aprobaba también con violencia, lo que no tenía duda era que sus arrebatos no serían ninguna muestra de buen sentido, y por ese motivo no podría soportar que Darcy presenciase ni los primeros raptos de júbilo ni las primeras manifestaciones de su desaprobación.
Por la tarde, poco después de haberse retirado el señor Bennet a su biblioteca, Elizabeth vio que Darcy se levantaba también y le seguía. El corazón se le puso a latir fuertemente. No temía que su padre se opusiera, pero le afligiría mucho y el hecho de que fuese ella, su hija favorita, la que le daba semejante disgusto y la que iba a inspirarle tantos cuidados y pesadumbres con su desafortunada elección, tenía a Elizabeth muy entristecida. Estuvo muy abatida hasta que Darcy volvió a entrar y hasta que, al mirarle, le dio ánimos su sonrisa. A los pocos minutos Darcy se acercó a la mesa junto a la cual estaba sentada Elizabeth con Catherine, y haciendo como que miraba su labor, le dijo al oído:
––Vaya a ver a su padre: la necesita en la biblioteca.
Elizabeth salió disparada.
Su padre se paseaba por la estancia y parecía muy serio e inquieto.
––Elizabeth ––le dijo––, ¿qué vas a hacer? ¿Estás en tu sano juicio al aceptar a ese hombre? ¿No habíamos quedado en que le odiabas?



¡Cuánto sintió Elizabeth que su primer concepto de Darcy hubiera sido tan injusto y sus expresiones tan inmoderadas! Así se habría ahorrado ciertas explicaciones y confesiones que le daban muchísima vergüenza, pero que no había más remedio que hacer. Bastante confundida, Elizabeth aseguró a su padre que amaba a Darcy profundamente.
––En otras palabras, que estás decidida a casarte con él. Es rico, eso sí; podrás tener mejores trajes y mejores coches que Jane. Pero ¿te hará feliz todo eso?
––¿Tu única objeción es que crees que no le amo?
––Ni más ni menos. Todos sabemos que es un hombre orgulloso y desagradable; pero esto no tiene nada que ver si a ti te gusta.
––Pues sí, me gusta ––replicó Elizabeth con lágrimas en los ojos––; le amo. Además no tiene ningún orgullo. Es lo más amable del mundo. Tú no le conoces. Por eso te suplico que no me hagas daño hablándome de él de esa forma.
––Elizabeth ––añadió su padre––, le he dado mi consentimiento. Es uno de esos hombres, además, a quienes nunca te atreverías a negarles nada de lo que tuviesen la condescendencia de pedirte. Si estás decidida a casarte con él, te doy a ti también mi consentimiento. Pero déjame advertirte que lo pienses mejor. Conozco tu carácter, Lizzy. Sé que nunca podrás ser feliz ni prudente si no aprecias verdaderamente a tu marido, si no le consideras como a un superior. La viveza de tu talento te pondría en el más grave de los peligros si hicieras un matrimonio desigual. Difícilmente podrías salvarte del descrédito y la catástrofe. Hija mía, no me des el disgusto de verte incapaz de respetar al compañero de tu vida. No sabes lo que es eso.
Elizabeth, más conmovida aun que su padre, le respondió con vehemencia y solemnidad; y al fin logró vencer la incredulidad de su padre reiterándole la sinceridad de su amor por Darcy, exponiéndole el cambio gradual que se había producido en sus sentimientos por él, afirmándole que el afecto de él no era cosa de un día, sino que había resistido la prueba de muchos meses, y enumerando enérgicamente todas sus buenas cualidades. Hasta el punto que el señor Bennet aprobó ya sin reservas la boda.
––Bueno, querida ––le dijo cuando ella terminó de hablar––, no tengo más que decirte. Siendo así, es digno de ti. Lizzy mía, no te habría entregado a otro que valiese menos.
Para completar la favorable impresión de su padre, Elizabeth le relató lo que Darcy había hecho espontáneamente por Lydia.
––¡Ésta es de veras una tarde de asombro! ¿De modo que Darcy lo hizo todo: llevó a efecto el casamiento, dio el dinero, pagó las deudas del pollo y le obtuvo el destino? Mejor: así me libraré de un mar de confusiones y de cuentas. Si lo hubiese hecho tu tío, habría tenido que pagarle; pero esos jóvenes y apasionados enamorados cargan con todo. Mañana le ofreceré pagarle; él protestará y hará una escena invocando su amor por ti, y asunto concluido.
Entonces recordó el señor Bennet lo mal que lo había pasado Elizabeth mientras él le leía la carta de Collins, y después de bromear con ella un rato, la dejó que se fuera y le dijo cuando salía de la habitación:




