miércoles, 24 de noviembre de 2010

DEBER Y DESEO. Capítulo IV

Una novela de Pamela Aidan

La naturaleza de la Clemencia



Darcy dio otro golpe a las riendas, haciendo que los dos caballos que tiraban del trineo empezaran a correr. Como resultado, una lluvia de copos de nieve diminutos cayó sobre ellos, mientras surcaban los campos. Miró de reojo a su hermana, pero ella todavía miraba fijamente hacia delante, y su delicada barbilla seguía recordando la de una estatua de mármol. Volvió a concentrarse en los caballos, adoptando la misma expresión que Georgiana.
¡Habían discutido! ¡Darcy apenas podía creerlo! A. pesar de lo mucho que lo intentaba, no podía recordar ni una sola vez en el pasado en que hubiesen llegado a ese punto. Su hermana siempre había recurrido a él en busca de consejo y se había dejado guiar por sus deseos, pero hoy... El hecho de que hubiesen discutido era un poco menos molesto que el motivo de la discusión, y el hecho de que estuvieran en el trineo en ese preciso momento mostraba cuál de las dos voluntades había prevalecido. Volvió a mirar a Georgiana.
No parecía estar disfrutando de su victoria. A decir verdad, esa humedad que se veía en sus ojos se debía probablemente a la decepción que Darcy le había causado y no al golpe de aire frío, como ella había dicho. ¡Era culpa de esa mujer, la señora Annesley! Darcy torció la boca con rabia mientras le echaba la culpa a la dama ausente. ¿Quién más podía haber influenciado a Georgiana para que adoptara ese comportamiento tan extraño, y la había animado a caer en ese exceso de sentimentalismo? No había sido precisamente el vicario de St. Lawrence, pensó Darcy. Él conocía al reverendo Goodman desde hacía por lo menos diez años y nunca lo había oído decir una palabra sobre aquella cuestión desde el pulpito. Soltó una bocanada de aire contenido. Estar fuera, en medio de ese frío, haciendo «visitas de caridad», cuando en casa los esperaba una chimenea que chisporroteaba con alegría no era lo que él había pensado cuando se propuso corregir su comportamiento. Los problemas que Fletcher le había comunicado por la mañana habían debido ponerlo sobre aviso de lo que le esperaba aquel día.


Georgiana se había reunido con él en el desayuno muy sonriente, y tras rechazar la silla que la esperaba al otro extremo de la mesa, se había sentado a su derecha, para tomarse su taza de chocolate con una tostada. Luego le había preguntado si había dormido bien.


—Muy bien, gracias —le había, asegurado Darcy con una mirada que pretendía disuadirla de hacerle más preguntas, pero ella se había limitado a sonreír, antes de darle un sorbo a su chocolate.


Después de decidir que no encontraría mejor momento que aquél, Darcy dejó su taza sobre la mesa.


—Georgiana, he sido muy negligente contigo desde que llegué a casa. —Negó con la cabeza cuando ella trató de protestar—. No, es cierto, preciosa. Al no estar aquí durante la cosecha, tenía retrasados terriblemente todos los asuntos de negocios, pero eso ya se acabó. Estoy decidido a corregir mi conducta y por eso me pongo a tu disposición. ¿Qué te gustaría hacer? —Darcy se rió al ver la cara de sorpresa de su hermana, pero se puso serio cuando vio que sus rasgos adoptaban una expresión suspicaz—. Te aseguro que voy a mantener mi palabra. Lo que quieras hacer. Puedes elegir lo que quieras.
Se recostó contra el respaldo de la silla con una sonrisa que pretendía animar a su hermana, mientras esperaba su respuesta.


—No es que no te crea, hermano —se apresuró a decir Georgiana—. Es sólo que... bueno, hoy es domingo.
—Sí —contestó Darcy, mientras volvía a agarrar su taza—, pero la nieve hace que el viaje hasta Lambton sea difícil. Creo que hoy tendremos que dejar de asistir a los servicios.
—Estoy segura de que tienes razón, Fitzwilliam. —Fijó la mirada en su plato unos instantes, antes de añadir—: Hay algo que me gustaría hacer... algo que he estado haciendo y me preguntaba cómo iba a continuar con esta nieve. Pero ya que tú estás aquí, puedes conducir el trineo.
—¡Conducir el trineo! —Darcy la miró con incredulidad—. ¿Quieres salir a pasear con esta nieve?
—No precisamente a pasear. —Georgiana levantó el rostro y lo observó durante un segundo, antes de desviar la mirada—. ¿Recuerdas que te escribí que había comenzado a visitar a nuestros arrendatarios ya las familias de nuestros trabajadores, tal como hacía mamá?
—Sí, recuerdo que lo hiciste —replicó Darcy—. Pero, Georgiana, nuestra madre nunca los «visitó» realmente. Era un asunto más formal, que se realizaba cada tres meses en las casas de los arrendatarios más importantes. —Miró a su hermana con desaprobación—. No te estarás refiriendo a que realmente vas a su casa, ¿o sí?
Georgiana vaciló un poco al oír el tono de Darcy, pero respondió:
—Todos los domingos por la tarde. He dividido la propiedad, ¿sabes? Y los visito regularmente en el domingo que les corresponde. Bueno, no a todos, sino a los más pobres y en especial a los que tienen niños pequeños...
—¡Georgiana! —vociferó Darcy, aterrado—. ¡Por Dios! ¿En qué estás pensando? —Echó hacia atrás la silla y se levantó prácticamente de un salto, mientras su hermana se ponía pálida al ver su reacción. Darcy se pasó una mano por el pelo y la miró con incredulidad—No se espera en absoluto que tú te expongas de ese modo o te portes con tanta familiaridad... ¡Un Darcy de Pemberley! ¡Suspenderás esas «visitas» de inmediato!
—Pero, Fitzwilliam...
—¿Y qué hay del riesgo de contraer una enfermedad ? —la interrumpió Darcy, mientras comenzaba a pasearse delante de ella—. Aunque me enorgullezco del buen estado de salud de la gente que vive en Pemberley, las enfermedades contagiosas no son raras entre las clases más bajas... incluso aquí. —El hecho de pensar en esa posibilidad lo hizo estremecerse, pero luego una nueva idea de apoderó de él—. Tú no puedes haber concebido esto sola. ¿Quién te ayudó en esta locura? Quiero...


—¡Hermano! —El tono de Georgiana sonaba tranquilo pero firme—. Por favor, escúchame. —La intensidad de su súplica hizo que Darcy se detuviera—. Por favor —repitió ella, señalándole la silla—. Ya es bastante desagradable haberte causado este disgusto, y más aún si estás ahí de pie, recriminándome. —Las palabras de Georgiana le hicieron recordar la manera en que Bingley lo molestaba por su «gesto autoritario» y sirvieron para que contuviera su temperamento, pero no lo apaciguaron. Se inclinó con frialdad para indicar que accedía a su solicitud y volvió a tomar asiento.
—Fitzwilliam, no puedo seguir llevando una vida tan inútil y banal —comenzó a decir con voz suave—. Mi música, mis libros, todo eso a lo que me dedicaba eran cosas buenas y cumplían un propósito, pero son demasiado débiles para constituir una razón de vida.
Darcy se movió en el asiento con actitud defensiva.
—Has recibido la mejor educación que puede tener una mujer de tu posición social. ¿Cómo puedes decir que es demasiado débil? ¿Qué sabes tú de la vida, siendo tan joven, para decidir eso? —preguntó Darcy.
—Yo me conozco, hermano, y sé lo que estuve a punto de hacer, a pesar de mi educación y de las ventajas de mi posición social. —Darcy frunció el ceño al oír la franqueza de su hermana y rápidamente desvió la mirada—. Después de Ramsgate —siguió diciendo Georgiana—, todas mis ilusiones se vinieron abajo y vi mi vida tal como era, una existencia lánguida y vacía, en medio de hermosos juguetes. Nada en ella me había preparado contra los engaños de Wickham.
—Si hubieses tenido una vigilancia apropiada... Si yo no hubiese sido tan descuidado...
—Fitzwilliam —insistió Georgiana—, lo que le ayudó fue mi frágil corazón, que llenó con palabras de amor los lugares en que él sólo había hecho insinuaciones. ¿Acaso no lo ves? —Se inclinó hacia delante, con los ojos fijos en Darcy—. Yo tenía que reconocerlo, tenía que entender las razones de lo que sucedió y rogar que lo que había descubierto se convirtiera en una ventaja, gracias a la acción de la providencia. —Se levantó del asiento para arrodillarse frente a él.
—¡Georgiana! —Alarmado al verla de rodillas, Darcy la tomó de las manos y la habría levantado, si la forma en que ella lo miraba no lo hubiese disuadido de hacerlo.
—Hermano querido, aunque tú hubieses estado allí, aunque se tratara de Wíckham o de cualquier otro, el verdadero peligro para mí no provenía de algo externo sino de mí misma. Y la posibilidad de hacer este descubrimiento, el alivio que trajo a mi corazón son razones suficientes para darle gracias a Dios por lo sucedido. —Georgiana se detuvo y levantó los ojos para mirar a Darcy a la cara, buscando su comprensión, pero él no pudo dársela. Sin embargo, sintió la cercanía necesaria para expresar sus frustraciones.
—¿Entonces ésa es la razón para estas «visitas» y esa absurda carta a Hinchcliffe? ¿Crees que debes expiar la existencia de esa debilidad interior con un exceso de buenas acciones?
—¿Le dijiste que no entregara el dinero? —preguntó Georgiana, al tiempo que retiraba sus manos de las de Darcy.
—Mi querida niña, ¿la Sociedad para devolver jovencitas del campo a sus familias? —Darcy no pudo evitar que su voz dejara traslucir un tono de disgusto, así que se levantó y se sirvió un poco más de café—. ¿Dónde oíste hablar sobre esas mujeres? —continuó diciendo por encima del hombro—. Es totalmente impropio que una muchacha de tu edad haya oído ni siquiera mencionar esa sociedad, y mucho más que pretenda apoyarla, ¡y con una suma de cien libras al año! Las veinte libras ya han sido una demostración de generosidad más que suficiente y eso, en mi opinión, debe ser toda tu caridad en ese sentido. —Darcy miró a su hermana mientras levantaba la cuchara para revolver la leche, pero enseguida la dejó sobre el plato. Al rostro de Georgiana había vuelto aquella expresión que ni él ni su primo fueron capaces de remediar.
—Querida, ¿qué sucede? —Mientras Darcy se reprendía por su falta de tacto y consideración, se acercó a ella y estiró los brazos para abrazarla. Pero Georgiana se apartó y lo miró fijamente.
—¿Una muchacha de mi edad, hermano? La Sociedad rescata a muchachas de mi edad y más jóvenes, Fitzwilliam.
—Sí, eso es cierto, Georgiana —contestó Darcy con cuidado, mientras fruncía el ceño debido a la preocupación—, pero eso no debe perturbarte. Hay otras causas muy valiosas que tú...
—Quiero apoyar ésta en particular. —Georgiana levantó la barbilla, aunque la voz le tembló ligeramente—. Porque yo... Porque yo podría haberme convertido en una de esas muchachas.
—¡Nunca! —La indignación de Darcy ante semejante idea sobrepasó todos los límites—. ¡Te refieras a lo que te refieras con esas palabras!
Georgiana negó con la cabeza..
—¡Yo creí a Wickham, Fitzwilliam! Yo le creí, de la misma forma que esas pobres muchachas creen a los que las seducen hasta degradarlas. ¿Qué habría pasado si tú no llegas a Ramsgate? ¿Me habría fugado con él? —Darcy miró a su hermana sin poder articular palabra—. He examinado mi corazón, hermano, y confieso que, a pesar de tus amorosos cuidados, a pesar de lo que significa ser una Darcy de Pemberley, yo me habría ido con él. Así de embrutecida estaba, así de engañada.
—Georgiana se calló un instante para tomar aire. '
—Yo te habría buscado, Georgiana —Darcy se inclinó sobre ella, con la voz entrecortada por la emoción—, y te habría encontrado. Wickham quería que os encontrara a los dos para...
—Sí, para poder cobrar una recompensa por mi honor.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Darcy con ansiedad.
—Cuando Wickham accedió a renunciar a mí con tanta facilidad, hice algunas averiguaciones. —Mientras Georgiana recuperaba la compostura para explicarse, Darcy sintió que el corazón se le paralizaba en el pecho—. El pastor que se supone iba a casarnos era un actor de teatro. Yo me habría entregado a él creyendo que era su esposa, y luego tú te habrías visto obligado a pagarle para que fuera mi marido.


Una oleada de rabia ciega sacudió a Darcy hasta la médula. Dando media vuelta, se dirigió a la ventana, pero el extraordinario paisaje que se podía apreciar desde allí no le sirvió para calmar sus tormentosas emociones.
—¿Lo ves, Fitzwilliam? ¡Mi situación podría haber sido distinta a la de las muchachas que quiero ayudar en algunos aspectos, pero yo te tenía a ti y ellas no tienen a nadie! ¡Déjame hacer lo único que está en mi mano! —Georgiana se acercó a él, apoyando una mano sobre la manga de su chaqueta y siguió diciendo con voz suave—: Y te equivocas acerca de mis razones, querido hermano: No tengo que expiar nada y la alegría que me produce ese hecho es precisamente lo que me impulsa a hacer estas cosas y a complacer así a la providencia.


La dulzura de las palabras de Georgiana se apoderó de Darcy, pero aun así no podía aceptarlas.
—¿Cuándo deseas hacer tus «visitas»? —preguntó Darcy, con la voz quebrada por el esfuerzo de contener la ira para no asustar a su hermana.
—Esta tarde, si te parece bien, Fitzwilliam. —La sonrisa de Georgiana, tan parecida a la de su madre, se desvaneció al oír las palabras de Darcy.
—No me parece bien —contestó de manera brusca—, pero, de ahora en adelante, yo, y solamente yo, soy el único que deberá acompañarte en esas excursiones, si es que hay más. ¿Y te atendrás a mis decisiones con respecto a tu seguridad?
—Sí, hermano —respondió Georgiana en voz baja.
—Muy bien. A la una en punto, entonces. —Darcy le hizo una fría inclinación y salió del comedor, sin pensar adonde se dirigía. Sus agresivos pasos le hicieron saber a todo el mundo que el patrón no estaba de buen humor, así que los corredores iban quedando libres a su paso. Después de unos pocos minutos, el sonido de las pisadas de unas patas sobre el suelo de roble llegó hasta sus oídos. Darcy miró hacia el fondo y vio a Trafalgar corriendo hacia él.
—Bueno, monstruo, ¿a qué debo el placer? ¿Has enfurecido de nuevo al cocinero o engañaste a Joseph? ¿O se trata de alguna otra diablura, de cuyas consecuencias quieres escapar buscando mi protección? —Trafalgar gimió brevemente y luego hundió el hocico contra la mano de su amo hasta que lo metió debajo—. Ah, quieres que te acaricien, ¿es eso? Bueno, vamos, entonces.
Sus pasos los llevaron hasta el estudio y ambos entraron. Darcy se desplomó en el sofá y después dé un fugaz momento de vacilación, Trafalgar se acomodó a su lado, colocando su enorme cabeza sobre las piernas de su amo. Con la mirada perdida, el caballero se quedó mirando hacia el frente, mientras un torrente de sentimientos invadía su pecho. ¿Qué debía hacer? ¿Sobre qué catástrofe?., preguntó su voz interior de manera sarcástica.
—Oh, Dios, ¡qué desastre! —Suspiró profundamente. Trafalgar volvió a meter el hocico entre su mano, pero esta vez le dio una lametada—. ¡No, no te he olvidado, viejo amigo! —Comenzó a acariciar la cabeza del perro y los hombros. El animal suspiró de felicidad, acercándose aún más a su amo—. Si todos mis problemas se pudieran resolver tan fácilmente. —Miró los ojos del perro, transfigurados por el éxtasis—. ¿Qué dices de dar un paseo en el trineo para visitar a los chuchos de la vecindad? —El sabueso alzó la cabeza y miró a Darcy con desconcierto, antes de bostezar y volver a bajar la cabeza—. Yo pienso lo mismo, pero si yo tengo que ir, tú tienes que acompañarme


Aparte del nuevo régimen de «caridad dominical» de Georgiana, al cual se había sometido contra su voluntad, Darcy encontró que los días antes de Navidad evocaban la alegría tradicional de la época y sus agradables costumbres. Todos los criados, desde el artesano más refinado hasta el mozo más humilde de las caballerizas, parecían realizar su trabajo con una alegría de ánimo y una sonrisa que atestiguaba la gran expectativa que despertaba el gran día. La noticia de que Pemberley volvería a recuperar las tradiciones del pasado después de guardar cinco años de luto por la muerte del último amo se había extendido más allá de los límites de la propiedad, llegando a los vecinos y al pueblo de Lambton, e incluso hasta las proximidades de Derby. Así que se había convertido en algo habitual que Darcy levantara la vista de su libro o de los papeles que estaba leyendo para ver a un alegre Reynolds que venía a anunciar la llegada de otro vecino que esperaba ser recibido en el salón o de otro grupo de personas que querían deleitarse con la decoración de los salones de Pemberley que estaban abiertos al público.


Aunque seguían estando en silencioso desacuerdo en lo relativo al tema de sus visitas y sus actos de caridad, Darcy no pudo evitar caer rendido ante la felicidad de su hermana mientras participaba en los preparativos para las fiestas. Pasaban los días en afectuosa armonía, preparándose para la visita de sus parientes. Por las noches, cuando Darcy unía su voz a la de Georgiana en una canción, o la acompañaba con su violín, la cálida atmósfera del salón de música se llenaba con las melodías de sus dúos, rebosantes de alegría.


Darcy podría haber dicho que se sentía feliz, si no fuera por una cierta inquietud que ensombrecía sus días y acechaba sus noches. Le resultaba difícil caminar por los engalanados salones de su casa, perfumados con pino y canela, sin que lo asaltaran los recuerdos de navidades anteriores, cuando sus padres todavía vivían. La sombra de sus padres lo asaltaba en los momentos más inesperados, obligándolo a aguzar la vista, y cuando se desvanecía, Darcy sacudía la cabeza mientras se reprendía a sí mismo. Georgiana no parecía tan afectada por los recuerdos, pues siendo más joven, Darcy suponía que estos no debían ser tan intensos como los suyos. Pero aquellas evocaciones del pasado no eran la única causa de su pesadumbre. Una permanente inquietud, una sensación de estar incompleto lo invadía a cada momento.


Con el paso de los días todo estuvo dispuesto para las festividades. La víspera de la llegada de sus tíos, Georgiana estaba practicando tranquilamente al piano la parte que le correspondía del dúo que iban a interpretar, pero Darcy deambulaba por el salón de música, sin poder sumergirse en la calma de las actividades que solía desarrollar mientras esperaba a que su hermana terminara. Finalmente la muchacha dejó de tocar.
—Hermano, ¿te pasa algo? —La voz de Georgiana lo hizo detenerse.
—No, sólo estoy un poco nervioso, supongo —dijo suspirando—. Por el viaje de nuestro tío. —Darcy se volvió hacia Georgiana y tomó su violín—. ¿Estás lista para que toquemos juntos? —¿Nervioso, Fitzwilliam? —Georgiana frunció un poco el ceño—. Si eso es cierto, entonces has estado «nervioso» desde que regresaste. —Darcy acomodó el instrumento contra su barbilla y deslizó el arco sobre las cuerdas para comprobar la afinación.
—Estoy seguro de que son imaginaciones tuyas. —Darcy descartó enseguida la preocupación de su hermana—. En todo caso, ya pasará. —Tomó su posición detrás de ella, junto al piano—. ¿Empezamos desde el principio?
—¿De verdad? —contestó Georgiana, poniendo las manos sobre el regazo y girándose hacia él—. Me gustaría que empezaras desde el principio y me dijeras la verdad. Fitzwilliam, ¿qué es lo que te tiene tan distraído?
—Te ruego que me creas cuando te digo que son imaginaciones tuyas, Georgiana. —Darcy no quería mirarla a los ojos, así que mantuvo la mirada fija en la partitura que estaba detrás de ella. ¿Cómo podía decirle algo que ni siquiera él mismo sabía?
—Yo creo que te sientes solo y echas de menos a alguien —insistió Georgiana con voz suave.—¡Solo! —exclamó Darcy, al tiempo que apartaba el violín de su barbilla.
—Y creo que ese «alguien» es la señorita Elizabeth Bennet —concluyó Georgiana con seguridad.
Un largo silencio se extendió entre ellos. Darcy observó a su hermana, tratando de contrastar la teoría de Georgiana con sus propias emociones. La muchacha le dio unas palmaditas en el brazo y luego se levantó del taburete y se dirigió hasta una mesa, de donde tomó un libro del que colgaba un arco iris de hilos de bordar. Tras abrir cuidadosamente el libro, agarró el entramado de hilos que reposaba entre las páginas y se lo mostró, extendido sobre la palma de su mano.
Este es un marcador de páginas poco usual para un caballero, Fitzwilliam. —Una sonrisa traviesa cubrió su rostro—. A menos que también sea un recuerdo especial, el preciado recuerdo de una dama especial. —Georgiana avanzó hasta donde estaba Darcy, tomó su mano y le puso el entramado de hilos sobre la palma—. Tú observas el aire, estudias una habitación o miras los jardines cubiertos de nieve, y es como si yo no estuviera aquí. O mejor, como si alguien más estuviera aquí. En esos momentos, por tu rostro cruzan las expresiones más interesantes: a veces es la tristeza, a veces, la inflexibilidad, y en otras ocasiones tus ojos reflejan una soledad tan grande que no puedo soportar mirarte.