––Si viene algún muchacho por Mary o Catherine, envíamelo, que estoy completamente desocupado.
Elizabeth sintió que le habían quitado un enorme peso de encima, y después de media hora de tranquila reflexión en su aposento, se halló en disposición de reunirse con los demás, bastante sosegada. Las cosas estaban demasiado recientes para poderse abandonar a la alegría, pero la tarde pasó en medio de la mayor serenidad. Nada tenía que temer, y el bienestar de la soltura y de la familiaridad vendrían a su debido tiempo.
Cuando su madre se retiró a su cuarto por la noche, Elizabeth entró con ella y le hizo la importante comunicación. El efecto fue extraordinario, porque al principio la señora Bennet se quedó absolutamente inmóvil, incapaz de articular palabra; y hasta al cabo de muchos minutos no pudo comprender lo que había oído, a pesar de que comúnmente no era muy reacia a creer todo lo que significase alguna ventaja para su familia o noviazgo para alguna de sus hijas. Por fin empezó a recobrarse y a agitarse. Se levantaba y se volvía a sentar. Se maravillaba y se congratulaba:
––¡Cielo santo! ¡Que Dios me bendiga! ¿Qué dices querida hija? ¿El señor Darcy? ¡Quién lo iba a decir! ¡Oh, Eliza de mi alma! ¡Qué rica y qué importante vas a ser! ¡Qué dineral, qué joyas, qué coches vas a tener! Lo de Jane no es nada en comparación, lo que se dice nada. ¡Qué contenta estoy, qué feliz! ¡Qué hombre tan encantador, tan guapo, tan bien plantado! ¡Lizzy, vida mía, perdóname que antes me fuese tan antipático! Espero que él me perdone también. ¡Elizabeth de mi corazón! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras al año! ¡Madre mía! ¿Qué va a ser de mí? ¡Voy a enloquecer!
Esto bastaba para demostrar que su aprobación era indudable. Elizabeth, encantada de que aquellas efusiones no hubiesen sido oídas más que por ella, se fue en seguida. Pero no hacía tres minutos que estaba en su cuarto, cuando entró su madre.
––¡Hija de mi corazón! ––exclamó . No puedo pensar en otra cosa. ¡Diez mil libras anuales y puede que más! ¡Vale tanto como un lord! Y licencia especial, porque debéis tener que casaros con licencia especial. Prenda mía, dime qué plato le gusta más a Darcy para que pueda preparárselo para mañana.
Mal presagio era esto de lo que iba a ser la conducta de la señora Bennet con el caballero en cuestión, y Elizabeth comprendió que a pesar de poseer el ardiente amor de Darcy y el consentimiento de toda su familia, todavía le faltaba algo. Pero la mañana siguiente transcurrió mejor de lo que había creído, porque, felizmente, su futuro yerno le infundía a la señora Bennet tal pavor, que no se atrevía a hablarle más que cuando podía dedicarle alguna atención o asentir a lo que él decía.
Elizabeth tuvo la satisfacción de ver que su padre se esforzaba en intimar con él, y le aseguró, para colmo, que cada día le gustaba más.

lunes, 19 de abril de 2010

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulos del LVI al LVII

CAPÍTULO LVI

Una mañana, aproximadamente una semana después de la declaración de Bingley, mientras éste se hallaba reunido en el saloncillo con las señoras de Longbourn, fueron atraídos por el ruido de un carruaje y miraron a la ventana, divisando un landó de cuatro caballos que cruzaba la explanada de césped de delante de la casa. Era demasiado temprano para visitas y además el equipo del coche no correspondía a ninguno de los vecinos; los caballos eran de posta y ni el carruaje ni la librea de los lacayos les eran conocidos. Pero era evidente que alguien venía a la casa. Bingley le propuso a Jane irse a pasear al plantío de arbustos para evitar que el intruso les separase. Se fueron los dos, y las tres que se quedaron en el comedor continuaron sus conjeturas, aunque con poca satisfacción, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady Catherine de Bourgh.



Verdad es que todas esperaban alguna sorpresa, pero ésta fue superior a todas las previsiones. Aunque la señora Bennet y Catherine no conocían a aquella señora, no se quedaron menos atónitas que Elizabeth.

Entró en la estancia con aire todavía más antipático que de costumbre; contestó al saludo de Elizabeth con una simple inclinación de cabeza, y se sentó sin decir palabra. Elizabeth le había dicho su nombre a la señora Bennet, cuando entró Su Señoría, aunque ésta no había solicitado ninguna presentación.
La señora Bennet, pasmadísima aunque muy ufana al ver en su casa a persona de tanto rango, la recibió con la mayor cortesía. Estuvieron sentadas todas en silencio durante un rato, hasta que al fin lady Catherine dijo con empaque a Elizabeth:
Una mañana, aproximadamente una semana después de la declaración de Bingley, mientras éste se hallaba reunido en el saloncillo con las señoras de Longbourn, fueron atraídos por el ruido de un carruaje y miraron a la ventana, divisando un landó de cuatro caballos que cruzaba la explanada de césped de delante de la casa. Era demasiado temprano para visitas y además el equipo del coche no correspondía a ninguno de los vecinos; los caballos eran de posta y ni el carruaje ni la librea de los lacayos les eran conocidos. Pero era evidente que alguien venía a la casa. Bingley le propuso a Jane irse a pasear al plantío de arbustos para evitar que el intruso les separase. Se fueron los dos, y las tres que se quedaron en el comedor continuaron sus conjeturas, aunque con poca satisfacción, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady Catherine de Bourgh.

––Supongo que estará usted bien, y calculo que esa señora es su madre.

Elizabeth contestó que sí concisamente.

––Y esa otra imagino que será una de sus hermanas.

––Sí, señora ––respondió la señora Bennet muy oronda de poder hablar con lady Catherine––. Es la penúltima; la más joven de todas se ha casado hace poco, y la mayor está en el jardín paseando con un caballero que creo no tardará en formar parte de nuestra familia.

––Tienen ustedes una finca muy pequeña ––dijo Su Señoría después de un corto silencio.

––No es nada en comparación con Rosings, señora; hay que reconocerlo; pero le aseguro que es mucho mejor que la de sir William Lucas.

––Ésta ha de ser una habitación muy molesta en las tardes de verano; las ventanas dan por completo a poniente.

La señora Bennet le aseguró que nunca estaban allí después de comer, y añadió:

––¿Puedo tomarme la libertad de preguntar a Su Señoría qué tal ha dejado a los señores Collins?

––Muy bien; les vi anteayer por la noche. Elizabeth esperaba que ahora le daría alguna carta de Charlotte, pues éste parecía el único motivo probable de su visita; pero lady Catherine no sacó ninguna carta, y Elizabeth siguió con su perplejidad.



La señora Bennet suplicó finísimamente a Su Señoría que tomase algo, pero lady Catherine rehusó el obsequio con gran firmeza y sin excesiva educación. Luego levantándose, le dijo a Elizabeth:

––Señorita Bennet, me parece que ahí, a un lado de la pradera, hay un sitio precioso y retirado. Me gustaría dar una vuelta por él si me hiciese el honor de acompañarme.