Darcy bajó la mirada hacia la trenza de hilos brillantes que reposaba en la palma de su mano; luego, endureciendo el corazón, cerró los dedos sobre ella.
—Tal vez tengas razón, Georgiana, pero debes unirte a mí y rogar para que no sea así, porque la dama en cuestión y su familia están tan claramente por debajo de la nuestra que una alianza sería impensable. Convertirla en mi esposa, y madre del heredero de Pemberley, sería degradar el apellido Darcy, cuyo honor he jurado mantener en todos los aspectos. —Al contemplar la imagen que conjuraron sus palabras, sintió que la voz se le quebraba en la garganta.
—¡Oh, Fitzwilliam, eso no puede ser cierto! —protestó Georgiana, apretándole el brazo—. La señorita Bennet no puede ser de una cuna tan baja que los dos debáis negaros la felicidad.
—Los dos no —replicó Darcy con amargura—. La dama no me mira con muy buenos ojos, y si ella descubre que... —Darcy se contuvo—. No tiene muchas razones para cambiar de opinión —concluyó—. Pero no pienses en mí como una figura trágica, mi niña. Ese papel no me queda bien. —Darcy se inclinó y besó la frente de Georgiana.
—Pero los hilos, con seguridad significan algo —exclamó Georgiana.
—¡Se los robé, querida! —Darcy guardó la trenza en el bolsillo de su chaleco—. Los olvidó en Netherfield y yo me apropié de ellos —confesó—. Ya ves, se trata de una situación más patética que trágica. O, más bien, cómica; no sé cuál de ellas. Debo preguntarle a Fletcher —dijo entre dientes—. El sabrá decírmelo.


Georgiana levantó los ojos para mirarlo a la cara, todavía con una expresión de preocupación.
—¿ La amas ?
—Realmente no lo sé —dijo Darcy en voz baja e hizo una pausa—. No tengo mucha experiencia con ese tipo de sentimientos en concreto. —Condujo a su hermana hasta el diván—. Conozco el amor en diferentes aspectos: amor por la familia, por la casa, por el honor. Pero ese vínculo entre un hombre y una mujer... —Darcy guardó silencio—. Lo he visto en su expresión más sublime en nuestros padres y, ocasionalmente, en otros matrimonios; pero eso parece una excepción. Los hombres y las mujeres se profesan amor eterno todo el tiempo, sólo para desmentirlo un mes después. ¿Era realmente amor? ¡Sospecho que no! Enamoramiento, más bien, un impulso hacia la pasión motivado por un bonito rostro o unas palabras cautivadoras.
—Entonces —dijo Georgiana alargando la palabra—, ¿catalogas a la señorita Bennet sólo como un bonito rostro que te incitó...
—No, querida. —Darcy se movió con incomodidad y se ruborizó al pensar en el significado de lo que su hermana estaba a punto de sugerir—. No es eso lo que estoy tratando de decir y seguir discutiendo sobre el asunto sería una falta de delicadeza. —Miró a la muchacha, y al notar su insatisfacción por la manera en que él se había apresurado a responder a su pregunta, continuó—: Al menos yo no pienso en ella en términos de «sólo» ésto o aquello, como tú sugieres. —Le devolvió a su hermana la sonrisa de triunfo—. Admiro su inteligencia, su gracia y también su compasión. Me gusta la manera como me mira a los ojos y me dice exactamente lo que está pensando o lo que quiere que yo crea que está pensando. A veces es difícil distinguir.
—Y la echas de menos, eso ya lo sé. Sin embargo, ¿no estás preparado para llamarlo amor? —insistió Georgiana.
—No me atrevo y no lo haré —contestó él de manera tajante— ¿Con qué propósito? —preguntó al ver el gesto de desacuerdo de su hermana—. ¡Ya te expliqué todas las razones por las cuales, tanto para Elizabeth como para mí, esa declaración sería inútil!
—Pero —insistió Georgiana— ¿estarías dispuesto, ante Dios, de serle fiel sólo a ella?


Darcy abrió los ojos al oír aquella pregunta tan directa, pero rápidamente la imagen de su rostro fue reemplazada por imágenes de su propia creación, que él había tratado de dejar a un lado, aunque no había conseguido alejar. ¿Dispuesto? Darcy se llevó la mano al bolsillo del chaleco y sacó los sedosos hilos anudados. Jugando con ellos entre los dedos, los contó: tres verdes, dos amarillos, uno azul, uno rosado y uno lavanda, unidos por un bonito y gracioso nudo.
Si sus hermosos ojos se dignaran a mirarlo de verdad, de la manera en que él se imaginaba... Darcy casi se abandona a aquel pensamiento, pero, de repente, la imagen que tenía ante él se convirtió en otra muy distinta, devolviéndolo enseguida a la realidad.
—¡Bingley! —gruñó, sorprendiendo a su hermana.
—¿El señor Bingley? —repitió Georgiana, y el sonido de su voz trajo a Darcy de nuevo a lo que le rodeaba—. ¿Acaso el señor Bingley también ama a Elizabeth?
—No, no —replicó Darcy de manera tajante—. Pero sí juega un importante papel en este asunto, el cual no puedo divulgar —dijo y luego, anticipándose a la reacción de su hermana, continuó—: Y no, Elizabeth tampoco cree estar enamorada de él. Me temo que tendrás que contentarte con eso, querida, y yo tendré que encontrar la felicidad en otro lugar, independientemente de mis inclinaciones. —Volvió a guardarse los hilos en el bolsillo y se levantó del diván—. Ahora, ¿practicamos el dueto? —Le ofreció la mano a su hermana y ésta la tomó, agradecida. Tras acompañarla hasta el piano, Darcy le acercó el taburete y volvió a tomar su violín.
—Fitzwilliam, ¿te molestaría que yo incluyera ésto en mis oraciones? —La tierna preocupación de Georgiana lo conmovió profundamente, y aunque no podía entender el giro que había dado la vida de aquella muchacha, no era inmune al amor con el que ella la expresaba.


—No, preciosa, no me molesta en absoluto. —Se inclinó y la besó en la mejilla—. Los hombres estamos notoriamente mal preparados para dirigir los asuntos del corazón. —Se incorporó y volvió a ponerse el violín bajo la barbilla, antes de añadir—: Pero sería una negligencia de mi parte no recordarte que no vivimos en la era de los milagros y que eso es lo único que podría resolver este asunto.


************


—Richard, ¡qué alegría verte! —Darcy estrechó la mano de su primo y lo invitó a entrar en el vestíbulo de Pemberley, lejos de la ventisca—. ¿El viaje ha sido horrible? ¿Cómo está mi tía?
—Lo suficientemente bien, Fitzwilliam, como para contestar por sí misma —fue la respuesta que se oyó desde atrás del voluminoso abrigo del coronel—. Sí, ha sido horrible, como suelen ser siempre los viajes en esta época del año. —La cara flemática de lady Matlock apareció finalmente detrás del hombro de su hijo—. Pero eso no significa que lamentemos haber venido. Pasar la Navidad en Pemberley es algo por lo que vale la pena enfrentarse a cualquier desafío que nos presente el tiempo. —Darcy dio un paso hacia ella, se inclinó ante su mano y luego estampó un beso de saludo sobre la mejilla de su tía—. Vaya, querido —le dijo ella con afecto—, es maravilloso volver a verte. Tu tío y yo llevamos años sin verte. —Lady Matlock tiró de las cintas de su sombrero y lo depositó con elegancia sobre los brazos de uno de los numerosos criados que se apresuraban a descargar los carruajes que habían transportado a la familia del conde y sus sirvientes.


—Estuve en el campo —contestó Darcy—, visitando la propiedad que ha adquirido un amigo recientemente, señora.
—Y la cacería fue buena —le dijo su tía, mientras se quitaba los guantes—. Sí, sí, he oído esa historia varias veces.
—Así es. —Darcy sonrió como respuesta y dio media vuelta para saludar a su tío—. Bienvenido, milord.
—¡Darcy! —El conde de Matlock y el dueño de Pemberley intercambiaron reverencias, antes de que su tío estrechara la mano de Darcy y le diera un buen apretón—. Tu tía tiene razón. —Se volvió ligeramente hacia su esposa—. Como siempre, querida. —Ella hizo una reverencia como respuesta a aquella asombrosa declaración, al tiempo que el conde le hacía un guiño a su sobrino—. No hemos tenido el placer de verte durante la mayor parte del otoño. Ahora, si es verdad que una buena cacería te impidió ir a visitarnos, entonces, como cabeza de esta familia, debo insistir en mi derecho de saber dónde queda ese paraíso.
—A su debido tiempo, padre —interrumpió su hijo más joven—. ¡Brrr! Está haciendo tanto frío como en... ¡Ah, huelo algo por ahí! Fitz, ¿tienes algo para calentar la sangre de un pobre hombre? Mi hermano estaría feliz de tomarse algo ardiente ahora, ¿no es así, Alex?


Lord Alexander Fitzwüliam, vizconde D'Arcy, le lanzó a su hermano una mirada de furia, antes de inclinarse ante su primo.
—No le hagas caso, Darcy. Mandamos al menor al ejército, y todavía no ha aprendido a comportarse como un caballero.
—¡Si yo sólo estaba velando por tus intereses, hermano!
—¡Richard, no me conviertas en excusa de tus malos modales! —replicó Darcy.
—Como ves, Fitzwilliam, tus primos todavía no pueden pasar más de media hora en el mismo carruaje sin pelearse como cuando eran niños. —Lady Matlock les lanzó una mirada de censura a sus hijos, que la sobrepasaban bastante en estatura—. Pero ¿dónde está Georgiana?
Darcy le ofreció el brazo a su tía.
—Os está esperando en el salón amarillo, entre la multitud de platos que juzgó apropiados para daros la bienvenida, señora. —Miró por encima del hombro a sus primos y a su tío y añadió—: Incluyendo algunos tés y cafés «ardientes» que, si deseáis, yo estaré encantado de complementar con algo más fuerte.
Después de oír esto último, la expresión del coronel sufrió una gloriosa transformación.
—Entonces, ¡condúcenos hacia allí, Fitz! ¡No debemos hacer esperar a mi prima! —Darcy se rió y acompañó a su tía y a sus parientes escaleras arriba. Entraron en un salón pintado de un color amarillo limón muy pálido, adornado con un hermoso friso de yeso color crema compuesto por ramos de viñas y rosas entrelazados. La chimenea presentaba la misma decoración y sus extremos se levantaban para enmarcar un magnífico espejo que captaba y reflejaba la amplitud del salón y los delicados candelabros de oro y cristal. Diseñado por la difunta lady Ann, el salón tenía la espléndida capacidad de proyectar una gran calidez en las estaciones frías y una refrescante atmósfera en el verano, y por eso era uno de los lugares de reunión favoritos de la mansión. Decorado con los adornos navideños, el efecto del salón fue inmediato sobre los visitantes, y cuando Georgiana avanzó hacia la puerta para saludar a su familia, parecía un ángel en medio de aquella festiva decoración.
—¡Mi querida niña! —exclamó lady Matlock, antes incluso de que Georgiana se hubiese levantado de hacer su reverencia—. ¡Pero qué milagro es éste! ¡Te has convertido en toda una damita mientras tu hermano te tenía sepultada en el campo! —Se zafó del brazo de Darcy y avanzó hacia su sobrina. Tomando las manos de Georgiana entre las suyas, lady Matlock se dirigió a su sobrino—: Fitzwilliam, ¿por qué tu hermana no ha estado en Londres ?
—¡Señora! —protestó Darcy—. Sólo tiene dieciséis años.
—¡Dieciséis! ¡Sólo dieciséis! Bueno, está bien; pero esto no debe continuar. No es bueno que una joven damita no sepa nada de Londres y de la vida iocial antes de su primera temporada. ¿En qué estás pensando, Fitzwilliam?
—Tía, por favor... no debes enfadarte con mi hermano —intervino rápidamente Georgiana—. He sido yo la que quiso quedarse tranquila en Pemberley. —Sonrió al ver la mirada de desaprobación de su tía—. Pero él ha insistido mucho en que lo acompañe de regreso a Londres después de Navidad.
—Así debe ser, querida. —Lady Matlock le dirigió una sonrisa de simpatía a su sobrino—. Aunque, a tu edad, Darcy, no me sorprende que hayas tenido poco tiempo u ocasión de acompañar a una jovencita y estar al mismo tiempo detrás de tu primo.



—¡Madre! —objetó Fitzwilliam.
Lady Matlock ignoró a su hijo menor.
—Debes llevármela cuando tu tío y yo regresemos a la ciudad. Hay que presentársela a la prometida de D' Arcy lo más pronto posible.
La reacción de los dos hermanos ante el anuncio de su tía fue exactamente lo que la dama deseaba.
—¿Prometida? —preguntaron al unísono Darcy y Georgiana, fijando la mirada en su primo, que recibió las felicitaciones con una sonrisa forzada.
—¡Oh, Alex, me alegro por ti! —continuó Georgiana.
—Sí, bueno... claro, tenéis razón —contestó D'Arcy y luego le lanzó a su hermano una mirada de advertencia, antes de añadir—: Lady Felicia es exactamente lo que deseaba para ser mi vizcondesa.
—La hija de lord Lowden, marqués de Chelmsford —informó lord Matlock—, es intachable, un gran honor para su familia, y muy pronto también para la nuestra. Una unión excelente.


Darcy miró a su primo fijamente, mientras le estrechaba la mano. Lady Felicia Lowden era, según había tenido ocasión de comprobar, todo lo que su tío había dicho y mucho más. De hecho, había sido la reina de la última temporada social, alabada por su belleza, su conversación, su linaje y su fortuna. Darcy había formado parte del grupo de caballeros a los cuales la dama había favorecido con su atención y la había acompañado a la ópera y a varios bailes, pero pronto se dio cuenta de que lady Felicia necesitaba más admiración de la que un solo hombre podía prodigar. Al no ser uno de esos hombres que aspiran a formar parte de una corte, le cedió su lugar a aquellos que sí estaban felices de hacerlo, aunque no dejó de lamentarlo un poco. De acuerdo con los estrictos estándares de la sociedad, lady Felicia era un premio; sin embargo, Richard no parecía muy complacido con el éxito de su hermano. Intrigado por lo que percibió, Darcy le hizo un gesto con las cejas a Fitzwilliam, pero sólo recibió una sonrísita como respuesta.


En otro momento, entonces, se prometió para sus adentros, y se unió a su hermana para desempeñar los deberes de anfitrión. En realidad, encontró que el  peso de esas obligaciones no era excesivamente pesado, puesto que Georgiana asumió el papel de anfitriona con una sonrisa tímida pero decidida. A decir Verdad, su única contribución fue ofrecerles a los hombres de la familia la licorera de cristal que contenía el brandy y participar en su conversación. Ocasionalmente sentía sobre él los ojos de su hermana, que parecían hacerle una pregunta, y entonces se acercaba. Pero durante la mayor parte del tiempo, una sonrisa de su parte era todo lo que ella necesitaba para sentirse segura. Notó que Fitzwilliam miraba a Georgiana en repetidas ocasiones, hasta que la curiosidad finalmente lo venció. Con admirable discreción, se abrió paso hasta el diván donde ella conversaba con su madre y se sentó cautelosamente en el asiento de al lado. Cuando se volvió a reunir por fin con los otros miembros de su mismo sexo, tenía el aire de un hombre que se ha enfrentado a un enigma inesperado.


El deseo de Darcy de tener una entrevista privada con su primo se cumplió antes de lo esperado cuando, a la mañana siguiente, durante el desayuno que normalmente tomaba solo, el rostro de Fitzwilliam apareció por encima de su periódico.
—¡Richard! Es un poco temprano para ti, ¿no es así? —Darcy bajó el periódico, señaló las bandejas humeantes que había sobre la mesita auxiliar y añadió—: Por favor, ¡sírvete lo que quieras! —Luego volvió a concentrarse en la lectura, mientras Fitzwilliam se arrastraba hasta la mesa. Su primo procedió a servirse una taza de la fuerte variedad de café que le gustaba a Darcy y, tras tomar un panecillo dulce de una delicada bandeja de porcelana, se sentó junto a él, dejándose caer en la silla que estaba a su derecha, con un bostezo y un suspiro.


—Parece que el reposo es un privilegio del que sólo gozan los justos —comentó Darcy de manera seca tras el tercer bostezo de Fitzwilliam. Dobló su periódico y lo dejó a un lado, al tiempo que el coronel lo fulminaba con la mirada por encima de su taza de café.


—Y a juzgar por tus palabras, supongo que no crees que yo sea uno de esos privilegiados —replicó con sarcasmo—. Puedes tener razón, al menos cuando se trata de mi hermano. Siempre me ha gustado mortificarlo. —Se recostó en la silla en actitud reflexiva—. Pienso que lo que alimenta esa perversa inclinación de mi carácter a lanzarle cuanto dardo se me ocurre es su eterno estado de apesadumbrada indignación.


—¿Acaso lo culpas a él por tu comportamiento? —Darcy negó con la cabeza en señal de desaprobación, llevándose a los labios su propia taza—. ¡Richard!


—¡En absoluto, Fitz! Sólo me remito a la bien conocida verdad universal de que toda acción tiene su equivalente en sentido contrario. Y como estoy seguro de ser el equivalente de Alex, excepto por el hecho de que él es el mayor... —Se sentó con la espalda recta y echó los hombros hacia atrás—. Siento que mi inclinación está justificada, aunque no sea justa. ¡Es un asunto de simple física, primo! —El coronel mordió su panecillo, totalmente satisfecho de su teoría, al parecer sin percatarse de que su primo casi se atraganta con el último sorbo de café.


Darcy puso la taza sobre la mesa y tomó su servilleta.


—Richard, ese es un sofisma absurdo y... —dijo con voz ahogada.
—Háblame de Georgiana —lo interrumpió Fitzwilliam en voz baja, pero con cierta autoridad.


Darcy apretó la servilleta contra los labios con el ceño fruncido debido a su estado de perplejidad.
—No sé por dónde empezar, Richard, porque yo mismo estoy todavía intrigado.
—Parecía perfectamente tranquila ayer, mientras conversaba con mi familia con toda comodidad. Apenas puedo creer que se trate de la misma niña que, hace tan sólo unos pocos meses, no era capaz de levantar la vista más a allá de los botones de mi chaleco. —Fitzwilliam le dio un sorbo a su café con gesto meditativo—. ¿Cómo la encontraste cuando volviste? Darcy se inclinó hacia delante. —Al principio la situación fue un poco tensa entre nosotros, y yo lo malinterpreté como una continuación de su melancolía, pero es tal como dices. ¡No es la misma niña, Richard! Ciertamente no es la misma desde Ramsgate y, me atrevo a decir, que ya no es la misma de antes.
—¿Hablaste con ella acerca del asunto de la donación a una obra de caridad?
—Por supuesto. —Darcy entrecerró los ojos—. Es inflexible en esa cuestión, y te asombrarás al oír esto, además ha comenzado visitar semanalmente, los domingos, a los arrendatarios más pobres.
—¡Por Dios!
—Precisamente —dijo Darcy en señal de acuerdo—. ¿Puedes entenderlo, Richard?


Su primo negó con la cabeza lentamente.
—Parece un comienzo un poco extraño. He oído algo parecido, pero no puede ser eso. —Los dos le dieron un sorbo a su café en silencio, hasta que Richard finalmente dijo—: Fitz, yo quiero mucho a Georgiana, tú lo sabes, y su felicidad mi interesa casi tanto como a ti. —Esperó hasta ver el gesto de asentimiento de Darcy para continuar—: No puedo decirte por qué o cómo, pero sí puedo asegurarte que estoy totalmente convencido de que ella es feliz de verdad, que la sombra que Wickham dejó en su vida se ha desvanecido. Mi consejo, viejo amigo, es que ¡no hagas preguntas!


—¡Su dama de compañía me aconsejó justamente lo contrario! —dijo Darcy con voz pensativa. —¿Su dama de compañía?
—La señora Annesley —contestó Darcy—, la viuda de un clérigo que contraté el verano pasado con excelentes referencias. —Fitzwilliam se encogió de hombros para mostrar que no sabía nada al respecto—. Ahora se encuentra de visita en casa de sus hijos en Weston-super-Mare durante las vacaciones. Fue ella quien me aconsejó que le preguntara a Georgiana, pero todavía no me he atrevido a hacerlo directamente.
—Bueno, ahí lo tienes, Fitz, ¡eso lo explica todo! ¡La viuda de un clérigo!
—Tal vez —respondió Darcy—, ¡pero ella dice que no! —Dejó su taza sobre la mesa, al igual que su primo, y los dos se pusieron de pie—. Así que estamos en un punto muerto, pues ninguno de los dos tiene el coraje suficiente para hacer más al respecto.
—Dejemos las cosas como están, Fitz. —Fitzwilliam le dio una palmadita en el hombro—. Mamá estaba encantada con ella anoche; el conde de Matlock dijo que era como volver a ver a su hermana. Es Navidad, ¡dejemos las cosas como están!
—¿Seguirás observándola... vigilándola? —preguntó Darcy.
—Tienes mi palabra, primo. —Fitzwilliam estrechó con firmeza la mano de Darcy—. Ahora tengo un misterio que espero soluciones. Mi puerta, que recuerdo haber cerrado bien anoche, apareció abierta esta mañana y, Dios me ayude, ¡una de mis botas ha desaparecido!


martes, 16 de noviembre de 2010

DEBER Y DESEO. Capítulo III


Una novela de Pamela aidan

Los frutos de la adversidad


Recostado en el asiento del escritorio de su estudio, mordisqueándose el labio inferior, Darcy revisaba una vez más las cartas de referencia que tenía en la mano. Satisfecho tras memorizar todos los detalles de la primera, la dejó a un lado y procedió a tomar la segunda, cuando el reloj barroco que había sobre la chimenea marcó las ocho y media. Con precisión milimetrada, en ese mismo instante se abrió la puerta del estudio y entró el señor Reynolds, acompañado de un lacayo que traía una bandeja con el café matutino y una tostada para su patrón.
—Reynolds —Darcy levantó la vista de su lectura y le hizo señas al lacayo para que dejara la bandeja sobre el escritorio—. Espere un momento, por favor.
—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle? —El anciano le indicó al lacayo que podía marcharse y le pidió que cerrara la puerta al salir.
El caballero dejó el resto de las cartas sobre el escritorio y levantó la vista para observar fijamente al miembro más antiguo de la servidumbre de Pemberley. El conocimiento que Reynolds tenía sobre los detalles de la vida de la casa no lo poseía nadie más, y durante y después de la enfermedad del antiguo señor Darcy, su infalible orientación en todas las cosas relacionadas con la mansión había sido tan necesaria para Darcy como la de Hinchcliffe en el ámbito de los negocios. En resumen, Reynolds era un hombre que respetaba el apellido Darcy tanto como el propio Darcy y éste tenía en él absoluta confianza.
—Me parece que voy a ponerle en una posición terriblemente incómoda, Reynolds, pero el asunto es de tanta importancia que debo pedirle toda su comprensión y ayuda.
—¡Desde luego, señor! —afirmó Reynolds, deseoso de mostrar su buena disposición, aunque en su rostro apareció reflejada una cierta sorpresa al oír el preámbulo de su patrón.
Darcy apartó la mirada de su amable empleado, sintiéndose muy molesto al tener que hacer aquella petición.
—Bueno, no hay una manera delicada de plantear esto, así que iré directo al grano —dijo, volviendo a clavar los ojos en Reynolds—. ¿ Qué puede decirme de la dama de compañía de la señorita Darcy, la señora Annesley?
—¿La señora Annesley, señor? —Reynolds enarcó las cejas. Se balanceó lentamente sobre las puntas de los pies, antes de responder—: Bueno, señor... Ella es una señora muy amable, señor, discreta y honorable.
—¿Y... ? —insistió Darcy, tan incómodo por tener que presionar a Reynolds para que le diera más respuestas como éste por tener que darlas.
—¿Y qué, señor?
—La mujer lleva cuatro meses aquí —observó Darcy de manera tajante, contrariado por la aparente falta de comprensión del mayordomo—. ¡Debe de haber más cosas que pueda decirme sobre ella!