––Anda, querida ––exclamó la madre––, enséñale a Su Señoría todos los paseos. Creo que la ermita le va a gustar.

Elizabeth obedeció, corrió a su cuarto a buscar su sombrilla y esperó abajo a su noble visitante. Al pasar por el vestíbulo, lady Catherine abrió las puertas del comedor y del salón y después de una corta inspección declaró que eran piezas decentes, después de lo cual siguió andando.

El carruaje seguía en la puerta y Elizabeth vio que la doncella de Su Señoría estaba en él. Caminaron en silencio por el sendero de gravilla que conducía a los corrales. Elizabeth estaba decidida a no dar conversación a quella señora que parecía más insolente y desagradable aún que de costumbre.

¿Cómo pude decir alguna vez que se parecía a su sobrino?, se dijo al mirarla a la cara.

Cuando entraron en un breñal, lady Catherine le dijo lo siguiente:

––Seguramente sabrá usted, señorita Bennet, la razón de mi viaje hasta aquí. Su propio corazón y su conciencia tienen que decirle el motivo de mi visita. Elizabeth la contempló con el natural asombro:

––Está usted equivocada, señora. De ningún modo puedo explicarme el honor de su presencia.

––Señorita Bennet ––repuso Su Señoría con tono enfadado–– debe usted saber que no me gustan las bromas; por muy poco sincera que usted quiera ser, yo no soy así. Mi carácter ha sido siempre celebrado por su lealtad y franqueza y en un asunto de tanta importancia como el que aquí me trae me apartaré mucho menos de mi modo de ser. Ha llegado a mis oídos que no sólo su hermana está a punto de casarse muy ventajosamente, sino que usted, señorita Bennet, es posible que se una después con mi sobrino Darcy. Aun sabiendo que esto es una espantosa falsedad y aunque no quiero injuriar a mi sobrino, admitiendo que haya algún asomo de verdad en ello, decidí en el acto venir a comunicarle a usted mis sentimientos.

––Si creyó usted de veras que eso era imposible –replicó Elizabeth roja de asombro y de desdén–, me admira que se haya molestado en venir tan lejos. ¿Qué es lo que se propone?

––Ante todo, intentar que esa noticia sea rectificada en todas sus partes.

––Su venida a Longbourn para visitarme a mí y a mi familia ––observó Elizabeth fríamente––, la confirmará con más visos de verdad, si es que tal noticia ha circulado.

––¿Que si ha circulado? ¿Pretende ignorarlo? ¿No han sido ustedes mismos los que se han tomado el trabajo de difundirla?

––Jamás he oído nada que se le parezca.

––¿Y va usted a decirme también que no hay ningún fundamento de lo que le digo?

––No presumo de tanta franqueza como Su Señoría. Usted puede hacerme preguntas que yo puedo no querer contestar.

––¡Es inaguantable! Señorita Bennet, insisto en que me responda. ¿Le ha hecho mi sobrino proposiciones de matrimonio?

––Su Señoría ha declarado ya que eso era imposible.

––Debe serlo, tiene que serlo mientras Darcy conserve el uso de la razón. Pero sus artes y sus seducciones pueden haberle hecho olvidar en un momento de ceguera lo que debe a toda su familia y a sí mismo. A lo mejor le ha arrastrado usted a hacerlo.

––Si lo hubiese hecho, no sería yo quien lo confesara.

––Señorita Bennet, ¿sabe usted quién soy? No estoy acostumbrada a ese lenguaje. Soy casi el familiar más cercano que tiene mi sobrino en el mundo, y tengo motivos para saber cuáles son sus más caros intereses.

––Pero no los tiene usted para saber cuáles son los míos, ni el proceder de usted es el más indicado para inducirme a ser más explícita.

––Entiéndame bien: ese matrimonio al que tiene usted la presunción de aspirar nunca podrá realizarse, nunca. El señor Darcy está comprometido con mi hija. ¿Qué tiene usted que decir ahora?

––Sólo esto: que si es así, no tiene usted razón para suponer que me hará proposición alguna.

Lady Catherine vaciló un momento y luego dijo:




––El compromiso entre ellos es peculiar. Desde su infancia han sido destinados el uno para el otro. Era el mayor deseo de la madre de él y de la de ella. Desde que nacieron proyectamos su unión; y ahora, en el momento en que los anhelos de las dos hermanas iban a realizarse, ¿lo va a impedir la intrusión de una muchacha de cuna inferior, sin ninguna categoría y ajena por completo a la familia? ¿No valen nada para usted los deseos de los amigos de Darcy, relativos a su tácito compromiso con la señorita de Bourgh? ¿Ha perdido usted toda noción de decencia y de delicadeza? ¿No me ha oído usted decir que desde su edad más temprana fue destinado a su prima?


––Sí, lo he oído decir; pero, ¿qué tiene que ver eso conmigo? Si no hubiera otro obstáculo para que yo me casara con su sobrino, tenga por seguro que no dejaría de efectuarse nuestra boda por suponer que su madre y su tía deseaban que se uniese con la señorita de Bourgh. Ustedes dos hicieron lo que pudieron con proyectar ese matrimonio, pero su realización depende de otros. Si el señor Darcy no se siente ligado a su prima ni por el honor ni por la inclinación, ¿por qué no habría de elegir a otra? Y si soy yo la elegida, ¿por qué no habría de aceptarlo?

––Porque se lo impiden el honor, el decoro, la prudencia e incluso el interés. Sí, señorita Bennet, el interés; porque no espere usted ser reconocida por la familia o los amigos de Darcy si obra usted tercamente contra la voluntad de todos. Será usted censurada, desairada y despreciada por todas las relaciones de Darcy. Su enlace será una calamidad; sus nombres no serán nunca pronunciados por ninguno de nosotros.
––Graves desgracias son ésas ––replicó Elizabeth––. Pero la esposa del señor Darcy gozará seguramente de tales venturas que podrá a pesar de todo sentirse muy satisfecha.