Reynolds frunció el entrecejo, arrugando sus pobladas cejas blancas, al tiempo que se colocaba el cuello con un dedo. Tardó algunos segundos más en aclararse la garganta. Luego se enderezó todo lo que pudo y se dirigió a Darcy con un tono cargado de desaprobación.
—Como usted bien sabe, no me gustan los chismes, señor Darcy. No les presto atención y tampoco los propago —entornó los ojos para escrutar la actitud de su joven patrón y, al ver la insatisfacción que ésta reflejaba, agregó con cuidado—: Todo lo que diré es que ella no se siente superior y que es amable con todos los criados, desde el de mayor rango hasta el más humilde, señor —se movió un poco bajo la inquisitiva mirada de Darcy antes de añadir—: La señorita Darcy la quiere mucho —el hombre buscó un gesto que lo liberara de la obligación de decir más, pero al no encontrar ninguno, pareció luchar un poco consigo mismo antes de confesar, por fin—: Y yo la bendigo, señor Darcy, la bendigo a todas horas por lo que ha hecho por la señorita. Y eso, señor, es todo.
—Entonces eso será suficiente, Reynolds —Darcy despachó al mayordomo y torció la boca ante lo que era, para Reynolds, una inspirada defensa de la dama. La señora Annesley tenía la aprobación de Reynolds y eso significaba mucho. Tal vez ahora podía concederle un poco más de credibilidad a toda la admiración que surgía de esas referencias que tenía delante de él y que tenían que ver con la señora en cuestión. Estiró los brazos hacia la bandeja y sirvió un poco de leche fresca en la taza; luego la llenó hasta el borde con la aromática bebida, antes de volver a tomar las otras dos cartas y buscar la tercera. Se llevó la taza a los labios y sopló con suavidad mientras memorizaba los detalles de la tercera misiva. El contenido de las cartas no le resultaba desconocido. Las había leído con el mismo cuidado el mismo día que llegaron, cinco meses atrás, cuando estaba buscando frenéticamente una nueva dama de compañía para Georgiana de la que pudiera fiarse. Pero esta vez trataba de averiguar algo más revelador sobre la dama, aparte de sus impecables referencias y los testimonios normales de sus anteriores patrones. Pero ese «algo» todavía no lo había encontrado.


Dejó las cartas sobre la mesa y se levantó con la taza en la mano para contemplar la plácida vista que ofrecía la ventana. Antes de que su padre muriera, ese estudio solía ser su refugio privado; con las paredes revestidas madera, había sido un lugar misterioso durante su infancia y un sitio relacionado con los juiciosos dictámenes de su padre ya en la adolescencia. Era una habitación íntima que había servido de archivo para los libros de la propiedad hasta que, tres cuartos de siglo antes, los planes de su bisabuelo para mejorar Pemberley incluyeron una enorme y elegante biblioteca. Aunque ahora seguía albergando preciados tesoros de los patriarcas de la familia, el estudio servía principalmente para alojar la colección personal de libros de Darcy y guardar los papeles y documentos en que se registraban los negocios y estados financieros de la propiedad desde que se tenía memoria escrita.


Aparte de la decoración típicamente masculina representada por pesadas sillas y mesas, una exhibición de armas exquisitamente repujadas y grabados de caza, las numerosas ventanas del estudio ofrecían una soberbia vista. Con el hombro apoyado contra el marco, Darcy se quedó mirando el jardín diseñado por su abuela muchos años atrás. Estaba cubierto por un resplandeciente manto de nieve y su prístina blancura contrastaba delicadamente con la variedad de árboles de hojas perennes que lo adornaban y el sendero de ladrillos rojos que serpenteaba con gracia entre ellos.


A pesar de la hermosura del paisaje, éste fue desplazado rápidamente por las imágenes de Georgiana durante la cena de la noche anterior. Ella la había ordenado y resultó más que satisfactoria, pues constaba de muchos de sus platos favoritos y un buen vino que lo complementaba todo. La mesa estaba dispuesta de forma exquisita con un bonito arreglo de flores y ramas que ella misma había preparado, según supo Darcy cuando preguntó por ello. Georgiana se había sonrojado un poco al ver el gesto de aprobación de su hermano y le había agradecido el cumplido con una gracia que él nunca antes había visto en ella.


La conversación giró alrededor de asuntos locales: los niños que habían nacido en las familias de sus arrendatarios, las muertes ocurridas en el pueblo, la fiesta de la cosecha en Lambton y el servicio anual de acción de gracias en la iglesia de St. Lawrence celebrada el mes anterior. Durante toda la velada, Darcy la había observado, sorprendiéndose a cada instante de la magnitud de los cambios que apreciaba en la nueva criatura en que se había convertido su hermana. Todavía hubo momentos de timidez y vacilación. Georgiana había respondido ocasionalmente a algunas de sus bromas con miradas de desconcierto, pero, en general, había contestado a todas sus preguntas sobre los arrendatarios y vecinos con un tono seguro y amable, y un sentimiento de compasión recientemente adquirido que cubría su semblante cuando hablaba. Al final de la cena, Darcy se había limitado a contemplarla, maravillándose con lo que veía.


Georgiana se había levantado cuando retiraron el último plato para dejarlo disfrutar tranquilamente de una copa de oporto, pero él había declinado el ofrecimiento declarando que, después de todos esos meses y varias cartas que daban constancia de su dedicación, seguramente ella debía de tener alguna pieza que interpretar. La muchacha se había reído, animada por la verdadera felicidad que le producía el hecho de estar en compañía de su hermano, y había dejado que la condujera de nuevo al salón de música, donde ella tocó para él durante media hora. Luego Darcy había recuperado su abandonado violín y se unió a ella en el piano para tocar duetos hasta que los dedos le dolieron.




El caballero bajó los ojos para examinar la mano izquierda y la flexionó con dolor, pero un ruido en la puerta lo hizo levantar la cabeza. Apretó los labios con determinación. La dama había llegado antes de tiempo, pero tanto mejor. Tal vez ahora podría obtener algunas respuestas.


—Entre —dijo, pero la única respuesta fue un ruido como si alguien estuviese manipulando la manija de la puerta y un extraño golpeteo—. ¡Entre! —repitió, y la manija giró lo suficiente como para permitir que la puerta se abriera un poco. Confundido, Darcy se enderezó y avanzó un paso—. ¿Qué es lo que está... ?
De repente, la puerta giró sobre los goznes y una enorme sombra de colores café, negro y blanco se abalanzó dentro del estudio. Darcy corrió al escritorio y dejó la taza sobre la mesa antes de que el remolino pudiera alcanzarlo.
—¡Trafalgar, siéntate! —gritó Darcy, preparándose para el impacto, pero tan pronto las palabras salieron de su boca, las patas traseras del sabueso se asentaron sobre el brillante suelo de madera. El animal resbaló varios metros, mientras trataba desesperadamente de frenar con las patas delanteras, antes de chocar contra la bota de Darcy. Una inmensa lengua rosada lamió la punta negra de la bota, antes de que el animal levantara, contento, los ojos hacia la cara de su amo.
—¡Señor Darcy! ¡Ay, señor...! ¡Lo lamento mucho, señor! —cuando Darcy apartó la vista de la mueca de burla que tenía su impetuoso animal, vio a uno de los mozos de cuadra más jóvenes, parado en el umbral, balanceándose mientras retorcía una gorra entre las manos—. Estaba trayéndolo, tal como usted ordenó, señor Darcy. Pero se me escapó, señor. Es muy astuto.
Darcy bajó la vista hacia Trafalgar, que mientras tanto había girado la cabeza para observar al mozo. Si no supiera que era imposible, habría jurado que el perro se estaba riendo. Darcy sacudió la cabeza.
—Puede dejarlo conmigo, Joseph, pero si se le vuelve a escapar, llévelo otra vez a la entrada de servicio en lugar de dejarlo entrar en mi estudio. Hay que obligarle a que aprenda algunos modales, por lo menos —Darcy se inclinó, agarró el hocico del sabueso y lo levantó hasta la altura de sus ojos—. Eso es, si quieres seguir siendo el perro de un caballero —Trafalgar gimió un poco al oír el tono de su amo, pero luego ladró para mostrar su acuerdo, que selló con un ligero lametazo a la mano de Darcy.
—¡Pero, señor Darcy, yo no lo dejé entrar!
—¿No abrió usted la puerta, Joseph?
—No, señor. De ninguna manera, señor. El ya estaba en su estudio cuando yo di la vuelta a la esquina.
Los dos hombres miraron con curiosidad al sabueso, que por el momento estaba totalmente concentrado en mostrar un comportamiento apropiado para el animal del más distinguido de los caballeros.
—¿Me está diciendo que él ha abierto la puerta por sí mismo? —preguntó Darcy con incredulidad.
El joven mozo volvió a retorcer la gorra y se encogió de hombros.
—Discúlpeme, pero es bastante posible que el perro haya abierto la puerta él solo —dijo de repente una voz femenina, modulando suavemente cada palabra—. Ya he visto ese truco, aunque primero hay que entrenar al animal.
El mozo se apartó de la puerta y se inclinó ante la dama, mientras ella se detenía a su lado. La mujer sonrió, haciendo un gesto de asentimiento antes de volverse hacia Darcy y hacer una reverencia.
—Señor Darcy.
—¡Señora Annesley!
Darcy miró el reloj de reojo. Mostraba que, en efecto, eran las nueve y había llegado la hora de su cita con la dama de compañía de Georgiana. No era así precisamente como había previsto que comenzara aquella entrevista. Pero Darcy ocultó hábilmente cierta molestia que le causaba el hecho de haber sido atrapado fuera de lugar
—Por favor, entre señora. —Darcy dio un paso atrás y señaló una silla.
La dama inclinó la cabeza y entró en el estudio, pasando con elegancia junto al mozo de cuadra. Trafalgar la miró con interés y se levantó para realizar una investigación, pero el impulso fue reprimido por la mirada de su amo. Entonces se echó a los pies de Darcy con el hocico sobre las patas delanteras y los ojos oscilando entre uno y otro, a la expectativa.