––¡Ah, criatura tozuda y obstinada! ¡Me da usted vergüenza! ¿Es esa su gratitud por mis atenciones en la pasada primavera? Sentémonos. Ha de saber usted, señorita Bennet, que he venido aquí con la firme resolución de conseguir mi propósito. No me daré por vencida. No estoy acostumbrada a someterme a los caprichos de nadie; no estoy hecha a pasar sinsabores.

––Esto puede que haga más lastimosa la situación actual de Su Señoría, pero a mí no me afecta. ––¡No quiero que me interrumpa! Escuche usted en silencio. Mi hija y mi sobrino han sido formados el uno para el otro. Por línea materna descienden de la misma ilustre rama, y por la paterna, de familias respetables, honorables y antiguas, aunque sin título. La fortuna de ambos lados es espléndida. Están destinados el uno para el otro por el voto de todos los miembros de sus casas respectivas; y ¿qué puede separarlos? Las intempestivas pretensiones de una muchacha de humilde cuna y sin fortuna. ¿Cómo puede admitirse? ¡Pero no ocurrirá! Si velara por su propio bien, no querría salir de la esfera en que ha nacido.

––Al casarme con su sobrino no creería salirme de mi esfera. Él es un caballero y yo soy hija de otro caballero; por consiguiente, somos iguales.

––Así es; usted es hija de un caballero. Pero, ¿quién es su madre? ¿Quiénes son sus tíos y tías? ¿Se figura que ignoro su condición?

––Cualesquiera que sean mis parientes, si su sobrino no tiene nada que decir de ellos, menos tiene que decir usted ––repuso Elizabeth.

Dígame de una vez por todas, ¿está usted comprometida con él?

Aunque por el mero deseo de que se lo agradeciese lady Catherine, Elizabeth no habría contestado a su pregunta; no pudo menos que decir, tras un instante de deliberación:

––No lo estoy.

Lady Catherine parecía complacida.

––¿Y me promete usted no hacer nunca semejante compromiso?

––No haré ninguna promesa de esa clase.
__¡Señorita Bennet! ¡Estoy horrorizada y sorprendida! Esperaba que fuese usted más sensata. Pero no se haga usted ilusiones: no pienso ceder. No me iré hasta que me haya dado la seguridad que le exijo.
––Pues la verdad es que no se la daré jamás. No crea usted que voy a intimidarme por una cosa tan disparatada. Lo que Su Señoría quiere es que Darcy se case con su hija; pero si yo le hiciese a usted la promesa que ansía, ¿resultaría más probable ese matrimonio? Supongamos que esté interesado por mí; ¿si yo me negara a aceptar su mano, cree usted que iría a ofrecérsela a su prima? Permítame decirle, lady Catherine, que los argumentos en que ha apoyado usted su extraordinaria exigencia han sido tan frívolos como irreflexiva la exigencia. Se ha equivocado usted conmigo enormemente, si se figura que puedo dejarme convencer por semejantes razones. No sé hasta qué punto podrá aprobar su sobrino la intromisión de usted en sus asuntos; pero desde luego no tiene usted derecho a meterse en los míos. Por consiguiente, le suplico que no me importune más sobre esta cuestión.

––No se precipite, por favor, no he terminado todavía. A todas las objeciones que he expuesto, tengo que añadir otra más. No ignoro los detalles del infame rapto de su hermana menor. Lo sé todo. Sé que el muchacho se casó con ella gracias a un arreglo hecho entre su padre y su tío. ¿Y esa mujer ha de ser la hermana de mi sobrino? Y su marido, el hijo del antiguo administrador de su padre, ¿se ha de convertir en el hermano de Darcy? ¡Por todos los santos! ¿Qué se cree usted? ¿Han de profanarse así los antepasados de Pemberley?

––Ya lo ha dicho usted todo ––contestó Elizabeth indignada––. Me ha insultado de todas las formas posibles. Le ruego que volvamos a casa.

Y al decir esto se levantó. Lady Catherine se levantó también y regresaron. Su Señoría estaba hecha una furia.

––¿Así, pues, no tiene usted ninguna consideración a la honra y a la reputación de mi sobrino? ¡Criatura insensible y egoísta! ¿No repara en que si se casa con usted quedará desacreditado a los ojos de todo el mundo?

Lady Catherine, no tengo nada más que decir. Ya sabe cómo pienso.

––¿Está usted, pues, decidida a conseguirlo?

––No he dicho tal cosa., No estoy decidida más que a proceder del modo que crea más conveniente para mi felicidad sin tenerla en cuenta a usted ni a nadie que tenga tan poco que ver conmigo.

––Muy bien. Entonces se niega usted a complacerme. Rehúsa usted obedecer al imperio del deber, del honor y de la gratitud. Está usted determinada a rebajar a mi sobrino delante de todos sus amigos y a convertirle en el hazmerreír de todo el mundo.


––Ni el deber, ni el honor, ni la gratitud ––repuso Elizabeth––, pueden exigirme nada en las presentes circunstancias. Ninguno de sus principios sería violado por mi casamiento con Darcy. Y en cuanto al resentimiento de su familia o a la indignación del mundo, si los primeros se enfurecen por mi boda con su sobrino, no me importaría lo más mínimo; y el mundo tendría el suficiente buen sentido de sumarse a mi desprecio.

––¿Y ésta es su actitud, su última resolución? Muy bien; ya sé lo que tengo que hacer. No se figure que su ambición, señorita Bennet, quedará nunca satisfecha. Vine para probarla. Esperaba que fuese usted una persona razonable. Pero tenga usted por seguro que me saldré con la mía.