Al observar a la señora Annesley, Darcy tuvo la misma impresión que había tenido cinco meses atrás, excepto, tal vez, por la chispa divertida que aparecía en sus ojos cada vez que miraba a Trafalgar, que en aquel momento se ocupaba en cuidar las botas de su amo. El verano anterior, Darcy no estaba buscando un corazón alegre sino alguien de carácter sereno, cuya comprensión maternal y firmes principios pudieran rescatar a Georgiana del profundo dolor y las recriminaciones en las que se había sumido tras el asunto de Ramsgate. Aparentemente la dama poseía esas cualidades, además de los otros requerimientos, y había obtenido un gran éxito, superando todas sus expectativas. Cualquiera que fuera su método, pensó Darcy, estaba preparado para ser extremadamente generoso.
—Señora Annesley —comenzó a decir Darcy, mirándola desde el otro lado del escritorio— ¿debo entender, entonces, que usted cree que este miserable ha aprendido a abrir puertas ?
—Es bastante posible, señor Darcy —contestó ella con una sonrisa—. Mis hijos le enseñaron al perro todo tipo de trucos; abrir puertas era uno de ellos. Aunque —bajó la vista para observar al perro— creo que en este caso podemos pensar que tal vez la última persona que salió de su estudio no cerró bien la puerta. Pero después de este éxito, no me cabe duda de que un animal inteligente como Trafalgar continuará probando suerte.
—Temo que tiene usted razón —Darcy echó una ojeada al «miserable» con una ceja levantada, mientras el animal bostezaba y miraba con inocencia a su amo—. Ha mencionado a sus hijos —continuó Darcy—. ¿Están estudiando?
—Mi hijo menor, Titus, está en la universidad, señor. Fue admitido en el Trinity el año pasado, bajo el patrocinio de un amigo de su fallecido padre. Román, mi hijo mayor, ya se graduó y está trabajando en una parroquia en Weston-super-Mare. Si usted está de acuerdo, señor, espero pasar la Navidad allí con los dos.
La señora Annesley miró a Darcy directamente y aquella manera abierta de plantear su solicitud hizo que el caballero se inclinara enseguida a concedérsela y, aún más, a ofrecerle transporte hasta el lugar.
—Es usted muy amable, señor Darcy —respondió ella, y la luz de sus ojos almendrados brilló con afecto antes de inclinar la cabeza.
—Es lo menos que puedo hacer por usted, señora Annesley —Darcy se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, mientras movía la mandíbula tratando de buscar la manera de llevar la entrevista hacia donde él quería—. Estoy en deuda con usted, señora. Mi hermana... —la garganta pareció cerrársele al recordar la dicha de su regreso a casa. Volvió a empezar—: ¡Mi hermana está tan maravillosamente cambiada que apenas puedo creerlo! Ya sabe en qué estado se encontraba cuando usted llegó a Pemberley, tan afectada... —Darcy se giró hacia la ventana, decidido a mantener su dignidad— Pero incluso antes de ese horrible asunto, era una chiquilla reservada y tímida. Sólo lograba expresarse libremente a través de su música. Sin embargo, ahora... —volvió a dar media vuelta para mirarla—. ¿Cómo lo ha conseguido, señora? —Darcy miró fijamente a la señora Annesley mientras su voz cobraba fuerza— Mi primo y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, todo lo que se nos ocurrió, para animar a Georgiana. Pero fue inútil. ¡Usted triunfó donde nosotros fracasamos y yo quisiera saber cómo lo ha hecho!
La dama tardó unos segundos en contestar, pero la expresión compasiva que adoptó le indicó a Darcy que no se había ofendido por el tono autoritario de sus palabras.
—Querido señor —comenzó a decir en voz baja—, estoy segura de que usted hizo todo lo que pudo para ayudar a la señorita Darcy. Pero, señor, las penas de su hermana eran profundas, más profundas de lo que usted pensaba, más profundas de lo que estaba en su poder remediar. No debe usted reprenderse por el fracaso de sus esfuerzos.
Darcy tomó aire sorprendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a subestimarlo de esa manera? ¡Que no estaba en su poder! Darcy se acercó a la dama, que parecía pequeña al estar sentada.
—Entonces, señora, debo preguntar de qué poder se valió usted para descender hasta las profundas penas de mi hermana y sacarla de allí —replicó Darcy con voz seca y los labios torcidos en una mueca sarcástica—. ¿Acaso debo esperar encontrar amuletos y pociones entre los sombreros y los bolsos de la señorita Darcy?
La señora Annesley abrió brevemente los ojos al oír el tono de sus palabras, pero no perdió la compostura. Le devolvió la mirada de forma directa, sin ser descortés.
—No, señor, no encontrará ninguna de esas cosas —contestó con voz firme—. El corazón humano no se puede dominar con tanta facilidad. Los hechizos y los encantos no pueden hacerlo cambiar de dirección.




El semblante de Darcy se ensombreció y frunció el ceño con contrariedad.
—¿Usted se refiere a sus sentimientos por... —dudó un momento y luego escupió las palabras—: el hombre que la sedujo?
La dama ni siquiera se inmutó al oír la franqueza de Darcy, pero le respondió con la misma moneda.
—No, señor Darcy, no me refiero a eso. La melancolía de la señorita Darcy nunca tuvo nada que ver con la pena de amor que le causó ese hombre. Cuando usted los encontró en Ramsgate y se enfrentó al señor Wickham, la señorita Darcy vio la verdadera naturaleza del carácter de ese hombre. Ella no ha pasado todos estos meses lamentando su pérdida.
Mientras la señora Annesley hablaba, Darcy volvió a sentarse en la silla del escritorio, con los labios apretados en una mueca de disgusto.
—Usted ha hablado de cuáles no eran los pensamientos de la señorita Darcy. En lo que a eso concierne, me siento aliviado. Pero aún no me ha dicho cuáles eran esos pensamientos, o qué hizo para ponerles remedio. Vamos, señora Annesley —insistió Darcy con arrogancia—, necesito respuestas.
Las cejas de la dama temblaron un poco al devolverle la mirada y apretó los labios como si estuviese considerando la posibilidad de no ceder a las exigencias de Darcy. Sorprendido por la actitud vacilante de la señora Annesley, de repente, Darcy tuvo dudas de que la mujer que tenía en frente estuviese dispuesta a cumplir sus deseos. Y junto a ese pensamiento surgió la convicción de que ese corazón alegre que había detectado antes bien podía latir sobre una estructura de acero.
—Señor Darcy, ¿cree usted en la providencia? —el hecho de que la dama le hubiese contestado con una pregunta lo sorprendió tanto como la propia pregunta.
—¿La providencia, señora Annesley? —Darcy se quedó mirándola, mientras su reciente insatisfacción con los designios del Juez Supremo endurecía sus rasgos. ¿ Qué tiene que ver con esto la providencia?
—¿Cree usted que Dios dirige los asuntos de los hombres?
—Soy totalmente consciente del significado de la palabra, señora Annesley. Tuve una buena educación religiosa cuando era niño —replicó Darcy con frialdad—. Pero no veo...
—Entonces, señor, ¿qué dice el catecismo? ¿Lo recuerda usted?
Darcy entrecerró los ojos con furia ante el desafío de la dama, y apretando los dientes, recitó rápidamente el pasaje del catecismo:
—«Dios, el creador de todas las cosas, sostiene, dirige, dispone y gobierna todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la mayor hasta la menor, mediante su sabiduría y la divina providencia». Había olvidado, señora, que usted es la viuda de un clérigo. Sin duda está acostumbrada a ver todo lo que sucede a su alrededor como el resultado directo de la mano del Todopoderoso, a diferencia de la mayoría de nosotros, que debemos luchar en el mundo de los hombres.
El sarcasmo de Darcy pareció pasar inadvertido para la señora Annesley, porque ella se limitó a sonreír con amabilidad al oír sus palabras.
—Muy bien, señor Darcy. Lo ha recitado a la perfección —se levantó de la silla y su movimiento volvió a atraer el interés de Trafalgar. El sabueso también se levantó, se sacudió desde la cabeza hasta la cola y miró a Darcy, expectante.
—Señora Annesley —Darcy frunció el ceño al mismo tiempo que se ponía de pie—. Aún no me ha dado ninguna respuesta satisfactoria. Ciertamente estoy en deuda con usted, pero no estoy acostumbrado a que mis empleados sean tan testarudos. Insisto en que me dé una respuesta directa, señora.
—Cuando mi esposo murió de una neumonía que contrajo debido a su trabajo como párroco, señor Darcy, dejándome con dos hijos que educar y sin medios para proporcionarnos un techo, quedé sumida en una profunda pena, parecida a la de la señorita Darcy —la señora Annesley inclinó la cabeza un momento, pero Darcy no supo si su intención era recuperar la compostura o escapar de su mirada de desaprobación. Cuando levantó la cabeza, continuó hablando con gran sentimiento—: Un amigo me hizo recordar los designios de la providencia a través de dos verdades convergentes. La primera, tomada de las Sagradas Escrituras, dice: Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman —miró directamente a los ojos de Darcy, mientras los recuerdos parecían iluminarle la cara—. La segunda proviene de Shakespeare: Dulces son los frutos de la adversidad;  semejantes al sapo, que, feo y venenoso, lleva, no obstante, una joya preciosa en la cabeza. Usted me pregunta qué hice por su hermana, señor Darcy, y debo decirle que yo no hice nada, nada más de lo que mi amigo hizo por mí. No estaba en su poder ni en el mío consolar a la señorita Darcy y hacerla pasar de la pena a la dicha. Para eso, señor, debe usted buscar en otra parte; y el lugar por donde comenzar es la propia señorita Darcy.
¡Definitivamente es de acero! Darcy bajó los ojos y los clavó en el semblante impasible de la diminuta mujer. Después de todo, ella tenía razón. Las respuestas que él quería obtener sólo podían proceder de Georgiana, aunque aquella mujer hubiese hecho magia o se limitase a citarle las Escrituras. Fuese cual fuese el caso, Darcy tendría que poner a prueba la solidez de la recuperación de su hermana. La idea le produjo un estremecimiento.
—Según veo, es usted muy clara cuando llega por fin al meollo de la cuestión, señora Annesley —dijo Darcy arrastrando las palabras, saliendo de detrás de su escritorio—. Seguiré su consejo en lo que se refiere a la señorita Darcy, aunque debo admitir que no me siento muy inclinado a molestarla con ese tema hasta que esté totalmente convencido de su recuperación —Darcy se detuvo frente a la señora e inclinó la cabeza—. Le agradezco de todo corazón la influencia que ha tenido sobre mi hermana, sea cual sea, señora. Llegó usted con excelentes recomendaciones de sus anteriores patrones y mis propios criados me han hablado muy bien de usted —Darcy había comenzado a hablar con un tono seco, pero a medida que la verdad de sus palabras fue penetrando en su pecho, su voz se fue suavizando—. Por favor, acepte mi sincero agradecimiento.


La señora Annesley sonrió al oír las palabras del caballero y le hizo una reverencia, antes de volver a clavar sus brillantes ojos en él.
—Recibo su gratitud con alegría, señor Darcy. La señorita Darcy es la jovencita más encantadora que he tenido el placer de conocer y no tengo duda alguna de que se convertirá en una noble mujer. Por favor, desista de interrogarla, como ha dicho, pero ofrézcale su tiempo y su amor. Ella florecerá y ahí usted lo descubrirá todo.
—Que sea como usted dice, señora —Darcy inclinó la cabeza para indicar que la entrevista había llegado a su fin.
La dama respondió de igual manera y dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo casi al llegar a la puerta y se volvió de nuevo hacia el caballero.
—Perdóneme, señor Darcy.
—¿Sí, señora Annesley?
—¿Desea usted que Trafalgar deambule libremente por la casa ahora que está de vuelta?
—Ésa es mi costumbre, señora Annesley. Aunque, por lo general, permanece a mi lado —Darcy miró alrededor del estudio, pero el sabueso no estaba por ninguna parte—. ¿Acaba usted de abrir la puerta?
—No, señor Darcy, ya estaba abierta. Creo que Trafalgar se impacientó un poco con nuestra conversación.


Más allá de la puerta se oyó un agudo aullido, seguido del golpeteo de unas patas sobre el suelo de madera de las escaleras y luego por el corredor.
—¡Retroceda, señora Annesley! —le advirtió Darcy justo en el momento en que Trafalgar doblaba la esquina y entraba disparado por la puerta. Al ver a su amo, el perro disminuyó la velocidad y se le acercó con un trotecito suave, esquivándolo y parándose luego detrás de sus piernas—. ¿Y ahora qué has hecho, monstruo? —Darcy suspiró. Trafalgar lamió delicadamente su chuleta, mientras el cocinero llegaba sin aliento hasta la puerta del estudio.

lunes, 8 de noviembre de 2010

DEBER Y DESEO. Capítulo II

Una novela de Pamela Aidan


La mano de la providencia


Darcy se recostó contra los cojines verde oscuro de su carruaje, mientras dejaba atrás el peaje de Hampstead, que desaparecía de su vista entre la penumbra de la madrugada. Se desabrochó el abrigo sólo lo suficiente para poder meter la mano en el bolsillo del chaleco y sacar el reloj, que sostuvo a la luz del incipiente día. Eran las siete y cuarto, lo cual significaba que habían tardado menos de una hora en recorrer las calles de la ciudad y cruzar el peaje. Ahora los caballos tenían por delante un camino ancho y despejado. El látigo de su cochero resonaba en medio del amanecer, asegurándole a Darcy que James era muy consciente no sólo de las excelentes condiciones de viaje, sino de la impaciencia de su amo por llegar a casa. El carruaje avanzaba con rapidez.
¡A casa! Darcy cerró los ojos y se dejó mecer por el balanceo del carruaje. Hasta que la partida no se hizo absolutamente inminente, apenas se había permitido pensar en Pemberley o en el viaje de regreso. Sin embargo, ahora podía pensar en ello, porque todos los obstáculos que se interponían en el camino por fin habían desaparecido el día anterior como por arte de magia.
Hinchcliffe le había presentado el último asunto de negocios hacia las once, dándole la oportunidad de tomar un almuerzo ligero y relajarse con un tonificante paseo por el parque antes de su cita con Lawrence. Aquella entrevista había resultado sorprendentemente satisfactoria, y cuando Darcy salió de Cavendish Square en dirección a su club, tenía un contrato con el famoso artista para que hiciera los primeros bocetos del retrato de Georgiana una semana después de su vuelta a la ciudad. En la calle, una multitud de carruajes y lacayos alrededor de las puertas del club le había indicado a Darcy que Boodle's debía de estar lleno y casi da media vuelta al pensar en lo desagradable que sería llamar más la atención. Pero mientras se paseaba por los salones y las mesas de juego del club, todas las conversaciones parecían girar alrededor de un joven noble recién llegado del continente, cuyo discurso inaugural ante el Parlamento había enfurecido a la mayoría tory.
—Ese tipo es un lunático —afirmaba más de un miembro.
—O peor. —Era el comentario más común, acerca del apasionado pero imprudente discurso en defensa de los seguidores del mítico «General Lud» y sus ataques contra la maquinaria textil y en contra del decreto que pedía su inmediata ejecución.
—Le debe de encantar vivir dando escándalos —afirmó lord Devereaux, al tiempo que arrojaba sobre la mesa los naipes en respuesta al rey de diamantes de Darcy—, porque también está camino de convertirse en la nueva mascota de lady Caroline... y la última humillación de Lamb. ¿Los vio usted en Melbourne House el viernes? —Darcy sintió que le picaban las orejas al oír la referencia a la escandalosa velada de su triunfo, o mejor, del triunfo de su ayuda de cámara.
—¡Por Dios, claro que sí! ¡Qué espectáculo! —respondió sir Hugh Goforth— Pensé que Lamb iba a expulsarlo por apoyar a su mujer en semejante despropósito. Si ella fuera mi esposa, ahora estaría bordando pañuelos bien encerrada en mi propiedad más remota y lord Byron estaría despertándose a esta hora en un barco en dirección a la India.


Un coro de exclamaciones expresaron su acuerdo con esa manera de proceder y el juego terminó casi enseguida. Darcy pidió su abrigo y se marchó poco después, sin que le hicieran ni una sola pregunta sobre el abominable nudo. Cuando la puerta de Boodle's se cerró detrás de él dio gracias al cielo por el hecho de que las acciones del intrépido e imprudente lord Byron hubiesen desplazado con tanta rapidez su notoriedad ante los ojos del público.
La última cita del día era la que Darcy más temía. Su preocupación por la velada no podía haber sido más evidente. Mientras Fletcher lo preparaba con cuidado para la cena en la calle Aldford, se había visto obligado a susurrar discretas instrucciones para poder finalizar la tarea. Totalmente concentrado en la velada que tenía por delante, Darcy no se dio cuenta de su fúnebre apariencia hasta que entró en el salón de Bingley a la hora acordada y fue recibido por un par de miradas de asombro.

 —¿Qué ocurre, Darcy? ¡Ninguna mala noticia, espero! —exclamó Bingley, levantándose y dirigiéndose rápidamente hacia él, mientras su hermana se llevaba una mano al corazón y el pañuelo a los labios.
—¿Malas noticias? —Darcy los miró a los dos con desconcierto—. ¡Creo que no! ¿Por qué pensáis eso?
—Por tu traje, Darcy —Una expresión de burla reemplazó entonces el gesto de preocupación en el rostro de su amigo—. ¡Por un momento pensé que el rey había muerto! ¿En qué estaba pensando tu ayuda de cámara al convertirte en un enorme cuervo negro? —Bingley soltó una carcajada, dando una vuelta alrededor de Darcy para observar el efecto del traje.


 En ese momento, Darcy bajó la mirada para fijarse en el negro absoluto de su atuendo y apretó los labios maldiciendo a Fletcher, pero ya no había nada que hacer. Al mal que no tiene cura, ponerle la cara dura, se recordó a sí mismo, pero el mensaje de su ayuda de cámara era muy claro.

—El señor Darcy no se parece en absoluto a un cuervo, Charles —La señorita Bingley ya se había recuperado y avanzó hacia ellos—. Ésa es la moda de los caballeros ahora, vestir con discreta elegancia, a lo Brummell. El señor Darcy sólo se ha anticipado a la moda, y a ti te sentaría muy bien imitarlo, hermano —Darcy se inclinó sobre la mano de la señorita Bingley y se sorprendió al sentir que ella le daba un ligero apretón como queriendo decirle algo, pero Darcy no sabía qué.
—Bueno, si no es un cuervo, entonces una corneja. ¡Una corneja muy brummelliana, si quieres, Caroline! —Bingley se rió, aunque la sonrisa de sus labios no se reflejó en sus ojos— Pero ven, Darcy. La cena está lista y esta noche seremos sólo los tres —suspiró y se sumió en el silencio, mientras atravesaban el salón hacia el corredor.
—Debe estar asombrado de verme en la ciudad, señor Darcy —dijo la señorita Bingley con voz temblorosa, mirando nerviosamente a su hermano—. Charles se sorprendió muchísimo, pues pensaba que me había dejado bien instalada en Hertfordshire, lo cual, desde luego, es cierto. Pero resulta que yo no estoy tan enamorada del campo como mi hermano... Al menos, no de Hertfordshire. Y le pregunto a usted, señor, ¿qué iba a hacer yo sola con Louisa y Hurst como compañía? ¡Y en esta época! —se rió, pero la risa le sonó falsa. Darcy notó que Bingley fruncía el ceño al oírla.
—Todo el vecindario estaba a tus pies, Caroline —replicó Bingley en voz baja—. No te habría faltado compañía, estoy seguro.
—Tal vez tengas razón, pero yo habría echado mucho de menos a nuestros amigos de la ciudad. ¡Y las compras, ya sabes! ¿Cómo puedes comparar a Meryton con Londres a la hora de hacer compras? —la señorita Bingley miró a Darcy buscando confirmación a sus palabras.
—Con mucho gusto te habría acompañado a un viaje para hacer compras —respondió Bingley, antes de que Darcy pudiera acudir en auxilio de su hermana—. No había necesidad de cerrar Netherfield —la señorita Bingley comenzó a protestar, pero Bingley la interrumpió—. Pero eso ya es asunto concluido y estoy seguro de que no queremos aburrir a Darcy con riñas familiares —Caroline se sonrojó al oír las palabras de su hermano y le lanzó una mirada de súplica a Darcy. El caballero vaciló. La atmósfera estaba cargada de tensión, y quizá por primera vez, le estaba costando trabajo adivinar el estado de ánimo de su amigo. ¿La señorita Bingley habría seguido sus instrucciones, o ambos hermanos se habrían enfrentado furiosamente a causa de la señorita Bennet? Bingley no le dio ninguna pista; tenía los ojos fijos en el plato mientras los sirvientes revoloteaban alrededor, con movimientos precisos, sirviendo la cena.
La señorita Bingley carraspeó delicadamente.


—¿Cómo ha ido tu entrevista con Lawrence hoy? —preguntó Bingley, levantando la vista con la expresión de alguien que quiere que lo distraigan de sus preocupaciones.
—Bastante bien, en realidad —respondió Darcy, agradecido por no tener la responsabilidad de buscar un tema de conversación—. Esperaba encontrarme con todo tipo de sensibilidades exacerbadas y neurosis artísticas, pero Lawrence resultó ser una persona bastante civilizada y su estudio parecía totalmente respetable.
—¿Entonces no viste ninguna mancha de pintura en las paredes ni modelos con vestidos escandalosos reclinadas por ahí?
Darcy se rió.
—No, nada de eso. Siento decepcionarte, pero el asunto se desarrolló más bien como un negocio cualquiera. Me enseñaron su estudio, me ofrecieron té y me preguntaron qué tipo de retrato tenía en mente. Luego pasamos a su taller, donde él me mostró ejemplos de algunos cuadros terminados y otros todavía en proceso. Acordamos una fecha para que Georgiana pose por primera vez, me agradecieron el encargo y me acompañaron a la puerta. ¡Asunto concluido en sólo cuarenta y cinco minutos!
—¡Caramba! Acabas de echar por tierra todas mis ideas sobre los artistas —señaló Bingley, con un ánimo que reflejaba mejor su manera de ser—. Supongo que para apoyar mi impresión del temperamento artístico tendré que contentarme con la descripción que hizo lord Brougham de la histeria de la Catalani el jueves pasado.