Todo esto fue diciendo lady Catherine hasta que llegaron a la puerta del coche. Entonces se volvió y dijo:

––No me despido de usted, señorita Bennet; no mando ningún saludo a su madre; no se merece usted esa atención. Me ha ofendido gravemente. Elizabeth no respondió ni trató de convencer a Su Señoría de que entrase en la casa. Se fue sola y despacio. Cuando subía la escalera, oyó que el coche partía. Su madre, impaciente, le salió al encuentro a la puerta del vestidor para preguntarle cómo no había vuelto a descansar lady Catherine.

––No ha querido ––dijo su hija––. Se ha marchado.

––¡Qué mujer tan distinguida! ¡Y qué cortesía la suya al venir a visitarnos! Porque supongo que habrá venido para decirnos que los Collins están bien. Debía de ir a alguna parte y al pasar por Meryton pensó que podría visitarnos. Supongo que no tenía nada de particular que decirte, ¿verdad, Lizzy?

Elizabeth se vio obligada a contar una pequeña mentira, porque descubrir la materia de su conversación era imposible.

CAPITULO LVII

No sin dificultad logró vencer Elizabeth la agitación que le causó aquella extraordinaria visita. Estuvo muchas horas sin poder pensar en otra cosa. Al parecer, lady Catherine se había tomado la molestia de hacer el viaje desde Rosings a Hertfordshire con el único fin de romper su supuesto compromiso con Darcy. Aunque lady Catherine era muy capaz de semejante proyecto, Elizabeth no alcanzaba a imaginar de dónde había sacado la noticia de dicho compromiso, hasta que recordó que el ser él tan amigo de Bingley y ella hermana de Jane, podía haber dado origen a la idea, ya que la boda de los unos predisponía a suponer la de los otros. Elizabeth había pensado, efectivamente, que el matrimonio de su hermana les acercaría a ella y a Darcy. Por eso mismo debió de ser por lo que los Lucas ––por cuya correspondencia con los Collins presumía Elizabeth que la conjetura había llegado a oídos de lady Catherine dieron por inmediato lo que ella también había creído posible para más adelante.

Pero al meditar sobre las palabras de lady Catherine, no pudo evitar cierta intranquilidad por las consecuencias que podía tener su intromisión. De lo que dijo acerca de su resolución de impedir el casamiento, dedujo Elizabeth que tenía el propósito de interpelar a su sobrino, y no sabía cómo tomaría Darcy la relación de los peligros que entrañaba su unión con ella. Ignoraba hasta dónde llegaba el afecto de Darcy por su tía y el caso que hacía de su parecer; pero era lógico suponer que tuviese más consideración a Su Señoría de la que tenía ella, y estaba segura de que su tía le tocaría el punto flaco al enumerar las desdichas de un matrimonio con una persona de familia tan desigual a la suya. Dadas las ideas de Darcy sobre ese particular, Elizabeth creía probable que los argumentos que a ella le habían parecido tan débiles y ridículos se le antojasen a él llenos de buen sentido y sólido razonamiento.

De modo que si Darcy había vacilado antes sobre lo que tenía que hacer, cosa que a menudo había aparentado, las advertencias e instancias de un deudo tan allegado disiparían quizá todas sus dudas y le inclinarían de una vez para siempre a ser todo lo feliz que le permitiese una dignidad inmaculada. En ese caso, Darcy no volvería a Hertfordshire. Lady Catherine le vería a su paso por Londres, y el joven rescindiría su compromiso con Bingley de volver a Netherfield.

«Por lo tanto ––se dijo Elizabeth––, si dentro de pocos días Bingley recibe una excusa de Darcy para no venir, sabré a qué atenerme. Y entonces tendré que alejar de mí toda esperanza y toda ilusión sobre su constancia. Si se conforma con lamentar mi pérdida cuando podía haber obtenido mi amor y mi mano, yo también dejaré pronto de lamentar el perderle a él.»



La sorpresa del resto de la familia al saber quién había sido la visita fue enorme; pero se lo explicaron todo del mismo modo que la señora Bennet, y Elizabeth se ahorró tener que mencionar su indignación.

A la mañana siguiente, al bajar de su cuarto, se encontró con su padre que salía de la biblioteca con una carta en la mano.

––Elizabeth ––le dijo––, iba a buscarte. Ven conmigo.

Elizabeth le siguió y su curiosidad por saber lo que tendría que comunicarle aumentó pensando que a lo mejor estaba relacionado con lo del día anterior. Repentinamente se le ocurrió que la carta podía ser de lady Catherine, y previó con desaliento de lo que se trataba.

Fue con su padre hasta la chimenea y ambos se sentaron. Entonces el señor Bennet dijo:

––He recibido una carta esta mañana que me ha dejado patidifuso. Como se refiere a ti principalmente, debes conocer su contenido. No he sabido hasta ahora que tenía dos hijas a punto de casarse. Permíteme que te felicite por una conquista así.

Elizabeth se quedó demudada creyendo que la carta en vez de ser de la tía era del sobrino; y titubeaba entre alegrarse de que Darcy se explicase por fin, y ofenderse de que no le hubiese dirigido a ella la carta, cuando su padre continuó:

––Parece que lo adivinas. Las muchachas tenéis una gran intuición para estos asuntos. Pero creo poder desafiar tu sagacidad retándote a que descubras el nombre de tu admirador. La carta es de Collins.

––¡De Collins! ¿Y qué tiene él que decir? ––Como era de esperar, algo muy oportuno. Comienza con la enhorabuena por la próxima boda de mi hija mayor, de la cual parece haber sido informado por alguno de los bondadosos y parlanchines Lucas. No te aburriré leyéndote lo que dice sobre ese punto. Lo referente a ti es lo siguiente:

«Después de haberle felicitado a usted de parte de la señora Collins y mía por tan fausto acontecimiento, permítame añadir una breve advertencia acerca de otro asunto, del cual hemos tenido noticia por el mismo conducto. Se supone que su hija Elizabeth no llevará mucho tiempo el nombre de Bennet en cuanto lo haya dejado su hermana mayor, y que la pareja que le ha tocado en suerte puede razonablemente ser considerada como una de nuestras más ilustres personalidades.»