El resto de la cena transcurrió dentro de ese mismo espíritu de cordialidad. La señorita Bingley se relajó y habló un poco mientras comían, pero se abstuvo de dominar la conversación como tenía por costumbre. En lugar de eso, se dedicó a prestar mucha atención a las historias de su hermano, enfatizándolas con expresivas miradas dirigidas a Darcy, que no consiguió entender su significado. Cuando Charles y Darcy se disculparon para retirarse al estudio de Bingley después de la cena, ella quedaba mordiéndose el labio inferior, pero Darcy no pudo saber si aquel gesto era una muestra de molestia o de agitación nerviosa.
Charles volvió a caer en el mutismo mientras se dirigían al estudio y, al no encontrar una manera apropiada de romperlo, Darcy prefirió seguir su ejemplo. La puerta no había terminado de cerrarse detrás de ellos cuando Charles ya le estaba alcanzando a su amigo un pesado vaso de cristal tallado lleno de un líquido ambarino. Bingley levantó su vaso y, tras hacer un brindis, se tomó todo su contenido, mientras Darcy lo observaba consternado.
—Charles... —comenzó a decir, pero se detuvo al ver que Bingley tenía los ojos cerrados y un extraño gesto de tristeza en la boca. De repente, abrió los ojos y ladeó un poco la cabeza.
—¿Recuerdas nuestra conversación en la posada donde cambiamos de caballos? Tú me advertiste allí sobre mi propensión a exagerar —Bingley le miró a los ojos y Darcy necesitó una buena dosis de control para no desviar la mirada.
—Sí, la recuerdo —contestó en voz baja.
—También me previniste contra los peligros de quedar tan atrapado entre los fantasmas de mi imaginación que podía llegar a aislarme de mi familia, mis amigos y la sociedad en general —Bingley apartó la mirada y dio media vuelta para servir otra ronda de licor.
—Fuiste muy tolerante con mis consejos, Charles —replicó Darcy, sin saber todavía cuál era el estado de ánimo de su amigo. Bingley le ofreció la licorera, pero él la rechazó.
—He pensado mucho en lo que dijiste, Darcy. He discutido conmigo mismo, y en mi mente también contigo —se inclinó, quitó los periódicos que había sobre los sillones frente al fuego y luego hizo una seña para invitar a su amigo a sentarse—. He pasado los últimos dos días, desde la inesperada llegada de Caroline, comparando lo que yo tomaba como una verdad con las observaciones de mi hermana.


En ese momento Darcy se movió inquieto en su silla, esperando que aquella alteración no hubiese sido demasiado evidente. Bingley hizo entonces una pausa y se quedó mirando al fuego durante tanto tiempo que a Darcy le costó trabajo mantener su actitud de indiferencia. Finalmente, su amigo continuó después de soltar un suspiro:


—También he pensado mucho en la advertencia de lord Brougham y, a la luz del amor que me profesan mis amigos y mi familia, he llegado a una conclusión —Bingley volvió a levantar la mirada y, con una sonrisa de autoreproche, confesó—: Tenías razón, Darcy. Estaba muy equivocado al creer que la señorita Bennet me ofrecía algo más que su amistad. Toda la culpa es mía. Ella no tiene ni la más mínima responsabilidad, en absoluto —le dio otro sorbo a su vaso—. Ella siempre será mi ideal de lo que debe ser una mujer... su belleza, su amabilidad. La llevaré siempre en mi recuerdo; pero insistir en mis deseos sólo podría causarle incomodidad, y eso es algo que no puedo tolerar —terminó en voz baja.


Mientras el carruaje avanzaba con celeridad hacia el norte, Darcy recordó cómo, al oír las palabras de Bingley, había clavado la mirada en el fondo de su vaso, sin saber qué responder. Al parecer había logrado su objetivo con muchos menos problemas de los que había temido y, al mismo tiempo, había conservado la amistad de Bingley. Sin embargo, no podía alegrarse totalmente por el éxito de su misión. La emoción más fuerte era el alivio. No había muchas posibilidades de volverse a encontrar otra vez con las hermanas Bennet. Su amigo sobreviviría a su pena de amor y no le culparía por ésta. Pero no podía evitar entristecerse al ver tan desanimado a Charles, cuyo alegre carácter había apoyado en tantas ocasiones la severa reserva de Darcy.


—Eso será lo mejor —había dicho finalmente, sorprendiéndose de repetirlo otra vez en aquel momento.
—¿Señor Darcy? —en la esquina opuesta, Fletcher se agitó para ponerse alerta, después de haber caído en un sopor a pocas calles de Grosvenor Square— Perdón, señor. ¿Ha dicho usted algo?
—Eso será lo mejor, Fletcher. Por lo general así es, ¿no es verdad?
Su ayuda de cámara lo miró con curiosidad durante un instante, antes de deslizarse de nuevo contra los cojines.
—Si se ha puesto en las manos de la providencia, señor, indudablemente es lo mejor.
—¡Sooo, sooo! —Darcy se inclinó y apretó la cara contra la ventanilla del carruaje, al oír que James contenía al caballo principal para que tomara la curva que los llevaría finalmente hasta Lambton a un paso más lento. Darcy conocía bien el temperamento de sus caballos, después de todo eran suyos, y sabía lo ansiosos que debían de estar desde que pasaron la última posada antes de Lambton; las ganas que tenían de regresar al establo que conocían tenía bien ocupado a James con las riendas. La capa de treinta centímetros de nieve brillaba, haciendo guiños a Darcy bajo un brillante pero frío sol de invierno, mientras el carruaje saltaba y se abría paso a través de los surcos marcados en el camino. La tarde estaba llegando a su fin cuando se acercaron al pueblo, y a pesar de la nevada que había caído por la mañana, Lambton era un hervidero de actividad, dedicado, a su manera, a sus pequeñas ocupaciones provincianas, con la misma seguridad que cualquier gran establecimiento de Londres.


Bajo el control del cochero, los caballos adoptaron un paso más tranquilo cuando entraron en la calle St. John y pasaron junto al lago del pueblo, ahora congelado. Sobre su helada superficie, varios muchachos mayores armados con escobas formaban una fila a cada lado del sendero que habían limpiado de nieve, esperando a que uno de sus compañeros lanzara una piedra. Antes de perderlos de vista, Darcy vio cómo la piedra describía una espiral y los otros muchachos frotaban furiosamente el hielo para ayudarla a deslizarse.


—Tremenda espiral ésa —comentó Fletcher, cuando se volvió a recostar, después de acompañar momentáneamente a su patrón en la ventanilla. Darcy resopló en señal de acuerdo, mientras fijaba su atención en los cambios que había sufrido el pueblo desde su partida a comienzos del otoño. Algunos techos recién reparados y unas cuantas fachadas blanqueadas eran las únicas diferencias, pero la nieve que llenaba las esquinas y colgaba de los aleros de las casitas y los antiguos establecimientos de Lambton enmarcaba una imagen tan querida a su corazón que sólo era superada por Pemberley.


Un grito procedente de la calle hizo que Darcy y Fletcher se giraran a mirar hacia delante. El caballero tuvo que hacer un esfuerzo para contener la sonrisa de curiosidad que le causó ver a los posaderos del Green Man y del Black's Head saliendo al mismo tiempo de la puerta de sus establecimientos a ambos lados de la calle. Desde hacía varios años se había convertido en un asunto de honor entre ambos ver quién era el primero en saludar a cualquier carruaje de la familia Darcy que pasara por el pueblo. El otoño pasado, cuando Darcy salió para Londres, Matling, del Black's Head, hizo salir a su esposa a todo correr, para que saludara con él, lo cual hizo que el viejo Garston, del Green Man, mirara con odio a su rival. Aquel día Darcy pudo ver otra vez a Matling y a su esposa, y al pasar les hizo un gesto con la cabeza en contestación al saludo de la pareja. Pero cuando Matling miró hacia los escalones del Green Man para sellar su victoria, el caballero vio que el placer que le había causado su mirada se desvanecía, reemplazado por una expresión de terrible odio.


—¡Señor Darcy, mire, señor! —exclamó Fletcher con una voz casi ahogada por la risa, cuando se asomó por la ventanilla del otro lado. En la escalinata del Green Man, en una fila organizada de mayor a menor, estaban todos los nietos del viejo Garston haciendo una reverencia, mientras el propio posadero saludaba desde atrás, radiante de dicha.
Los niños aclamaron a Darcy mientras éste sacudía la cabeza al ver hasta dónde llegaba la rivalidad de los posaderos y los saludaba. Cuando el carruaje dobló la esquina, se volvió a recostar contra el asiento, con una sonrisa similar a la de su ayuda de cámara. El cochero dejó que los caballos alcanzaran un poco de velocidad cuando llegaron al final de la fila de tiendas de St. John y giraron hacia la calle King. Momentos después pasaron junto al pozo del pueblo, cuyas puras aguas eran famosas por haber resistido la peste negra ciento cincuenta años atrás. Luego llegaron al sendero bordeado de árboles que subía la colina hasta la iglesia de St. Lawrence, en donde la torre y sus pináculos llevaban quinientos años resistiendo los embates del mundo y respondiendo al cielo por el bienestar de las almas de los Darcy desde hacía tres siglos. Después atravesaron el viejo puente de piedra sobre el Ere, que bordeaba sinuosamente los límites de Pemberley, y recorrieron las cinco millas que los separaban de la entrada al parque, a la máxima velocidad que permitía el camino.


—Será estupendo volver a casa, señor —dijo Fletcher mientras el caballero se volvía a asomar por la ventanilla, ansioso por ver finalmente las tierras de sus ancestros y su casa.


—Mmm —fue todo lo que respondió, cuando el carruaje embocó el sendero que conducía a la imponente entrada que se abría justo en ese momento para recibirlo. El vigilante de la entrada saludó a los caballos y al cochero, y después de hacer una reverencia, se incorporó con una amplia sonrisa para saludar a los viajeros, antes de apresurarse a cerrar la verja de hierro forjado detrás de ellos.


—¿Qué tiene Samuel en la gorra, Fletcher? ¿Un ramito de acebo? —preguntó Darcy, al mismo tiempo que agradecía la calurosa bienvenida del guarda.
—Eso creo, señor. Sí, indudablemente es acebo. Totalmente apropiado, debido a la época, señor.
—Ah, sí, claro... la época —Darcy volvió a guardar silencio, absorto en el recorrido de la larga entrada.


El sendero se abría camino lentamente a través del bosque que circundaba los extremos del parque. Diseñado un siglo atrás bajo la dirección del abuelo de Darcy, el sendero exigía a los visitantes que disminuyeran el paso de sus caballos hasta un trotecito ligero y luego recompensaba su paciencia con más de una encantadora vista de aquellos hermosos parajes y los riachuelos que formaban parte de la belleza natural de las tierras de Pemberley.
Los árboles inmensos que bordeaban el sendero estaban cargados de nieve. Bajo el sol del ocaso, proyectaban largas sombras de color lavanda sobre el sendero y el bosque que se extendía más allá, envolviendo el coche en una gélida quietud que contrastaba con la realidad de su paso implacable. Darcy abrió la ventanilla y respiró el aire tonificante, saboreando esos aromas ácidos que le resultaban tan familiares, como si fuera un buen vino. Ya casi estaban llegando. Momentos antes de que salieran del bosque en la cima de la colina, los caballos apresuraron el paso y su entusiasmo contagió a los ocupantes del carruaje. De repente, Pemberley apareció ante ellos.