––¿Puedes sospechar, Lizzy, lo que esto significa?



«Ese joven posee todo lo que se puede ambicionar en este mundo: soberbias propiedades, ilustre familia y un extenso patronato. Pero a pesar de todas esas tentaciones, permítame advertir a mi prima Elizabeth y a usted mismo los peligros a que pueden exponerse con una precipitada aceptación de las proposiciones de semejante caballero, que, como es natural, se inclinarán ustedes considerar como ventajosas.»

––¿No tienes idea de quién es el caballero, Elizabeth? Ahora viene.

«Los motivos que tengo para avisarle son los siguientes: su tía, lady Catherine de Bourgh, no mira ese matrimonio con buenos ojos.»

––Como ves, el caballero en cuestión es el señor Darcy. Creo, Elizabeth, que te habrás quedado de una pieza. Ni Collins ni los Lucas podían haber escogido entre el círculo de nuestras amistades un nombre que descubriese mejor que lo que propagan es un infundio. ¡El señor Darcy, que no mira a una mujer más que para criticarla, y que probablemente no te ha mirado a ti en su vida! ¡Es fenomenal!

Elizabeth trató de bromear con su padre, pero su esfuerzo no llegó más que a una sonrisa muy tímida. El humor de su padre no había tomado nunca un derrotero más desagradable para ella.

––¿No te ha divertido?

––¡Claro! Sigue leyendo.

«Cuando anoche mencioné a Su Señoría la posibilidad de ese casamiento, con su habitual condescendencia expresó su parecer sobre el asunto. Si fuera cierto, lady Catherine no daría jamás su consentimiento a lo que considera desatinadísima unión por ciertas objeciones a la familia de mi prima. Yo creí mi deber comunicar esto cuanto antes a mi prima, para que ella y su noble admirador sepan lo que ocurre y no se apresuren a efectuar un matrimonio que no ha sido debidamente autorizado.»

Y el señor Collins, además, añadía:

«Me alegro sinceramente de que el asunto de su hija Lydia se haya solucionado tan bien, y sólo lamento que se extendiese la noticia de que vivían juntos antes de que el casamiento se hubiera celebrado. No puedo olvidar lo que debo a mi situación absteniéndome de declarar mi asombro al saber que recibió usted a la joven pareja cuando estuvieron casados. Eso fue alentar el vicio; y si yo hubiese sido el rector de Longbourn, me habría opuesto resueltamente. Verdad es que debe usted perdonarlos como cristiano, pero no admitirlos en su presencia ni permitir que sus nombres sean pronunciados delante de usted.»


––¡Éste es su concepto del perdón cristiano! El resto de la carta se refiere únicamente al estado de su querida Charlotte, y a su esperanza de tener un retoño. Pero, Elizabeth, parece que no te ha divertido. Supongo que no irías a enojarte y a darte por ofendida por esta imbecilidad. ¿Para qué vivimos si no es para entretener a nuestros vecinos y reírnos nosotros de ellos a la vez?

––Sí, me he divertido mucho ––exclamó Elizabeth––. ¡Pero es tan extraño!

––Pues eso es lo que lo hace más gracioso. Si hubiesen pensado en otro hombre, no tendría nada de particular; pero la absoluta indiferencia de Darcy y la profunda tirria que tú le tienes, es lo que hace el chiste. Por mucho que me moleste escribir, no puedo prescindir de la correspondencia de Collins. La verdad es que cuando leo una carta suya, me parece superior a Wickham, a pesar de que tengo a mi yerno por el espejo de la desvergüenza y de la hipocresía. Y dime, Eliza, ¿cómo tomó la cosa lady Catherine? ¿Vino para negarte su consentimiento?

A esta pregunta Elizabeth contestó con una carcajada, y como su padre se la había dirigido sin la menor sospecha, no le importaba que se la repitiera. Elizabeth no se había visto nunca en la situación de fingir que sus sentimientos eran lo que no eran en realidad. Pero ahora tuvo que reír cuando más bien habría querido llorar. Su padre la había herido cruelmente al decirle aquello de la indiferencia de Darcy, y no pudo menos que maravillarse de la falta de intuición de su padre, o temer que en vez de haber visto él demasiado poco, hubiese ella visto demasiado mucho.



viernes, 9 de abril de 2010

ORGULLO Y PREJUICIO Capítulo LV

CAPÍTULO LV




Pocos días después de aquella visita, Bingley volvió a Longbourn, solo. Su amigo se había ido a Londres por la mañana, pero iba a regresar dentro de diez días. Pasó con ellas una hora, y estuvo de excelente humor. La señora Bennet le invitó a comer, Bingley dijo que lo sentía, pero que estaba convidado en otro sitio.
––La próxima vez que venga ––repuso la señora Bennet–– espero que tengamos más suerte.
––Tendré mucho gusto ––respondió Bingley. Y añadió que, si se lo permitían, aprovecharía cualquier oportunidad para visitarles.
––¿Puede usted venir mañana?
Bingley dijo que sí, pues no tenía ningún compromiso para el día siguiente.
Llegó tan temprano que ninguna de las señoras estaba vestida, La señora Bennet corrió al cuarto de sus hijas, en bata y a medio peinar, exclamando:
––¡Jane, querida, date prisa y ve abajo! ¡Ha venido el señor Bingley! Es él, sin duda. ¡Ven, Sara! Anda en seguida a ayudar a vestirse a la señorita Jane. No te preocupes del peinado de la señorita Elizabeth.
––Bajaremos en cuanto podamos ––dijo Jane––, pero me parece que Catherine está más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.
––¡Mira con lo que sales! ¿Qué tiene que ver en esto Catherine? Tú eres la que debe bajar en seguida. ¿Dónde está tu corsé?


Pero cuando su madre había salido, Jane no quiso bajar sin alguna de sus hermanas.
Por la tarde, la madre volvió a intentar que Bingley se quedara a solas con Jane. Después del té, el señor Bennet se retiró a su biblioteca como de costumbre, y Mary subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido dos de los cinco obstáculos, la señora Bennet se puso a mirar y a hacer señas y guiños a Elizabeth y a Catherine sin que ellas lo notaran. Catherine lo advirtió antes que Elizabeth y preguntó con toda inocencia:
––¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me haces señas? ¿Qué quieres que haga?
––Nada, niña, nada. No te hacía ninguna seña.
Siguió sentada cinco minutos más, pero era incapaz de desperdiciar una ocasión tan preciosa. Se levantó de pronto y le dijo a Catherine:
––Ven, cariño. Tengo que hablar contigo.
Y se la llevó de la habitación. Jane miró al instante a Elizabeth denotando su pesar por aquella salida tan premeditada y pidiéndole que no se fuera.
Pero a los pocos minutos la señora Bennet abrió la puerta y le dijo a Elizabeth:
––Ven, querida. Tengo que hablarte.
Elizabeth no tuvo más remedio que salir.
––Dejémoslos solos, ¿entiendes? ––le dijo su madre en el vestíbulo––. Catherine y yo nos vamos arriba a mi cuarto.
Elizabeth no se atrevió a discutir con su madre; pero se quedó en el vestíbulo hasta que la vio desaparecer con Catherine, y entonces volvió al salón.
Los planes de la señora Bennet no se realizaron aquel día. Bingley era un modelo de gentileza, pero no el novio declarado de su hija. Su soltura y su alegría contribuyeron en gran parte a la animación de la reunión de la noche; aguantó toda la indiscreción y las impertinencias de la madre y escuchó todas sus necias advertencias con una paciencia y una serenidad que dejaron muy complacida a Jane.
Apenas necesitó que le invitaran para quedarse a cenar y, antes de que se fuera, la señora Bennet le hizo una nueva invitación para que viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.
Después de este día, Jane ya no dijo que Bingley le fuese indiferente. Las dos hermanas no hablaron una palabra acerca de él, pero Elizabeth se acostó con la feliz convicción de que todo se arreglaría pronto, si Darcy no volvía antes del tiempo indicado. Sin embargo, estaba seriamente convencida de que todo esto habría tenido igualmente lugar sin la ausencia de dicho caballero.
Bingley acudió puntualmente a la cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido. El señor Bennet estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. No había nada en Bingley de presunción o de tontería que el otro pudiese ridiculizar o disgustarle interiormente, por lo que estuvo con él más comunicativo y menos hosco de lo que solía. Naturalmente, Bingley regresó con el señor Bennet a la casa para comer, y por la tarde la señora Bennet volvió a maquinar para dejarle solo con su hija. Elizabeth tenía que escribir una carta, y fue con ese fin al saloncillo poco después del té, pues como los demás se habían sentado a jugar, su presencia ya no era necesaria para estorbar las tramas de su madre.
Pero al entrar en el salón, después de haber terminado la carta, vio con infinita sorpresa que había razón para temer que su madre se hubiera salido con la suya. En efecto, al abrir la puerta divisó a su hermana y a Bingley solos, apoyados en la chimenea como abstraídos en la más interesante conversación; y por si esto no hubiese dado lugar a todas las sospechas, los rostros de ambos al volverse rápidamente y separarse lo habrían dicho todo.


La situación debió de ser muy embarazosa para ellos, pero Elizabeth iba a marcharse, cuando Bingley, que, como Jane, se había sentado, se levantó de pronto, dijo algunas palabras al oído de Jane y salió de la estancia.
Jane no podía tener secretos para Elizabeth, sobre todo, no podía ocultarle una noticia que sabía que la alegraría. La estrechó entre sus brazos y le confesó con la más viva emoción que era la mujer más dichosa del mundo.
––¡Es demasiado! ––añadió. ¡Es demasiado! No lo merezco. ¡Oh! ¿Por qué no serán todos tan felices como yo?
La enhorabuena de Elizabeth fue tan sincera y tan ardiente y reveló tanto placer que no puede expresarse con palabras. Cada una de sus frases cariñosas fue una fuente de dicha para Jane. Pero no pudo quedarse con Elizabeth ni contarle la mitad de las cosas que tenía que comunicarle todavía.
––Voy a ver al instante a mamá ––dijo––. No puedo ignorar su afectuosa solicitud ni permitir que se entere por otra persona. Él acaba de ir a hablar con papá. ¡Oh, Lizzy! Lo que voy a decir llenará de alegría a toda la familia. ¿Cómo podré resistir tanta dicha?
Se fue presurosamente en busca de su madre que había suspendido adrede la partida de cartas y estaba arriba con Catherine.
Elizabeth se quedó sonriendo ante la facilidad y rapidez con que se había resuelto un asunto que había causado tantos meses de incertidumbre y de dolor.
«¡He aquí en qué ha parado ––se dijo–– la ansiosa circunspección de su amigo y toda la falsedad y las tretas de sus hermanas! No podía darse un desenlace más feliz, más prudente y más razonable.»
A los pocos minutos entró Bingley, que había terminado su corta conferencia con el señor Bennet.
––¿Dónde está su hermana? ––le dijo al instante de abrir la puerta.
––Arriba, con mamá. Creo que bajará en seguida.
Entonces Bingley cerró la puerta y le pidió su parabién, rogándole que le considerase como un hermano. Elizabeth le dijo de todo corazón lo mucho que se alegraba de aquel futuro parentesco. Se dieron las manos cordialísimamente y hasta que bajó Jane, Bingley estuvo hablando de su felicidad y de las perfecciones de su amada. Elizabeth no creyó exageradas sus esperanzas de dicha, a pesar del amor que cegaba al joven, pues al buen entendimiento y al excelente corazón de Jane se unían la semejanza de sentimientos y gustos con su prometida.
La tarde transcurrió en medio del embeleso general la satisfacción de Jane daba a su rostro una luz y una expresión tan dulce que le hacían parecer más hermosa que nunca. Catherine sonreía pensando que pronto le llegaría su turno. La señora Bennet dio su consentimiento y expresó su aprobación en términos calurosísimos que, no obstante, no alcanzaron a describir el júbilo que sentía, y durante media hora no pudo hablarle a Bingley de otra cosa. Cuando el señor Bennet se reunió con ellos para la cena, su voz y su aspecto revelaban su alegría.
Pero ni una palabra salió de sus labios que aludiese al asunto hasta que el invitado se despidió. Tan pronto como se hubo ido, el señor Bennet se volvió a su hija y le dijo:
––Te felicito, Jane. Serás una mujer muy feliz.
Jane corrió hacia su padre, le dio un beso y las gracias por su bondad.
––Eres una buena muchacha ––añadió el padre–– y mereces la suerte que has tenido. Os llevaréis muy bien. Vuestros caracteres son muy parecidos. Sois tan complacientes el uno con el otro que nunca resolveréis nada, tan confiados que os engañará cualquier criado, y tan generosos que siempre gastaréis más de lo que tengáis.
––Eso sí que no. La imprudencia o el descuido en cuestiones de dinero sería imperdonable para mí.
––¡Gastar más de lo tenga! ––exclamó la señora Bennet––. ¿Qué estás diciendo? Bingley posee cuatro o cinco mil libras anuales, y puede que más. Después, dirigiéndose a su hija, añadió:
__¡Oh, Jane, querida, vida mía, soy tan feliz que no voy a poder cerrar ojo en toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final se arreglaría todo. Estaba segura de que tu hermosura no iba a ser en balde. Recuerdo que en cuanto lo vi la primera vez que llegó a Hertfordshire, pensé que por fuerza teníais que casaros. ¡Es el hombre más guapo que he visto en mi vida!

Wickham y Lydia quedaron olvidados. Jane era ahora su hija favorita, sin ninguna comparación; en aquel momento las demás no le importaban nada. Las hermanas menores pronto empezaron a pedirle a Jane todo lo que deseaban y que ella iba a poder dispensarles en breve.
Mary quería usar la biblioteca de Netherfield, y Catherine le suplicó que organizase allí unos cuantos bailes en invierno.
Bingley, como era natural, iba a Longbourn todos los días. Con frecuencia llegaba antes del almuerzo y se quedaba hasta después de la cena, menos cuando algún bárbaro vecino, nunca detestado lo bastante, le invitaba a comer, y Bingley se creía obligado a aceptar.
Elizabeth tenía pocas oportunidades de conversar con su hermana, pues mientras Bingley estaba presente, Jane no tenía ojos ni oídos para nadie más; pero resultaba muy útil al uno y al otro en las horas de separación que a veces se imponían. En ausencia de Jane, Bingley buscaba siempre a Elizabeth para darse el gusto de hablar de su amada; y cuando Bingley se iba, Jane recurría constantemente al mismo consuelo.

––¡No sabes lo feliz que me ha hecho ––le dijo una noche a su hermana–– al participarme que ignoraba que yo había estado en Londres la pasada primavera! ¡Me parecía imposible!
––Me lo figuraba. Pero ¿cómo se explica?
––Debe de haber sido cosa de sus hermanas. La verdad es que no querían saber nada conmigo, cosa que no me extraña, pues Bingley hubiese podido encontrar algo mejor desde todos los puntos de vista. Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz a mi lado, se contentarán y volveremos a ser amigas, aunque nunca como antes.
––Esto es lo más imperdonable que te he oído decir en mi vida ––exclamó Elizabeth––. ¡Infeliz! Me irrita de veras que creas en la pretendida amistad de la señorita Bingley.
––¿Creerás, Elizabeth, que al irse a la capital el pasado noviembre me amaba de veras y sólo la certeza de que me era indiferente le impidió volver?
––Se equivocó un poquito, en realidad; pero esto habla muy en favor de su modestia.
Esto indujo a Jane, naturalmente, a hacer un panegírico de la falta de presunción de su novio y del poco valor que daba a sus propias cualidades.
Elizabeth se alegró de que no hubiese traicionado a su amigo hablándole de la intromisión de éste, pues a pesar de que Jane poseía el corazón más generoso y propenso al perdón del mundo, esto podía haber creado en ella algún prejuicio contra Darcy.
––Soy indudablemente la criatura más afortunada de la tierra exclamó Jane . ¡Oh, Lizzy, qué pena me da ser la más feliz de la casa! ¡Si por lo menos tú también lo fueses! ¡Si hubiera otro hombre como Bingley para ti!

––Aunque me dieras cuarenta como él nunca sería tan dichosa como tú. Mientras no tenga tu carácter, jamás podré disfrutar de tanta felicidad. No, no; déjame como estoy. Si tengo buena suerte, puede que con el tiempo encuentre otro Collins.

El estado de los asuntos de la familia de Longbourn no podía permanecer en secreto. La señora Bennet tuvo el privilegio de comunicarlo a la señora Philips y ésta se lanzó a pregonarlo sin previo permiso por las casas de todos los vecinos de Meryton.
Los Bennet no tardaron en ser proclamados la familia más afortunada del mundo, a pesar de que pocas semanas antes, con ocasión de la fuga de Lydia, se les había considerado como la gente más desgraciada de la tierra.